Narcocultura
Opinión miércoles 17, May 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- Se avecinan en México y Estados Unidos tiempos de elecciones en los que escucharemos mucho sobre narcotráfico, crimen organizado y sus problemas correlativos.
El año próximo México y Estados Unidos enfrentan una nueva elección presidencial que ya ha empezado a desenvolver los que serán sus ejes temáticos y los centros del diálogo —la polarización— político y democrático. Para ambos países un tema en común se convierte en uno de los tópicos fundamentales y determinantes de la siguiente disputa electoral: el narcotráfico.
En específico, lo que se empieza a debatir desde el lado anglosajón es la pretensión de una mayor injerencia —una intervención— en el territorio mexicano con el fin de ponerle fin al crimen organizado. Desde el lado latinoamericano, lo que está en el tintero es —además de un tajante rechazo a cualquier tipo de intervencionismo— concretar una claridad retórica frente a una problemática en la que todos los gobiernos recientes figuran como posibles cómplices más que como reales adversarios de los grandes cárteles de la droga.
En el inter, en la cultura popular —mexicana y mexicoestadounidense— prospera la llamada narcocultura: el conjunto de modos de vida, costumbres, conocimientos y expresiones artísticas que se le atribuyen a quienes viven del narcotráfico y que, por lo general, pasan por filtros aspiracionistas y espectacularizantes —llámense: narcoseries, narconovelas, corridos y corridos tumbados, entre otros ejemplos.
El resultado es una cultura popular mexicana que se entremezcla con las formas de una propaganda narcocultural que, vista desde un ángulo neutral, es la mera expresión de una experiencia de vida rodeada por condiciones materiales específicas —i.e., las vidas de individuos rodeados del narcotráfico, sus dinámicas y su realidad patente en la cotidianidad— y que, vista desde un ángulo reprobatorio, toma la cara de lo que algunos señalan como una franca apología del crimen.
La realidad es que todas estas instancias del narcotráfico —como tópico político— y la narcocultura —como pulsante expresión cultural— ocultan las minucias de una realidad compleja.
Una realidad incapaz de ser aprehendida desde la mediatización o la información e incapaz de ser enteramente captada por los esfuerzos artísticos-documentales que se han abocado a retratarla.
Una realidad que sólo conocen y dimensionan quienes la viven día a día. Quienes conviven con ella y sobreviven a ella. Quienes la padecen. Quienes la exudan, quienes la llevan a cuestas, quienes la viven en carne propia.
Dicho lo anterior, se explica por qué al cine mexicano y al entretenimiento mexicoestadounidense les ha sobrevenido una especie de narcocultura bi-polar. Una especie de centro temático frente al que los cineastas y guionistas deben tomar una decisión.
Por un lado, la tendencia imperante y más popular, ha optado por explorar y explotar el morbo adyacente al asunto. Series, novelas y películas —de todas las calidades y tipos— que se encargan de tratar al crimen organizado como un absurdo irremediable en la vida surrealista del mexicano, o bien, series, novelas y películas que construyen una narrativa y mitología a través de los actores más conocidos de la Historia del Narcotráfico en México y Estados Unidos.
Por otro lado, la tendencia recogida por la cinematografía de intenciones periodísticas, artísticas y de prestigio, se ha decantado por la documentación de los insólitos casos que gravitan alrededor de una problemática inasible e interminable. Series, documentales y películas —de un amplio rango de calidades— que a través de su artesanía intentan denunciar una realidad dolorosa.
En este segundo polo —que no carece de formas que explotan comercialmente la temática—, aparecen ejemplos como el desgarrador documental Las tres muertes de Marisela Escobedo, la potentísima miniserie Somos. y el contundente trabajo de la cineasta salvadoreña-mexicana, Tatiana Huezo.
Iniciada en la cinematografía documental, la obra de Huezo ha tratado recurrentemente temas como la justicia, el crimen organizado, la infancia y las huellas del entorno y la historia en las juventudes.
Así, en 2016 estrenaría su documental Tempestad en el que narraría la historia de dos mujeres enfrentadas a la impunidad derivada de un sistema de impartición de justicia coaccionado por el crimen organizado y la violencia que viene con él.
El concepto marcaría una continuidad discursiva con el siguiente proyecto de Huezo y el primer trabajo de ficción de la cineasta: Noche de fuego —ganadora del Premio Un Certain Regard en el Festival de Cine de Cannes en 2021.
La película —inspirada libremente en la novela de la autora mexico-estadounidense, Jennifer Clement, Prayers for the Stolen (traducible como Oraciones por los desaparecidos) — sigue a Ana y sus dos amigas (María y Paula) durante su niñez y adolescencia en un pueblo dominado por el narcotráfico. Un pueblo instigado a cultivar la amapola a cambio de protección pero que, aun así, enfrenta los embates violentos de los cárteles y, puntualmente, los secuestros de niñas y jovencitas por parte del crimen organizado.
En este contexto violento, inhóspito y condenado; Ana, María y Paula se convierten en la voz de este relato. Un relato de inocencia, incomprensión y desconcierto. Un relato de paulatina conciencia. Un relato cercano a la realidad que miles de jóvenes en zonas rurales de México viven día a día.
Desde los ojos inocentes y enternecedores de Ana —principalmente—, Noche de fuego retrata el miedo de un pueblo constantemente amenazado. El dolor provocado por un territorio marcado por la violencia. La angustia de la incertidumbre absoluta provocada por una vida en constante riesgo.
Para ello, la película de Huezo rehúye hábilmente de la espectacularización de la violencia. Esta no es una película de criminales representados como héroes, ni una película que apela al morbo puesto en pantalla.
Esta es una película que retrata una atmósfera opresora y sin escapatorias en la que portentosamente brota la vida inocente, bella y a ratos alegre de un trío de niñas. Como una flor en medio del concreto.
Sin embargo, comprometida con su visión de documentalista, el trabajo de Huezo no cede a la fantasía o al mensaje vanamente optimista sino que estira su brazo narrativo hacia la realidad. Hacia la cruda realidad de la violencia que deja el crimen organizado visto desde los ojos de una niña.
Una mirada realista sobre las atenuantes que se suman a esta experiencia del terror de la vida real desde los zapatos de tres jovencitas que, muy pronto, deben aprender que son la presa número uno de un contexto que busca devorarlas o, peor aún, desaparecerlas sin dejar rastro alguno.
Se avecinan en México y Estados Unidos tiempos de elecciones en los que escucharemos mucho sobre narcotráfico, crimen organizado y sus problemas correlativos. Escucharemos promesas, diagnósticos políticos y un montón de patrañas propagandísticas.
Se seguirá satanizando la expresión de quienes no tienen otra cosa de la que hablar más que de la violencia y el crimen que les rodea. Se seguirá señalando a unos y otros como encubridores, como cómplices y como apologetas del crimen.
De lo que nadie se preocupará será de los humanos perdidos por el terror del crimen. De lo que nadie se preocupará será de la sensación de una constante y creciente pérdida de seguridad. De lo que no se discutirá será de una cultura de violencia que nos inunda y que no asfixia ni oprime sino que, peor aún, normaliza y erige a la violencia en aspiración.
Oiremos números que representan personas pero no pensaremos en las personas sino en los números. Oiremos historias pero nos precipitaremos a opinar antes que a comprender que estamos ante una forma de la deshumanización que permea cada vez más a nuestras culturas populares.
Oiremos de decenas de miles de muertos y seremos incapaces de ponerles cara. Quizá volteemos la cara y mejor veamos la historia de aquel narco heroico que presenta esta o aquella novela; quizá escucharemos esa letra que habla de armas y drogas y, en lugar de entenderla como una expresión neutral de una realidad que exige ser cambiada, la convirtamos en el motivo que excite nuestra imaginación —“si yo fuera, si yo tuviera, si yo pudiera”.
O quizá —en un esfuerzo aún corto pero bienintencionado— nos atrevamos a informarnos un poco, hasta donde el corazón nos aguante y hasta donde nuestro espíritu nos permita saber sin quebrarse. Quizá nos atrevamos a imaginar un poco cómo será eso de vivir con una auténtica amenaza constante en la sien. Quizá nos atrevamos a escuchar lo que denuncia la historia de Ana en Noche de fuego, a sabiendas de que eso sólo es una ficción que está todavía muy lejos de una realidad mil veces más cruda.
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