Tragedia humana
Opinión miércoles 2, Feb 2022Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “El Callejón de las Almas Perdidas” es consistente con el estilo que ha caracterizado a Del Toro: el amor por lo horrífico y su capacidad de embellecerlo, la adrenalina creciente de una trama emocionante
Desde sus orígenes en la Grecia Antigua, la tragedia ha gozado de un especial sentido de realidad para la Cultura Occidental que, a lo largo de su Historia, se ha encargado de transformar éste género narrativo según las creencias, conocimientos y cosmologías de sus diferentes épocas y contextos socioculturales.
En la Historia de la Filosofía, el término aparece pronto en el análisis de los géneros poéticos, la dramaturgia, la literatura y las artes; siempre en estrecha relación con dimensiones de la experiencia humana como la retórica, la cultura, el carácter de las personas, el arrepentimiento o error, la compasión y/o empatía, la decisión, la identificación o reconocimiento, la catarsis, etcétera.
En su raíz, la tragedia se caracteriza por el recurrente desfase entre la percepción humana y la realidad. En otras palabras, la tragedia retrata la bien conocida distancia que existe entre lo que experimentamos como verdadero y los factores exteriores que desmienten esas verdades que creemos infalibles.
Así, por ejemplo, en Edipo Rey —la tragedia griega clásica por antonomasia—, nuestro protagonista busca escapar de su destino a toda costa sólo para descubrir que la libertad que creía tener frente al hado es una mera ilusión; en Romeo y Julieta —el paradigma shakespeareano del amor desafortunado—, dos jóvenes de linajes rivales pelean por su prohibido amor hasta desembocar en el suicidio de ambos sólo para que su muerte se convierta en el motor de la reconciliación que creían imposible entre sus familias.
En la Modernidad el foco central de la tragedia viró hacia la distancia entre percepción humana y realidad presentada en términos del carácter de los seres humanos; usualmente en los términos de sus defectos, vicios, aficiones malsanas, pecados y malas decisiones en contraste con las consecuencias no premeditadas de estos.
Surgieron, entonces, como variaciones populares y testimoniales de su época, las historias policiacas, historietas de crímenes y el género de la novela negra; de cuya esencia trágica, Nightmare Alley o El Callejón de las Almas Perdidas de William Lindsay Gresham es una profunda y cruda muestra. Tanto así que en 1947, un año después de su publicación, llegaría a las pantallas de cine de la mano de Edmund Goulding, legando “una de las gemas de la historia del cine negro” o film noir.
Más de 70 años después, la historia de Stanton “Stan” Carlisle vuelve a la gran pantalla reinterpretada por la cautivadora visión cinematográfica de Guillermo Del Toro. Una película que marca un interesante y refrescante viraje del director mexicano hacia una narrativa oscura, funesta y desoladora. Una “tragedia americana” —en sus propias palabras— que revela el vacío existencial de quien desea todo ciegamente en nombre de la ilusoria plenitud que se desprende del éxito.
Su desarrollo nos pone frente a la vida de un advenedizo ayudante de un carnaval ambulante que ejecuta toda clase de trucos y artimañas para convertirse en un famoso mentalista. Aprendiendo de la “honestamente deshonesta” vida de los feriantes, Stan trastoca los códigos de integridad del conocimiento recibido y lo dirige hacia su propio beneplácito, lo malea según su conveniencia y lo convierte en una herramienta de manipulación construida con base en mentiras y engaños. Todo en nombre del éxito. Todo labrando, en tiempo real, el camino de un desenlace a la medida de sus acciones.
En lo que toca a la técnica cinematográfica y narrativa, El Callejón de las Almas Perdidas es consistente con el estilo que ha caracterizado a Del Toro: el amor por lo horrífico y su capacidad de embellecerlo, la adrenalina creciente de una trama emocionante, la contemplación de lo enigmático, el dinamismo de un encuadre que acompaña a lo que relata y, sobre todo, un instinto clásico —universal y perenne— que proporciona ligereza y profundidad a un reflejo innegablemente humano.
Ésta no es una historia de amor, ni una historia fantástica pero sigue siendo la historia de un monstruo. El peor de los que ha poblado la ficción y la realidad: el ser humano. El ser humano arrojado a la frontera desdibujada entre verdad y mentira —la consecuencia directa de una vida sostenida en falsedades—; arrojado a la confusión entre lo aparente y lo real; arrojado a su libertad y la irrevocable responsabilidad que acompaña a ésta.
Porque con cada decidir se defiende —consciente o inconscientemente— una visión sobre el mundo. Con cada actuar se dice quién se es. Con cada paso que se da se construye la identidad de un individuo. Porque con cada decidir se defiende la visión que se tiene sobre uno mismo. ¿Qué visión de sí mismo tiene quien encuentra en la mentira la más fiel de sus compañeras? ¿Qué visión de sí mismo tiene quien manipula y se aprovecha de los demás para granjearse una pasajera sensación de valía personal? ¿Qué visión del mundo tiene quien no es capaz siquiera de hablar por sí mismo sin recurrir, como salvavidas, a una mentira que lo encubra? ¿Qué visión del mundo y de sí mismo tiene alguien como Stan?
Un hombre que sufre y hace sufrir, sin remordimiento, sin reflexión. Un hombre que, por primer impulso, tiene un dolor profundo. Un hombre que encuentra en su propia tragedia personal argumentos para desgraciar la vida de otros. Un hombre que, arrojado a una irrenunciable libertad, elige dinero, fama y éxito sin honor alguno. El éxito por la sensación ilusoria del éxito. La mentira por la sensación ilusoria de la verdad. El ego por la sensación ilusoria del ego.
Como suele pasar en la obra de Aristóteles, el filósofo trata con rigor pero ambigüedad porciones de su reflexión que, durante siglos, estudiosos tratan, una y otra vez, de esclarecer. Una de estas preguntas que El Estagirita deja abierta es aquél fragmento donde parece indicar que, a su parecer, la tragedia es el género artístico más cercano a la vida real: el que retrata las cosas tal y como son.
Cierta o no para Aristóteles, la afirmación es más que sensata: ¿qué otra cosa, si no, es nuestra vida: la lucha constante entre la fría realidad y las ilusiones, esperanzas y creencias desde las que nos relacionamos con esta? ¿qué otra cosa, si no, es la libertad humana: una concatenación de decisiones que lanzamos al mundo para que éste nos responda con consecuencias a veces inesperadas, a veces justas, a veces afortunadas, a veces injustas, a veces calculadas?
¿Qué es Edipo sin su profecía auto cumplida? ¿Qué son Romeo y Julieta sin su amor y su suicidio? ¿Qué es Stan sin la profunda herida y el profundo vacío que lo lanza hacia una avidez malsana por éxitos y dineros? ¿Qué soy yo sin escribir Filosofía Millennial? ¿Qué es usted, querido lector, sin leerme hoy? ¿Qué somos sin nuestros errores, nuestras fallas y nuestros pecados? ¿Qué somos sin nuestras ingenuidades destrozadas?
¿Qué somos? Lo que decidimos según lo que creemos saber y las consecuencias de esas decisiones según el mundo real que desconocemos.
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