Un cura valiente
Alberto Vieyra G. jueves 16, Sep 2021De pe a pa
Alberto Vieyra G.
Entre 1808 y 1810, más de 150 curas, criollos todos ellos, se alzarían en una insurrección que sería el preámbulo de la declaratoria de independencia, a cargo del cura Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte Villaseñor, nombre completito del insigne valiente padre de la patria, el único que jamás se retractó de haber llamado al pueblo de México a la lucha independentista para sacudirse 3 siglos de yugo español.
Desde el momento en que el llamado cura zorro, por aquello de lo astuto e inteligente que era, fue avisado por un enviado de la corregidora de Querétaro, doña Josefa Ortiz Girón, conocida como doña Josefa Ortiz de Domínguez, de que la conspiración por la lucha independentista había sido descubierta por el gobierno del virreinato, en ese momento en la casa del cura Hidalgo en Dolores, Guanajuato, estaban reunidos la mayoría de los que conformaban la revuelta contra el mal gobierno de los hispanófilos. Hidalgo les informó lo sucedido y levantándose de su asiento con singular resolución les dijo: “Caballeros, estamos perdidos. Ha llegado el momento de ir a coger gachupines”. Los militares Ignacio Allende, Aldama, Jiménez y otros titubearon y le dijeron al cura: “Pero, señor entienda lo que está haciendo” e Hidalgo insistió: “¡llegó la hora de coger gachupines!” y a las 5 de la mañana en el atrio de la iglesia de Dolores, repicaba la campana llamando a la insurrección, esa campana que hoy se encuentra en Palacio Nacional.
Hidalgo se convirtió en un torbellino, comenzaría su revuelta con unos 40 mil indígenas guanajuatenses y para el 30 de octubre de 1810, Hidalgo ya contaba con más de 80 mil insurgentes que derrotarían al ejército virreinal en la histórica batalla del Monte de las Cruces, a 32 kilómetros de la capital del virreinato y a un par de horas de consumar la independencia. Inexplicablemente el cura, por las intrigas y reyertas que tenía todos los días con Ignacio Allende decidió regresar en desbandada al Bajío y después de declarar en Guadalajara la abolición de la esclavitud en México, en el mes de marzo de 1811, caería prisionero en Acatitas de Baján, hoy Coahuila, traicionado por Francisco Ignacio Elizondo Villarreal.
Todos los cabecillas del movimiento insurgente serían llevados prisioneros a Chihuahua, donde la mayoría de esos coyones se retractaría diciendo que fueron amenazados o que no sabían que era lo que estaban haciendo, menos el valeroso cura Hidalgo, quien se mantuvo firme tras de ser acusado de sedición, herejía y apostasía.
En un calabozo, donde hoy está ubicado el Palacio de Gobierno de Chihuahua, el valiente cura Hidalgo permaneció hasta el 30 de julio de 1811 en que fue fusilado a las 6 de la mañana. Sentado en una silla y con las manos atadas a la espalda; el pelotón al mando de un subteniente virreinal llamado Pedro Armendáriz ordenaría la ejecución que se convirtió en un infierno para los soldados. El cura Hidalgo miraba con sus ojos verdes fijamente a cada uno de sus asesinos, como implorando misericordia, pero la suerte ya estaba echada. Los militares estaban sumamente nerviosos, temblaban de pánico y de horror pensando que iban a matar a un cura. Se produjo la primera descarga, solo dos tiradores dieron en el blanco, el estómago y uno en un brazo. Aún más nerviosos, vendría la segunda descarga y sólo otros dos dieron en el estómago del cura. Sumamente nervioso, Pedro Armendáriz le vendaría los ojos para que Hidalgo no perturbara con su mirada a los tiradores. Luego se acercó y ordenó que dos tiradores a sólo un metro de distancia le dispararan al corazón. Las ropas del cura comenzaron a incendiarse y parecía que su corazón había estallado en llamas. Acto seguido, Armendáriz ordenaría a un indio tarahumara que decapitara al cura Hidalgo para ser exhibida su cabeza junto con la de sus compañeros Allende, Aldama y Jiménez en la Alhóndiga de Granaditas, llamada por el virrey Francisco Javier Venegas el teatro de sus fechorías.