Claude Pinoche, conde
Opinión miércoles 11, Oct 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
Para el lamentable común denominador que resultan las dictaduras en la Historia Latinoamericana del siglo XX, la asociación de sus tiranos con representaciones horroríficas o terroríficas se ha alternado con revisiones de estos mismos personajes a través de filtros de críticas mordaces que terminan por revelar la pequeñez moral de los totalitarismos y la profunda herida sociopolítica que genera la impunidad.
Un modelo narrativo —el del horror-terror— por la vía de la abstracción metafórica de las atrocidades cometidas por los dictadores y otro —el de la sátira— por la vía del distanciamiento crítico y acentuador del patetismo de los tiranos, en ambos casos, las representaciones cinematográficas y literarias que vuelven los ojos a los días de los gobiernos totalitarios subliman una cicatriz histórica en código de conciencia, memoria y un ingenioso sentido de revancha.
De este modo, el nuevo trabajo de Pablo Larraín, El Conde, resulta una ingeniosa mezcla de ambos lados de la moneda narrativa. Es tanto relato de horror metafórico y abstracto, como sátira seca y franca que presenta a Augusto Pinochet como el objeto de una elucubración que reimagina al exmandatario chileno como un vampiro de 250 años de edad que busca ansiosamente la muerte.
El Conde inserta a Pinochet en una estética lúgubre y gótica que lo reimagina como un monstruo real que decide ser dictador de Chile como un mero modo de saciar su gusto por matar. Repasa los caracteres de los allegados al dictador con especial atención en la avaricia de estos y, por supuesto, con menciones puntuales a las malversaciones documentadas de las que los Pinochet han sido responsables.
Es un reproche directo al legado polémico de una figura política que dejó más de tres mil asesinatos, más de ochenta mil detenciones forzadas, decenas de miles de torturas y más de tres mil desaparecidos. Un mandatario arrestado por numerosas violaciones a los derechos humanos pero que nunca fue sentenciado ni propiamente juzgado.
Un reproche satírico que se construye a través de una figura contrastada: Augusto Pinochet, el católico, reformulado como un vampiro —que es un tópico literario conocido por representar características anticristianas—; el jefe del Ejército, como un burdo ladrón que dedicó su gobierno a desviar recursos y hacer negocios en beneficio personal; el expresidente de la República de Chile, como un vampiro inmortal que está aburrido de su vida; el golpista, como un ser inapetente que no puede succionarle más sangre al mundo que lo vio nacer.
Una figura contrastada que le da a un personaje histórico representante de ciertos valores conservadores la cara brutal del testimonio que sus actos dan de él. La figura del inamovible dictador contrastada con la vileza de sus actos; tan viles como los de un vampiro insaciable.
Así, la película de Larraín pone en pantalla una ficción exagerada que subrepticiamente reboza de lucidez e ingenio. Una película que convierte en relato de horror gótico un examen mordaz y honesto a las acciones de un dictador.
Si a los vampiros clásicos se les conoce por su encarnación del deseo irrefrenable, a Pinochet se le revela la avaricia en sus hijos, en sus hurtos y en su entorno. Si a los vampiros clásicos se les conoce por su concupiscencia, a Pinochet se le reconoce como digno representante de su especie con sus propias palabras. Si a los vampiros clásicos se le conoce por su condición de muertos vivientes, a Pinochet se le confiesa como eslabón de una ideología que resurge en la Historia Política Contemporánea.
El ingenio de la premisa con la que Larraín desarrolla esta película podría no bastar para sostener cada uno de sus minutos a cuadro —hay algunos momentos, quizá, de regodeo excesivo en el gusto de satirizar con el representante de un poder a la vez caduco y presente— pero está más que justificada como muestra avezada, audaz, astuta y atrevida de una cinematografía que quiere asimilar con nuevos ojos la Historia Latinoamericana.
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