El lugarteniente
¬ Claudia Rodríguez miércoles 22, Feb 2012Acta Pública
Claudia Rodríguez
Tomado del cuento “El gato con botas” de Charles Perrault
Había una vez un narcotraficante que acumuló tanto poder, que de forma inevitable se convirtió en blanco de las autoridades del país que le servía de base a sus actividades ilícitas. Este criminal conocido como “La Madre”, fue emboscado y acribillado, pero no olvidó dejar bien clara la repartición de los pasivos y activos de su gran imperio ilegal entre sus tres herederos de sangre.
Al primero y mayor, le otorgó la batuta del negocio. Al siguiente, le heredó millones de dólares en fajos de diferente denominación y decenas de inmuebles lujosos. Más al más joven, le dejó como herencia, a su lugarteniente.
Este último pensó: —¿Por qué mi apá me habrá asignado cuidar de este tipo? ¡Qué herencia!—, refunfuñó. Así que el beneficiario menor pensó que lo mejor sería deshacerse del tipo y reasignarlo al hermano que recibió el imperio de drogas y sangre, y de ser posible, ponerse a las órdenes del nuevo capo de la familia.
Pero el lugarteniente, quien fue avisado de tal decisión, en el acto disuadió a su ahora jefe:
—Si me da una sola oportunidad, le mostraré cómo usted y yo juntos podemos resurgir aparentemente de la nada.
Y en un chasquido, usted será el mero mero, el señor de las drogas no de este país, sino de toditito el mundo. Usted será un comensal común en las mesas de gobernantes, líderes y empresarios, y tendrá a sus pies, viejas como en racimo.
La oferta era tentadora. Después de todo, ese hombre –con su baja estatura y su fragilidad casi femenina—, había sido la mancuerna perfecta de su padre para levantar aquel negocio que a él, le había dado acceso a placeres sin freno.
Así fue como el lugarteniente del difunto, pasó a serlo ahora del hijo menor. Este operador pronto demostró artes en su oficio y a su amparo los negocios y posesiones prosperaron, al grado de que pronto el hermano mayor, se puso bajo las órdenes del más pequeño.
En efecto, en apenas unos meses —como si salieran de una chistera—, las operaciones de trasiego de drogas se concretaban sin obstáculo alguno. La bóveda de las infinitas ganancias se atiborraba. Lujosas residencias se sumaban a aquél imperio.
El arsenal era cada vez mayor y la flota de vehículos de tierra y aire para el traslado de droga, dinero y hombres se posicionaba como un activo más que inmune, incluso para cualquier contingencia con visos de minar a aquél gran mundo de poder y drogas.
En poco tiempo, el lugarteniente en herencia cumplió con la segunda parte de su oferta y el capo que pensó que su padre le había hecho una mala jugada de vida, pronto y de forma habitual se sentaba a la mesa de autoridades de todo tipo y hombres de negocio para acordar con ellos las reglas del juego de ese imperio, en el que él era el mandamás.
Al codearse con la “crema y nata” de esa sociedad hipócrita, cientos de mujeres fueron objeto de su placer a cambio de lo que para ellas era todo una fortuna y para él apenas el efectivo que cargaba a diario. El lugarteniente en tanto, llegó a ser conocido y respetado entre las mafias de toda índole y nunca tuvo que regresar a aquella infancia de miseria que aún le laceraba.