El México de la muerte
Alberto Vieyra G. jueves 25, Ene 2024De pe a pa
Alberto Vieyra G.
México alcanza los 176 mil muertos con Andrés Manuel López Obrador, el doble que con Enrique Peña Nieto y 3 veces más que los que hubo con Felipe Calderón para hacer un total de 360 mil asesinatos dolosos en los últimos tres sexenios. No hay duda, vivimos en el México de la muerte.
¿Cómo es posible que los mexicanos hayamos aceptado que unos ineptos gobernantes hayan convertido a México en un país indolente con una sociedad podrida y morbosa?
Nada asombra a los mexicanos como no sean las muertes más sádicas, es decir los descuartizados, los colgados, las masacres que se han vuelto el pan nuestro de cada día. Los mexicanos hemos hecho de la muerte el paisaje cotidiano. Y muchos mexicanos que vivimos en una patria en la que se podía dormir en una hamaca y con las puertas abiertas de nuestra casa, nos preguntamos: ¿Nuestra nueva normalidad es la muerte o por qué semejante inconsciencia? ¿Por qué tolerar a unos gobernantes que se la pasan echándonos mentiras y más mentiras, pero ni por asomo aplican la justicia, es decir no usan la fuerza del Estado para poner orden en un México macabro y prefieren hacerlo con “abrazos y no balazos”?
Por lo menos dos generaciones de mexicanos han vivido ya en la era del horror, en la era del México de la muerte y habrá que recordarles que durante los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana, el sadismo criminal prácticamente no existía, escasamente algún secuestro en el que por lo regular se trataba de personas adineradas, no existía la venta hormiga de drogas, pues México era un país de tránsito y de elaboración de estupefacientes que tenían como destino los Estados Unidos; no existían los feminicidios, aunque no faltaban los desalmados parricidas, los asaltos a mano armada eran mínimos, las violaciones contra mujeres y menores eran bajísimos y no existía la cultura narco y menos existía la impunidad como hoy.
Los malosos ahora matan, secuestran, violan, extorsionan, etcétera porque saben que gozan de impunidad, que el Estado es incapaz de garantizar nuestras vidas y nuestros bienes o porque en muchos de los casos el Estado mexicano en sus 3 niveles de gobierno está infiltrado por las mafias criminales. En este desconcierto del horror y la muerte no sabemos dónde comienza el Estado y dónde terminan las mafias criminales o dónde comienzan las mafias criminales y dónde termina el Estado. Los gobiernos federal, estatales y municipales justifican la barbarie y su incapacidad con una infame propaganda mediática en la que nos dicen que las masacres ocurren entre bandas criminales enemigas por el control territorial, que saben en dónde están, pero que ya están trabajando para devolvernos “la paz social”, sin la cual ninguna nación en el mundo puede lograr su desarrollo y en fin que estos gobernantes ineptos nos hacen ver como si el México de la muerte fuera algo normal.
Debo felicitar a los radiodifusores y algunas entidades gubernamentales chihuahuense que han decidido acabar con la cultura narco, con la cultura del podridero social. Han quedado fuera los corridos que hacen apología del narco y las dizque canciones de un Maluma o de un Peso Pluma que han hecho de las mujeres en sus canciones solamente un objeto de uso sexual. Eso es imposible en una nación civilizada con la ausencia de valores universales que saben que la mujer es dadora de vida. ¿Cómo denigrarla? ¡Eso parece de locos! Las mujeres de México no pueden permitir que nadie las convierta en objetos de uso.
Es menester que como sociedad civilizada y con valores reflexionemos sobre este México de la muerte. ¿Cuántos años queremos vivir en este México de la muerte? La solución está en nosotros, no, en unos politicastros, que solamente llegan al poder a arreglar sus asuntos económicos familiares para toda la vida. ¿Queremos seguir siendo los grandes destructores de los valores nacionales y universales? ¿Tiene solución todavía este México de la muerte? Aunque usted no lo crea, pero sí hay todavía solución y esa solución está en cada uno de nosotros cuando hagamos valer nuestra suprema voluntad en las elecciones federales, estatales o locales votando con la cabeza, no con los pies, ni el corazón.