Padres imperfectos, hijos imperfectos
Opinión miércoles 14, Dic 2022Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
Cuando escuchamos el nombre Pinocho irremediablemente pensamos en el personaje recogido, refigurado y animado por Walt Disney en los años 40s; para algunos más viene a la mente la fuente literaria original, Las aventuras de Pinocchio, del escritor y periodista italiano Carlo Collodi. En notas generales la historia es la misma: una marioneta que cobra vida y que se aventura al descubrimiento del sentido de su vida a través de múltiples experiencias; un relato infantil en favor de valores como la obediencia, el trabajo y, en una expresión, el ser un buen hijo.
Con estos antecedentes, el Pinocho de Guillermo del Toro tenía frente a sí un reto complejo: contarnos una historia conocida de una manera nueva, refrescante y justificada. Reformar las bases de un cuento clásico lo suficiente como para que sus partes sean reconocibles pero, al tiempo, reacomodar y readaptar lo que ya se conoce de este personaje, lo que ya se ha visto y lo que podría ser repetitivo. El cineasta mexicano cumple con el reto y excede cualquier expectativa que se tenga sobre su nueva película animada en stop motion.
La nueva cinta de Guillermo del Toro es coherente con la obra del cineasta a través de temáticas como la relación entre la infancia y la guerra (antes explorada por el jalisciense en El laberinto del fauno), como el amor y la belleza trascendental encarnados en la monstruosidad de lo anormal (como en La forma del agua), como la resiliencia superviviente del ímpetu circense-carnavalesco —aquí materializada por una marioneta que cobra vida— (como en El callejón de las almas perdidas) y, en general, como la representación de lo fantástico, lo horroroso, lo mágico, lo anómalo y lo bizarro como atributos recurrentemente presentes en la cotidianidad (como reitera la antología El gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro).
En su versión de Pinocchio, atendemos —en un primer acto— a la historia de Geppetto, un carpintero de edad avanzada que vive sus días con el hijo perfecto, Carlo, a quien muy pronto perderá a manos de los daños colaterales que provoca la guerra —en este caso, las postimerías de la Primera Guerra Mundial en la Italia de Benito Mussolini. Con el corazón roto, alcoholizado y en una noche de extrema tristeza, Geppetto tratará de traer a su hijo de nuevo a la vida tallándolo en un trozo de madera. El resultado —a la vez mágico, a la vez fallido, a la vez inesperado— será el nacimiento de Pinocho, un nuevo niño, imperfecto; el niño de madera, marioneta viviente y creación monstruosa del carpintero.
La versión de Del Toro nos dejará claros los sentimientos adversos de Geppetto por su aberrante creación pero, con esa misma claridad, nos mostrará al afable, licencioso y desobediente Pinocho. Un niño sui generis, con ciertas conciencias y de cierta edad mental pero que, al tiempo, encarnará la inocencia absoluta de un recién nacido. La curiosidad pura del recién venido al mundo. Un niño enternecedor pero de naturaleza rebelde; un hijo que ama a su padre pero que, pronto, se convierte en una carga por sus actuares diversos, adversos y, por supuesto, por el modo en que la sociedad a su alrededor lo aborrece.
Otro elemento clave en la singular personalidad del relato co-dirigido por de Del Toro y Mark Gustafson —reconocido como uno de los más importantes animadores en stop motion de nuestra época— y co-escrito por el mexicano y Patrick McHale (Hora de Aventuras) es la presencia de un narrador inmejorable: Sebastian J. Grillo, conocido en otras versiones de esta historia como Pepe Grillo.
Es a través de este escritor, viajero y grillo que conoceremos la historia de nuestro Pinocho, sus vicisitudes, sus desobediencias y su travesía para convertirse en el hijo que su padre siempre ha querido tener. Se convierte en nuestro principal cómplice a lo largo de esta historia pero, también, funciona como un personaje más con psicología propia y una lección personal por ganar a través de este relato.
Por si estos ajustes narrativos fueran poco, la cinta de Del Toro rompe todas las posibles referencias a otros Pinochos con una estética única. La técnica de animación stop motion —que es aquella que se logra con un conjunto de fotografías en estático que se van uniendo una a una para crear la apariencia de movimiento—, que implica un trabajo pacientísimo logrado cuadro por cuadro, fotograma por fotograma, milímetro por milímetro y movimiento sutil sobre movimiento sutil, es impecable y por momentos genuinamente increíble. El flujo de movimiento generado que se logra está, por momentos, al nivel de cualquier animación digital y está, en general, a la altura de una historia tan honda, emotiva y propositiva como ésta que bien puede competir como una de las mejores películas del año.
Añade a esta composición única y estas fibras inconfundibles, una realización hecha en madera real —madera mexicana, cabe mencionar— que construye un entorno homogéneo y consistente a través de las singulares texturas del material del que estará hecho el propio Pinocho y todo su mundo animado. La construcción, desde un material de la tierra, de una fantasía absoluta, extrahumana, profundamente compleja y, a la vez, histórica —por su representación de la Italia fascista del siglo XX—, concreta y corazonada.
Ante el reto de contarnos una historia que creemos conocer de una manera nueva, Del Toro excede cualquier expectativa contándonos la historia que no conocíamos sobre un conjunto de personajes reconocibles. Ante la tentación de reiterar una historia de obediencia, hijos perfectos y buenos niños, Del Toro nos entrega una reflexión sobre la vida misma, sobre la pérdida como elemento constitutivo de la cotidianidad y sobre el amor como el reconocimiento de imperfecciones irremediables que implican aceptar a nuestros seres queridos tal y como son.
Solemos reprocharle a la vida las cosas y personas que nos quita, viviendo inconsolablemente en el dolor de los que se han ido. Solemos reprochar de nuestros padres sus carencias, sus faltas y sus errores como si no fuéramos conscientes de su naturaleza humana, de su falibilidad constitutiva —porque son humanos— y de su vida como un proceso que está siendo, no como seres ya terminados, ya hechos, ya dados. Solemos reprochar de nuestros hijos las cosas que no son, el modo en que no se atienen a las condiciones que nosotros quisiéramos que tuvieran o a las características que nos gustaría ver reflejadas en ellos; solemos reprocharles que no sean más de lo que son, que no cumplan con ciertas expectativas o que no sigan nuestros mandatos —consejos o sugerencias— sobre quiénes creemos que deberían ser.
De ser un símbolo de perfecta obediencia, el Pinocho de Del Toro transforma al personaje de la literatura en una invitación a la desobediencia consciente que es la curiosidad, una invitación a abrazar la imperfección como aquello que nos hace únicos e irrepetibles —aquello que sólo nosotros somos— y una invitación a valorar la vida por su condición finita, breve, efímera.
El Pinocho de Del Toro sublima los ímpetus de una niñez y de un acto de ser hijo envueltos en las exigencias del perfeccionismo para invitarnos al riesgo puro del amor por los nuestros desde sus imperfecciones, sus falencias y sus anomalías. Una invitación para asimilar que somos padres imperfectos de hijos imperfectos y que ahí radica la virtud de amarnos. Dispuestos a dar la vida unos por otros, aunque no siempre nos comprendamos.
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