El Coco
Opinión miércoles 19, Oct 2022Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- Un personaje que materializa a The Bogeyman a través de una violencia imparable, constante, penetrante, injustificada y que no tiene voz; que no tiene motivos para dar, que no tiene razones para explicar
Para algunos mitólogos, contadores de historias, literatos y analistas, la importancia de la ficción estriba en la capacidad que esa mentira que nos gusta que nos cuenten tiene para ayudarnos a explorar eventos, conceptos, objetos y límites asequibles para nuestra imaginación pero no necesariamente realizables. Así, se trate de un romance ideal, un superhéroe invencible, un mundo fantástico y mágico, una sociedad utópica o hasta un conmovedor drama; la ficción ayuda a lidiar con las preguntas e inquietudes que tenemos como sociedades, culturas y como humanidad en general.
La semana pasada escribí sobre el caso de Jeffrey Dahmer —asesino serial de la vida real—, y el fenómeno de su ficcionalización que se inserta en un creciente gusto contemporáneo por la espectacularización del dolor. Semanas atrás escribí sobre el género narrativo del true crime o el crimen real, escaparate contemporáneo para estas historias que ahondan —en mayores o menores grados— en una espectacularización del morbo que, además, señala —y a veces trivializa y objetiviza— a casos del mundo real.
Ahora, dando cierta continuidad al razonamiento, vale preguntarse por el correlato de la ficción de estas narrativas: ¿cómo es que lidiamos en el reino de la ficción con lo que nos dejan historias como la de DAHMER o los cientos de historias que llenan podcasts, series y películas sobre historias reales de crimen?¿cuál es la cara fantasiosas que le damos al lado más oscuro y perverso del ser humano?
Para responder esta pregunta quizá sería necesario remontarnos hasta los inicios de la humanidad. Hacia esas primeras invenciones fabulísticas que engloban, en su ser, una representación anónima, multiforme y elemental del mal en su más patente expresión. Conceptos fundacionales de una idiosincrasia y de un folklor compartido a través de la lengua. Entidades-ideas como El Coco, en el mundo hispanoparlante, o The Bogeyman, para los anglosajones.
Usualmente utilizados para asustar a los niños cuando estos no quieren obedecer, El Coco y The Bogeyman —que son una y la misma cosa sólo que en dos idiomas distintos— son una representación imaginaria del mal. Una elucubración que alcanza entidad no por su existencia física sino por el peso específico de su poder persuasivo. Para algunos, como un ser que lleva un saco a todos lados en el que atrapa a niños para raptarlos y comérselos; para otros, como un monstruo que se esconde en los rincones oscuros del hogar, listo para atacar a la primera provocación; para todos, simple y llanamente, el ser sin cara que representa nuestro miedo al mal en estado puro. Al mal cuando no se le puede nombrar, cuando no se le puede atrapar y, sobre todo, cuando no se le puede prever.
Desde ahí resulta lógico que uno de los apodos utilizados por John Carpenter para nombrar al ficcional asesino serial Michael Myers en su inauguración de la franquicia Halloween en 1978 haya sido “The Bogeyman” o, en español, “El Coco”. El entrecruzamiento de un mal real de las sociedades contemporáneas —los asesinos seriales— y de una intuición de peligro que, desde muy pequeños, asociamos a un concepto al que dotamos de entidad al reconocer como una amenaza —aunque sea una nacida de la pura imaginación.
Michael Myers, el personaje encargado de marcar la tendencia del cine de horror y terror de las dos décadas siguientes a su aparición y el primer gran ícono del género slasher. En su mitología, un paciente psiquiátrico que escapa de un manicomio para volver a su pueblo natal a desatar una furia inexplicable que se traduce en muertes sanguinarias. El primer hombre con un cuchillo que se convertiría en la pesadilla de moda de los años pre-ochentas.
Un personaje que, algunos teorizan, se emparenta con El Coco a partir de su rostro desconocido; un rostro que en el caso de Myers se oculta tras una máscara que, a su vez, es totalmente inexpresiva. Un personaje que materializa a The Bogeyman a través de una violencia imparable, constante, penetrante, injustificada y que no tiene voz; que no tiene motivos para dar, que no tiene razones para explicar. Un hombre con cuchillo que sale a matar sólo porque sí.
Un personaje, un Coco, un Bogeyman que, como el mal mismo, parece ser una mera fuerza de la naturaleza. Inexplicable. Inabarcable para nuestra racionalidad. Imparable para nuestras manos, nuestros cuerpos y nuestras voluntades. Una sed que viene de ese misterioso rincón oscuro de nuestra animalidad que, por alguna razón, se niega a dejarnos.
La mitología de Halloween y Michael Myers, sin embargo, pronto sucumbió a los dividendos de su éxito mediático. De haber nacido como un esfuerzo independiente bien logrado, el mundo del personaje pasó a convertirse en una franquicia variada, confusa para algunos y plagada de remakes, reboots y secuelas.
Una franquicia de “elige tu propia historia” que ofrece varias alternativas de visionado y que, como el género mismo del slasher, pasa por todas las casillas: lo absurdo, lo vistoso, lo morboso, lo cumplidor, lo nostálgico. Una estructura modélica a la que, a lo largo de 40 años, se le ha rellenado con tramas de distintas calidades.
En ese contexto se inserta la más reciente saga de la franquicia, la conocida como H40, dirigida por David Gordon Green y de la mano de la productora Blumhouse (La Purga, Insidious, Actividad Paranormal). Conformada por tres películas, Halloween, Halloween Kills y Halloween Ends, la trilogía propuso un nuevo giro en los conceptos recurrentes en el modo en que la franquicia de Myers transcurrió durante tres décadas.
La primera cinta de esta saga (2018), por ejemplo, se entendió como una secuela directa de la icónica película de 1978 y se encargó de replicar las formas y los favores del film original; al mismo tiempo, estableció un tono que, con cierta hondura, reflexionaba sobre el trauma que acarrea la violencia a través de los ojos de Laurie Strode, la sobreviviente de Michael Myers. Fue recibida con críticas positivas por la prensa especializada y marcó el nuevo despertar de una franquicia que se creía acabada.
La segunda cinta (2021), perdió el camino de su antecesora al poner a Strode en un segundo plano. Con todo, logró avanzar en el lado reflexivo de su discurso al poner en el papel protagónico a la comunidad traumatizada por un monstruo como Myers —similar a lo que hace DAHMER hacia sus capítulos finales—; anuncia, lamentablemente, el germen del que después padecería su secuela: la resolución de que a la violencia se le combate con violencia, o bien, la convicción de que cuando no hay justicia que valga hay que tomar la justicia en las propias manos.
Así, llegamos al esperado estreno de Halloween Ends o Halloween: la noche final, la cinta que promete un encuentro final entre Laurie Strode y Michael Myers. La cinta que promete cerrar de una vez por todas y de manera definitiva con una de las franquicias más influyentes del cine de terror en las últimas décadas.
El resultado es una película incoherente. Entretenida, vistosa, efectiva para provocar uno que otro buen salto de susto pero, en lo discursivo, contradictoria. Contradictoria, primero, porque a pesar de promocionar el gran encuentro final entre Strode y Myers centra su argumento en una nueva generación —la nieta de Laurie y un joven llamado Corey— que repetirá las dinámicas de Laurie y Myers.
Lo hará, intentado seguirle la pista a su tono introspectivo, para hablar del origen de monstruos como Myers: las bestias de la sociedad son su propia creación. Lo hará para mostrar cómo un joven estigmatizado y relegado no tiene otro camino que convertirse en lo mismo de lo que está huyendo. Lo hará para proponer la idea de que la cosificación de la violencia, el trauma individual y el trauma colectivo genera efectos adversos en los jóvenes y los convierte en El Coco del que tanto hemos estado huyendo.
Hasta ahí, la premisa es más o menos sostenible. Hasta ahí, aunque inexplicable y un tanto gratuito, el recurso a una nueva generación que repite un patrón de conducta se antoja comprensible. El problema vendrá con la resolución reiterativa del film que, además de relegar por buena parte de su metraje a Strode y Myers, no logrará superar una prisión hecha por sus propias palabras: la prisión de la violencia como solución a la violencia.
En términos filosóficos, la pregunta no es sencilla: ¿qué hacer con la personificación del mal? ¿qué hacer con un hipotético —o real— caso de criminalidad, violencia, maldad y perversidad al que parezca no haber solución? ¿es la cárcel perpetua algún tipo de solución? ¿lo es la pena de muerte?¿aniquilado Myers o Dahmer o cualquier otro monstruo se acaba la violencia? ¿sanan las heridas que dejaron? ¿se olvidan sus atrocidades?
Para Halloween Ends un sangriento enfrentamiento entre Strode y Myers y una aniquilación material serán la forma en la que El Coco se desvanezca. Allí se disolverá el dolor, la sangre, las muertes y el trauma. Una especie de ojo por ojo que será solución suficiente para la ficción y, seguramente, catarsis suficiente para más de un espectador.
Pero aquello es una mentira. Una historia no-real que disfrutamos y que nos permite proyectar nuestros miedos, enfrentarlos, aniquilarlos y cerrar el libro para seguir con nuestras vidas momentáneamente.
Pero la vida real es mucho más difícil que eso. La violencia real, el dolor real, el trauma real nos acompañan a lo largo de nuestra vida de manera incesante. Nos condicionan pero no nos definen. Nos transforman irreversiblemente pero no nos determinan. Como El Coco, nuestros errores y horrores de la vida real no necesitan de un rostro para pervivir y, sin embargo, lo tienen; un rostro cambiante, mutable, mudable, reconocible. Un rostro con el que se aprende a vivir y al que sólo relativamente se le supera.
A la representación más fehaciente del mal con la que nos ha tocado toparnos a lo largo de nuestras vidas sólo se le sobrevive. Igual que El Coco, “el mal no desaparece, sólo cambia de forma”.
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