Juventud de hierro
Opinión miércoles 15, Mar 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- En nuestros días, las manipulaciones ideológicas tienen el costo de la aparente imposibilidad del diálogo
Como síntoma de una rebosante desinformación y como testimonio de una mínima seriedad conceptual, en nuestros días se categoriza a las personas según su generación —i.e., los días en que nacieron y la cultura que los rodeó durante su desarrollo por tal causa— y a estas generaciones según motes despectivos que buscan equipararlos a objetos-materiales frágiles o sólidos según sea el caso.
Mucho antes que esto, y como un ejemplo de la propaganda ideológica y de un cierto estado mental epocal, existieron generaciones, juventudes, que fueron equiparadas a objetos-materiales de forma más seria. La diferencia es que aquellas juventudes sí murieron en el campo de batalla y conocieron tanto la fragilidad humana real como la solidez del ánimo que era exigida a niños lanzados a la supervivencia en una Guerra Mundial.
Mucho antes de que existieran debates malinformados, reaccionarios y que delatan cierta infantilidad conceptual entre cristales y concretos, existió la llamada Juventud de Hierro de Alemania. Aquella que se encargaría de engrosar las filas del Ejército Imperial Alemán en la Primera Guerra Mundial y que serviría como concepto primigenio para las Juventudes Hitlerianas en la Segunda Guerra Mundial.
Una generación que, en los albores del siglo XX, conoció un mundo en pugna, densamente ideologizado y que los veía más como carne de cañón que como consumidores, productores o audiencias de entretenimiento.
La generación que en 1929 el autor Erich Maria Remarque se encargó de retratar a través de su relevantísima Sin novedad en el frente. La novela del veterano alemán describe las condiciones extremas en las que él y sus compañeros soldados debieron sobrevivir en las trincheras del, por entonces, mayor conflicto bélico de la historia. Describe, con la misma vehemencia, el estado mental de estos adolescentes, el trauma vivido durante la guerra y las consecuencias psicológicas de regresar a la vida civil después de un servicio militar de esta índole.
La novela, interesantemente, fue prohibida y quemada durante los años de la Alemania Nazi bajo los argumentos de una “exageración” de los horrores de la guerra o un intento por empujar una “agenda pacifista” —una agenda ideológica. Del mismo modo, la primera adaptación cinematográfica de la novela —ganadora de Premios Oscar en 1930— fue recibida con protestas y ataques de sabotaje.
El problema percibido por los actores políticos de aquellos años —los 30s— era que esta novela se presentaba como el testimonio del vocero de una generación que se declaraba “destruida por la guerra, aun cuando haya sobrevivido a sus proyectiles y bombas”; una perspectiva que, para nada, se alineaba con el nacionalismo expansionista que se fraguaba en el seno del gobierno alemán de la época.
Desde entonces, pues, Sin novedad en el frente ha sido comprendida como una historia sinónima del antibelicismo o, cuando menos, de los horrores de la guerra retratados por alguien que los vivió desde las trincheras y en carne propia.
De ahí, que su más reciente versión fílmica dirigida por Edward Berger se presente como una versión reiterada de este discurso que, además, se encarga de dar un pequeño paso más en su representación y su interpretación.
Centrada en el soldado Paul Baümer, la película alemana retrata el amargo proceso de pérdida de inocencia de un joven recluta. Partiendo de la emoción efervescente y desbordada de su enlistamiento a sus 17 años, pasando por su idealización de la guerra y de la “aventura” de defender la propia patria, continuando con sus primeros encuentros con la muerte —tanto como mero testigo, tanto como perpetrador—, hasta llegar a un inesperado desenlace.
Saliéndose de los márgenes de la novela que la inspira, la película de Berger añade a su retrato de los horrores a ras de suelo de la guerra, un retrato de los “horrores” relativos de la gestión política. En específico, bajo la figura del oficial alemán Matthias Erzberger —personaje histórico que en 1917 se encargó de estas negociaciones— quien se enfrentará, en la esfera diplomática, a una serie de obstáculos que complicarán la firma de un armisticio, una tregua, que, en sus palabras, “evite más muertes innecesarias”.
De este modo, con una construcción narrativa doble —que, por supuesto, privilegia los sentires y los episodios de las trincheras, las armas, las explosiones, los cascos, las dunas y los cruentos enfrentamientos—, la película de Berger construirá una pinza argumental que cerrará en una sensación-concepto esencial: la guerra es absurda y muchos de sus muertos y sus “sacrificados” son sólo el resultado de la obstinación de un orgullo innecesario y, en lo fundamental, injustificado.
El concepto está claro en el trazo visual de la película misma que parte con jóvenes adolescentes sonrientes y entusiasmados y termina con hombres destrozados, llorando, muriendo y desesperanzados. Un trazo visual que hace patente el largo y doloroso camino de la idealización hasta la concientización de una empresa fallida y fútil.
En una de las primeras escenas de la cinta, por ejemplo, se muestra a Paul recibiendo su uniforme de guerra. Al percatarse que éste tiene una etiqueta con el nombre de otro soldado, el joven se acerca a su oficial para aclarar la confusión. Sin más, el oficial aclara que seguramente es un uniforme de un soldado al que no le quedó ese ejemplar. Fotogramas antes vimos a ese soldado morir en batalla, a mujeres lavando y remendando su uniforme y, ahora, entendemos que el uniforme lleva su nombre porque con él murió. La vestimenta de Paul es un reciclaje de tela y, simbólicamente, cada joven es un reciclaje de recursos en favor de un “bien mayor”: la victoria en las trincheras.
Como este gesto, Sin novedad en el frente pone en pantalla una serie de episodios trágicos que acentúan, por un lado, la terquedad irracional y pretensiosa de los altos mandos militares y, por el otro, el destino de peones irrelevantes que se le impone a un mundo de jóvenes que toman las armas movidos por un ideal vacío —y si no vacío de suyo, vaciado de todo significado por autoridades y gobiernos movidos por un sentido absurdo de poder.
Las discusiones ociosas, desinformadas y conceptualmente pobres que se suelen atestiguar en nuestros días entre concretos y cristales parece materializar la confesión de una ignorancia y una falta de memoria histórica. Una confesión que explica, en líneas generales, la facilidad con la que las ideologías contemporáneas se implantan como supuestos bandos a defender dentro de un mundo amplísimo de posibilidades.
En otros tiempos, mucho antes de baby boomers, muchísimo antes de generaciones X y muchisísimo antes de millennials o centennials, el costo de la idealización y la malformación conceptual provocadas por las ideologías era, sin más, la vida. La vida perdida en favor de los intereses de otros, en favor de las ambiciones de otros, en favor de las ganancias de otros.
En nuestros días, las manipulaciones ideológicas tienen el costo de la aparente imposibilidad del diálogo. La aparente incapacidad de unos y otros de sentarse a entender los valores ajenos: lo respetable, lo benéfico, lo justamente propuesto.
En nuestros días, al igual que en los días de las Juventudes de Hierro, la urgencia es el pensamiento crítico, la empatía, la auténtica información y la humildad para reconocer la propia ignorancia antes de imponerla como criterio de evaluación y medida del mundo.
De hierro, de concreto o de cristal, las juventudes —y las poblaciones en general— no han dejado de ser las piezas de un tablero manipulado por otros. No han dejado de presentarse como el principal capital político y electoral del mañana.
La diferencia, la gran diferencia, es que nosotros contamos con la historia; con los trabajos de gente como Remarque o el propio Berger que deben servirnos como advertencias sobre los caminos oscurísimos que alcanza la manipulación ideológica cuando se enfrenta a una población inculta e ignorante —no sólo por inaccesibilidad sino, mayormente, por indiferencia.
La diferencia, la gran diferencia, entre concretos, cristales y hierros es que a unos creerse el cuento equivocado les costó la vida. ¿Qué le estará costando a los demás, a nosotros? El diálogo, la humanización y el pensamiento crítico, cuando menos.
Al final, en cualquiera de los tres casos, seguiremos repitiendo los patrones de guerras absurdas mientras no seamos capaces de plantarle cara a la vida con algo de significado construido en verdades. Y las verdades no nacen del ánimo ni del gusto ni de la mera tradición. Las verdades se salen a buscar —quizá eternamente— al mundo: en el libro ajeno, en la palabra del otro, en el criterio informado, en el esfuerzo por entender el sentir de quien tiene una experiencia de vida distinta a la mía. En el diálogo que es — según dicen algunos— otro nombre para la Filosofía.
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