Chef
Opinión miércoles 11, Ene 2023Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “The Bear o El Oso”, un auténtico viaje emocional que nos pone en medio de la acción con sus elecciones de rodaje y que, al mismo tiempo, despliega la más inteligente planeación de guionismo al unir todos los cabos de lo que la serie nos ha venido contando en sus capítulos anteriores
Junto con la llegada de Instagram al mundo de las redes sociales y las aplicaciones floreció una cultura del consumo y de la imagen abocada a los alimentos: grandes platillos dispuestos de maneras elegantes y estimulantes que asemejan al espejismo de la publicidad.
Nació, pues, la cultura foodie y, con ella, un consecuente boom por contenidos de entretenimiento dedicados a mostrar en video las preparaciones de platillos sencillos en apariencia —siempre mostradas en unos cuantos pasos— pero que, sobre todo, satisfacen una necesidad estética-visual: no se trata de preparar buena comida, se trata de preparar comida que se vea bien.
De este modo, todas las plataformas de streaming, canales de televisión y plataformas de entretenimiento vieron surgir reality shows, tutoriales y formulas variadas —unas repetitivas, otras más o menos innovadoras— que se han convertido en uno de los principales géneros de contenido audiovisual del Nuevo Milenio.
Con ese contexto de fondo, la llegada de The Bear o El Oso a la cadena de televisión FX (Star Plus) se siente como una consecuencia lógica y, sobre todo, necesaria de una cultura que se enfoca en el resultado que es un platillo en una fotografía o un video. Una cultura que parece interesarse muy poco por todo lo que tiene que suceder para que ese platillo exista.
Siempre he considerado a la cocina como una actividad —un arte— profundamente ético por la manera en la que consagra horas de trabajo a un resultado que está destinado a ser aniquilado. Los buenos platillos pueden tardar días en prepararse para que en menos de diez minutos sean deglutidos y borrados de la mesa de manera definitiva.
The Bear es un vistazo a esas horas de preparación y, en general, a las complejas dinámicas personales que deben entretejerse en una cocina para conformar un auténtico equipo de trabajo. Un equipo que tiene, nada más y nada menos, que la responsabilidad de alimentar a un número calculable pero desconocido de comensales.
La premisa del aclamado show de televisión sigue a Carmen, el chef estrella de uno de los mejores restaurantes del mundo que, tras la muerte de su hermano, ha mudado sus labores a la sucia, pequeña y desorganizada cocina de un deli —un pequeño restaurante— dedicado a vender “descuidados pero deliciosos sándwiches”. The Beef, propiedad de su familia por años, a cargo de su hermano antes de su muerte y ahora heredado por el joven y talentoso chef.
Así, este punto de partida servirá para enfrentar a Carmy con un mundo que desconoce. Para retar sus nociones previamente aprendidas y para retar su formación en los exigentísimos códigos de la alta cocina poniéndolos frente a una cocina de barrio sin liderazgo alguno, con un staff apenas profesional y, por si fuera poco, ahogada en deudas.
En adelante, el proceso de duelo de Carmy, su recién adquirida responsabilidad y sus dramas personales y familiares se entremezclarán con sus retos diarios en la cocina —proveedores, cobradores, problemas eléctricos, sanitarios, etcétera— construyendo un ingenioso relato sobre el modo en que el trabajo se convierte en un desahogo paliativo, indirecto y fallido de los conflictos que habitan en nuestra vida privada.
Pero The Bear —producida, entre otros, por Hiro Murai (Barry, Atlanta)— no se contentará sólo con desarrollar y mostrarnos la psicología de Carmy sino que hará lo mismo con cada uno de los integrantes de su cocina: Richard, mejor amigo del hermano de Carmy que lidia con la pérdida de un casi hermano; Sydney, talentosa y proactiva joven que busca encontrar su realización personal al lado de Carmy pero que se ve enfrentada a una sobrecarga de responsabilidades; Marcus, un panadero que por fin encuentra un espacio para experimentar su pasión como repostero y Tina, una señora latina aferrada a sus maneras de hacer las cosas que ahora se enfrenta a nuevos métodos, exigencias y procesos que muy poco le interesan y menos le acomodan.
Ensamblará, entonces, una serie de historias que se encontrarán y se debatirán en la cocina de The Beef al mismo tiempo que se tiene que servir la próxima tanda de sándwiches, platillos y pasteles. Ensamblará, con la naturalidad de la compleja realidad, las vidas de un grupo de personas tratando de trabajar en conjunto mientras se enfrentan a las prisas, premuras, angustias y tensiones específicas que tiene la cocina.
El punto más alto de la primer temporada de la serie —el mismo que le ha valido el rango de “universalmente aclamada”— llega en su penúltimo capítulo cuando el grupo de trabajadores de The Beef ha decidido, por fin, hacer su mejor esfuerzo para trabajar en equipo. El resultado es un prodigioso despliegue técnico filmado en un plano continuo que nos hace recorrer la cocina de Carmy y compañía mientras atestiguamos cómo se va desatando el caos de una cocina que todavía no está a la altura del éxito que se le avecina.
Un capítulo que nace en la más cotidiana tranquilidad de una cocina preparándose veinte minutos antes de abrir sus puertas y que paulatinamente va virando, creciendo y aumentando hacia el calor de una cocina desorganizada, desorientada y saturada a pocos minutos de abrir sus puertas.
Un auténtico viaje emocional que nos pone en medio de la acción con sus elecciones de rodaje y que, al mismo tiempo, despliega la más inteligente planeación de guionismo al unir todos los cabos de lo que la serie nos ha venido contando en sus capítulos anteriores para culminar en el enmarañamiento de voluntades que es una cocina en sus segundos más críticos, con deudas encima, con un equipo apenas en desarrollo y con profundos conflictos personales entrecruzándose en la preparación.
Y en medio del caos, como voz de sensatez y buena voluntad, aparece una simple palabra: chef. La palabra con la que, desde el día uno, Carmy ha decidido llamar a cada uno de sus colaboradores. Una palabra antes inexistente para estos artesanos de la comida que ahora se enfrentan a la posibilidad de construir algo realmente especial.
Chef como la palabra que revela una disposición del ánimo y una intención a futuro. Chef como el símbolo de un modo de enfrentar el conflicto, de enfrentar el trabajo y de afrontar la crisis: “llamo a todos chefs como muestra de respeto”.
Una muestra de respeto que, en su primera forma, es simplemente el reconocimiento de las habilidades y la importancia que cada uno de los miembros de un equipo aporta para hacer posible, en este caso, un platillo. Misma muestra que, en sus formas más complejas —las que deberán aprender todos los miembros de The Beef—, implica comprender que un equipo de trabajo sólo puede formarse a través de la conciencia de las batallas que cada uno libra para poder formar parte de un proyecto común.
El respeto entendido, simple y llanamente, como el hecho de que todos tenemos una historia personal: dramas, problemas, aspiraciones, dolores, sueños, disgustos. Que todos necesitamos un cierto equilibrio para poder fluir dentro de un grupo de trabajo o que, de lo contrario, acabaremos por expresar en una empresa en común las frustraciones o emociones no procesadas que carguemos.
El respeto como medicina contra el caos. El respeto como una empatía mínima que nos ayude a descubrir que, para conformar un genuino equipo de trabajo, sólo basta con respetarnos. Partir de la intencionalidad de comprendernos y fluir a través de un ejercicio común de escuchar y comprender las formas ajenas de ser.
En el mundo de las imágenes y las apariencias en el que vivimos, en la plasticidad colorida y arrebatadora de las fotografías de comida que despiertan el apetito y estimulan la primitiva pulsión de comer, parece que hay muy poco lugar para considerar que detrás de cada platillo hay un mundo de chefs que permanecen en el anonimato.
Un mundo de chefs que obviamos, un mundo de historias que ignoramos y, sobre todo, horas y horas de dedicación que hacen posible un plato de comida caliente en la mesa de un comensal.
Quizá como obvia forma de congruencia en el mundo de los foodies y de las apariencias hay mucho espacio para la ostentación de lo que se está apunto de devorar-aniquilar; sin embargo, esto minimiza el espacio que se da a todos aquellos que hacen posible lo que nosotros presumimos —no porque lo hicimos sino porque lo desharemos.
En la hostilidad y deshumanización natural de la foto-sociedad que vamos construyendo con cada like vamos despersonalizando a otros en meros artesanos de comida, cocineros de barrio o servidores cuando lo mínimo de lo que deberíamos ser capaces es de reconocer su condición de humanos que trabajan, se esfuerzan y lidian con una vida propia mucho antes de elaborar un platillo.
Tal vez que nosotros los llamemos chefs no haga mayor diferencia en sus vidas, pero lo que definitivamente mejora la calidad de vida de cualquier ser humano es que sea tratado con las debidas señales de respeto que se merece.
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