Mito y verdad del 15 de septiembre
¬ Mauro Benites G. jueves 16, Sep 2021Municiones
Mauro Benites G.
La reiterada decisión de Andrés Manuel López Obrador ante la monarquía Española, para que ésta se disculpe ante el pueblo mexicano por los excesos cometidos en la conquista de Tenochtitlan, por parte de Hernán Cortés y sus seiscientos soldados, pero con la colaboración de la alianza de más de cien mil indígenas esclavizados y aterrorizados por el sanguinario y antropófago imperio azteca.
Esto me recuerda la frase del algún autor en el sentido “Que la conquista la hicieron los indios y la independencia los españoles”.
Partamos de que nuestros héroes no son figuras de cartón-piedra, sino humanos que vivieron y actuaron de acuerdo a su tiempo, por lo tanto, en aquellos preñadísimos minutos de la noche del 15 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo, que no tiene, sino un plan vago, que no ha pensado nunca realmente en independizar a la Nueva España, que reconoce, al igual que Ignacio Allende, el apto militar y los otros conjurados, el derecho a reinar de Fernando VII, ha sido penetrado por el relámpago de la comprensión en la mente del cura. ¿Dicen esos que son muy pocos? ¡Pero si hay millones de manos que han soñado, año tras año durante 300 de dominación, con dar el golpe! Esa es la profunda, pero evidente razón de que los insurgentes no se dirijan, atravesando la bella sierrita que separa Dolores de Guanajuato, la bellísima y tan rica población minera. El cura Hidalgo, el iniciador, necesitaba su bandera que uniera a los oprimidos. Y su bandera está rumbo a San Miguel el Grande, concretamente en el Santuario de Atotonilco: el estandarte de la Virgen de Guadalupe.
Leyenda del “Grito”, leyenda del toque de la campana que no sonó sino al alba siguiente cuando el cura llamó a la primera misa dominical a los vecinos del villorrio y a los muchos pobladores de las cercanías, indios en su mayoría. Pero ahora, sábado en la noche, el nuevo Miguel Hidalgo, el hombre surgido de sí mismo en la honda reflexión de cuando los otros discutían en una habitación del curato, se integra al grupo y habla con una voz fresca, recia, metálica:
“Señores: bien, muy bien parecería que en un lance tan serio como el que tenemos a la vista sólo pensáramos en nuestra salvación, dejando nuestros muchos amigos y compañeros en esta grande obra comprometidos, reducidos a la humilde condición de víctimas indefensas del odio que bien veis nos profesan los gachupines y que se aumentaría de un modo excesivo a virtud de los sucesos presentes. Olvídese, pues, semejante pensamiento, que nada tiene de caballeroso, ¡ni mucho menos de algo grande! Balleza y uno de sus hermanos -dice Pedro García, testigo presencial-, después de este razonamiento, se interpelaban. Porque como el acontecimiento se presentaba tan precipitado, y por lo mismo no había nada preparado para poder presentar una resistencia, ¿qué recurso quedaba? El de morir, respondió el cura Hidalgo, puesto que hemos tomado el camino de redentores, cuyo nombre se adquiere con el sacrificio de la existencia.
Esto dijo aquel párroco respetable y se retiró a seguir paseándose en aquella habitación, dejando a sus compañeros con bastantes motivos para meditar sobre su angustiada situación. Como en su mente había formado ya la idea y los pasos que debía dar, cuando le pareció oportuna la hora que se había propuesto, se acercó al corrillo y dijo:
-Señores: se me ocurre una idea y esta es nuestra verdadera salvación.
Todos los concurrentes atendieron luego a lo que aquel hombre respetable decía, que fue lo siguiente:
-Vamos, Balleza: en este momento, sin perder tiempo, me vas a aprehender a los eclesiásticos gachupines. Tú Mariano, a los comerciantes gachupines; Aldama, lo mismo y don Santos Villa con la misma comisión. Todos a la cárcel, sin tocar sus intereses”.
Semejante orden sorprendió a todos, que dijeron: Señor, ¿qué vamos a hacer? No estamos preparados para semejantes acciones, el gobierno necesariamente activará sus providencias para aniquilarnos. No tenemos nosotros nada que oponerle, seremos nosotros víctimas de semejante temeridad, la conversión del caudillo Hidalgo, sin inmutarse siguió firme en su decisión, el destino y suerte estaban en el carril de la historia.