True crime a la Scorsese
Opinión jueves 26, Oct 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
El arte, el entretenimiento, la cultura y nuestras sociedades se mantienen en un constante cambio en nuestros días, habitualmente patrocinado por innovaciones tecnológicas y, en general, por un nuevo ritmo de vida que estalló con el cambio de siglo pasado.
Así, desde los años dos mil —quizá desde los dos mil diez— nacieron nuevas maneras de entender la cinematografía —guiadas, comercialmente, por el cine de superhéroes y, en lo artístico, dando la bienvenida a subgéneros cada vez más abstractos (elevated horror) , francos-rudimentarios (mumblecore, mockumentary), experimentales y sofisticados (i.e., porque presuponen un amplio bagaje fílmico dentro de sus meras formulaciones)— que se han caracterizado por métodos simbólicos y, a la vez, más explícitos y directos.
Las películas de carácter comercial, por ejemplo, se diluyen en narrativas cada vez más rápidas, esquemáticas —marcadas por algoritmos— y que buscan disfrazar su falta de sustancia con impactos emocionales —desde melodramas, hasta violencia imaginativa o easter eggs—; las películas de carácter más artístico, por su parte, se desarrollan sobre notas que buscan ser realistas e impactantes pero que, al tiempo, buscan encumbrar algún simbolismo socialmente significativo a través de manifestaciones metafóricas o recursos fílmicos estratégicos.
En este sentido, el cine de nuestra época ha suscitado un persistente debate sobre lo que “es cine” y lo que no lo es. Las directrices de esta disputa, por lo general, se sitúan entre dos paradigmas: los modelos cinematográficos envueltos en propósitos mercadológicos o los modelos cinematográficos basados en cierto concepto de la apreciación fílmica.
Para unos, el cine comercial, algorítmico y formulaico se trata de todo menos del cine; se trata de juguetes, memorabilia, mercancías, ideologías progresistas, modas, actores populares, directores en tendencia y, básicamente, de todo lo que puede incentivar la visita a las salas de cine pero que no son las películas en sí mismas.
Para otros, el cine “de arte” responde a pretensiones preciosistas que, muchas veces, escapan del interés y de la realidad cotidiana de la gente común y corriente; se tratan de una floritura exquisita compartida por algunos que sólo apela a los fetiches técnicos de unos pocos.
En el medio, hay un amplio espectro cinematográfico que busca sacar lo mejor de cada tipo de experiencia. Que reconoce la profundidad y el impacto artístico trascendente de una obra fílmica cuando lo hay pero que no lo precisa para disfrutar de una visita a las salas de cine; que reconoce la trivialidad y el mero entretenimiento cuando se le presentan y que no busca en ellos más que, acaso, un mensaje reiterativo que reconocer y recoger.
En este contexto, un personaje clave para este debate ha sido el ineludible Martin Scorsese que con más de cincuenta años de carrera participa de una nutrida euforia comercial y de una justificada y bien asumida autoridad técnica-cinematográfica. Así lo demuestra su más reciente película, Killers of the Flower Moon o Los asesinos de la luna.
Ya desde su mera presentación sinóptica esta película se define como una obra —relativamente— contracorriente de las mayores tendencias mercadológicas que amenazan con desaparecer al cine —o, cuando menos, a cierto tipo de cine.
La cinta de más de tres horas de duración se basa en la obra homónima del periodista y escritor estadounidense David Grann y narra una serie de asesinatos sucedidos en la Nación Osage —territorio nativo americano en Oklahoma, Estados Unidos— durante los años veinte a raíz del descubrimiento de yacimientos de petróleo en los territorios de dicho pueblo originario.
Conocido como el “Reinado del Terror” dentro de la Historia que los propios Osage narran sobre sí mismos, el funesto episodio es retratado por Scorsese a través de un relato extenso pero no grandilocuente que desmadeja una historia de terror de la vida real perpetrada por pobladores estadounidenses no nativos. Una historia de crueldad, avaricia, racismo y genocidio velado que se encuentra en la base de los fundamentos nacionales de los Estados Unidos.
La película, valientemente, tiene como su protagonista a la figura opaca, endeble pero, igualmente, cínica y cruel de Ernest Burkhart quien, tras volver de la guerra se instala con su tío William Hale en el territorio petrolífero de los Osage que, ahora, incorpora a algunos habitantes no-nativos.
Debido al auge económico del pueblo originario, el gobierno estadounidense decidió limitar el acceso de los Osage a sus ganancias a través de la instauración obligatoria de “guardianes” —de raza no indígena— a quienes los nativos debían pedir autorización para recibir su dinero. Aun así, los Osage fueron —según estimados contemporáneos— las personas más ricas de su tiempo.
Por esta misma razón, la acogida de Burkhart por parte de Hale se revela desde los primeros minutos de Killers of the Flower Moon como una acción de intenciones sospechosas pues, el tío, le propondrá al joven que se case con una de las nativas adineradas de la Nación Osage, Molly Kyle. La esperanza truculenta de fondo será que, a través del matrimonio, Burkhart pueda optar por la herencia de los headrights —algo así como derechos de usufructo, titularidad o capitales— que, por nacimiento, la mujer nativa tiene sobre los minerales del territorio indígena.
Sobre esta premisa, Scorsese construirá un relato cadente, contenido y detallado sobre la relación de Burkhart, Hale y otros no-nativos con una serie de asesinatos y crímenes relacionados con los Osage que llevarán a cabo un genocidio velado y no investigado por las autoridades de Oklahoma motivado por los headrights de los mativos; llegando, eventualmente, a manos del recién fundado Buró de Investigación (FBI) cuyo primer caso será el llamado Reinado del Terror.
Los asesinos de la luna es un film totalmente scorseseano que pone en pantalla la brutal sutileza de las mafias criminales, que se guía por personajes de un talante moral cuestionable —incluso nauseabundo— y que se filma en una tensión silente que promete detonar con estridencia. En este caso, quizá, el mérito está en que la estridencia para un director de más de ochenta años de edad no se encuentra en una secuencia específica en pantalla sino en las devastadoras consecuencias morales de la concientización de los actos funestos de un grupo de hombres que, casualmente, representan el modo en que la sociedad y el gobierno estadounidenses atropellaron la dignidad de sus pueblos indígenas para fundar, sobre sus restos, “la nación de los hombres libres”.
A modo de un brillante guiño, casi como una firma del autor, Scorsese reconocerá que Killers of the Flower Moon es esencialmente una historia de crimen real o true crime; sin embargo, con la jerarquía de un cineasta que tiene una película trascendental para cada década de su carrera —cuando menos— lo hará con un valiente espíritu contracorriente que insinuará: “así se hace true crime cinematográfico de verdad”.
Contra la inmediatez, contra el impacto visual de la sangre, contra el morbo filmado que abunda en el true crime contemporáneo, Scorsese pondrá en pantalla una dolorosa historia de los terrores fundacionales de una nación. Hará una película de true crime, sí, pero lo hará defendiendo una visión del cine. Una visión del cine que, afirman algunos —entre ellos, el propio Scorsese—, está dando sus últimos suspiros.
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