Los límites del Estado
¬ Edgar Gómez Flores martes 30, Mar 2010Letr@s Ciudadanas
Edgar Gómez
En estos últimos días nos hemos encontrado con distintas noticias en los medios de comunicación, las cuales nos deben hacer reflexionar sobre el grado de participación que tiene el Estado mexicano en algunas decisiones que desde mi punto de vista llegan a ser irrisorias. En este sentido, me gustaría retomar uno de los fundamentos que han creado a los Estados modernos y que marcan las reglas de convivencia de nuestras comunidades. El Estado como institución social y como rector de la convivencia pacífica, ha requerido que cada uno de los ciudadanos, de manera tácita, entreguemos parte de nuestras libertades, tales como: la libertad de decidir qué hacer con nuestro patrimonio (una parte de éste se entrega al Estado vía impuestos), la libertad de transitar de un lugar a otro dentro o fuera del territorio nacional, entre otras tantas libertadas otorgadas.
Sin embargo, esas libertades son entregadas por los ciudadanos a los estados con el fin de conseguir una convivencia colectiva ordenada que asegure el bienestar grupal de la sociedad a través de una protección al patrimonio de las familias y a la seguridad física de los individuos. Sobre esto, la única cuestión que tenemos que plantearnos en cada momento del ejercicio de este pacto social con el Estado es: ¿qué libertades aceptaremos los ciudadanos entregar al estado, con el pretexto de la “buena convivencia”? Tal vez la ciudadanía deberíamos iniciar el debate sobre esta función libertad – convivencia y con esto otorgar los pesos correspondientes para hacernos llegar a una respuesta colectiva y permitirnos conocer a qué le damos valor en este país.
Algunos de los ejemplos útiles y actuales que nos permitirán verificar lo señalado, son tres sucesos de días o meses atrás los cuales nos permitirán iniciar la reflexión sobre estos temas: el primero se refiere a las horas en las cuáles los centros de esparcimiento nocturno (antros, discos, bares, o cualquier otro nombre que reciban) deben estar abiertos en la ciudad de México, el segundo es sobre el tipo de comida que debe venderse en las escuelas de educación básica en nuestro país y el tercero es concerniente a las reglas de higiene que se trataron de impulsar en la ciudad de México con un brote de piojos que se suscitó en la zona sur de esta capital.
Estos casos que han formado parte de las noticias del día a día y de la plática de café del país y de la ciudad de México cuentan con una trascendencia que tal vez de primera mano no es identificable. El estado mexicano, en su alcance local y nacional, tiene el profundo interés en regular decisiones que deberían ser de exclusividad de los individuos y las familias mexicana: la hora en la que uno termina la fiesta en algún sitio público o privado, el hecho de que los niños apoyados de la educación de sus padres y de las prácticas familiares puedan decidir qué comer, así como la forma, horarios y periodicidad en la que un niño se baña. Pienso que este panorama pone al estado mexicano, más que como un ente regulador de la conducta de los ciudadanos para asegurar el bien común, en un propietario de la conducta de los mexicanos.
En este contexto, pregunto a ustedes estimados lectores, ¿tendremos que esperar en cada uno de los rubros de la convivencia social que el estado regule nuestras decisiones más íntimas? Desde mi perspectiva, la respuesta es no.
El Estado debe poner las reglas generales de la convivencia y los controles necesarios para que dichas reglas se cumplan. Por lo que querer entrometerse en cada una de las decisiones que tomamos, tales como: qué estudiamos, cómo nos divertimos, cómo nos alimentamos, cada cuando nos bañamos y otras tantas; es un exceso que hemos permitido los ciudadanos al mostrar, en algunos casos, irresponsabilidad en nuestro actuar. Sin embargo, el Estado más que hacer suyas las vidas de las personas, debe poner enfrente de la ciudadanía, la regulación mínima eficiente que incentive las conductas, los controles a esas reglas y la información necesaria que haga que las personas decidan sobre hacer una u otra cosa.
Sobre esto, creo que una de las diferencias importantes que estriba entre las sociedades más avanzadas, de las que se han rezagado, es su relación con sus estados. En la primera, la gente tiene claro sus gustos, preferencias y decisiones. Para esto, las personas ocupan y necesitan un estado que facilite su vida, la cual tienen muy claro hacia dónde dirigirla. En caso contrario, las sociedades menos avanzadas o rezagadas quieren un estado que marque el rumbo, que ponga las reglas básicas de convivencia sobre la mesa, que le diga a cada quien qué hacer y en algunos casos hasta qué decir y decidir. La nueva pregunta entonces sería ¿Qué tipo de sociedad somos?, ¿Qué límites queremos que el Estado tenga frente a nuestras conductas y decisiones?
Considero amigos lectores que un Estado robusto entorpece el bienestar social, hace ineficiente nuestro actuar y permite endosar nuestras libertades a favor de un falso bien común. Es por esto que les propongo para que reflexionemos y modifiquemos lo siguiente: el estado totalitario por las sociedades inteligentes y el recibir una orden por el tomar una decisión… un paso fundamental.