La diferencia entre horror y terror
Opinión miércoles 4, Ago 2021Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “La Llorona” revela el horror del genocidio, el horror de una cultura que sistemáticamente, por siglos, ha separado al mundo en razas, en estratos económicos, en “niveles” de humanidad. El horror de una lamentable identidad que cruza a Hispanoamérica y su esclavización (simbólica o fáctica) de sus pueblos originarios
Aunque en el lenguaje cotidiano y coloquial los conceptos de horror y terror parecen no tener ninguna distinción, sus definiciones revisadas por la Real Academia de la Lengua Española dejan ver una mínima inclinación que permite introducir una cierta separación entre ambos vocablos. Esta distancia, me parece, puede exhibirse muy bien desde la ingeniosa, refrescante, técnica y galardonada película del cineasta guatemalteco Jayro Bustamante, La Llorona.
Perteneciente al género narrativo de horror o terror —donde ambos términos suelen usarse de manera intercambiable—, la cinta explora los hechos y las consecuencias del genocidio maya perpetrado, orquestado y ejecutado en el periodo entre 1981 y 1983 por el Jefe de Estado (de facto; i.e., llegado al poder por un golpe de estado) Enrique Monteverde (en la vida real, Efraín Ríos Montt) y los militares a su mando en el llamado Triángulo Ixil (conformado por las municipalidades indígenas de El Quiché, Santa María Nebaj, San Juan Cotzal y San Gaspar Chajul; al norte de Guatemala). Pero lo hace bajo una mirada refiguradora, metafórica y enriquecedora: la figura de la actividad sobrenatural vengativa del folklor hispanoamericano. La figura de La Llorona.
Rozando en los enigmas del psicoanálisis y la mente humana, el film de Bustamante se centra en los últimos días de Monteverde (Ríos Montt). Envejecido, debilitado, casi agonizante. Perseguido por su pasado, por sus fechorías. Por un inhóspito despertar del remordimiento. Enjuiciado (en 2013) por genocidio y crímenes contra la humanidad. Rodeado de protestas en su contra: del desprecio de sus compatriotas. Confrontado con las vejaciones, violentas en toda índole, que ahora enmarcan su infame legado histórico.
Y es que, según nos deja ver La Llorona, Ríos Montt (Monteverde) se concebía a sí mismo como un buen cristiano cumpliendo con su deber. Se concebía como un patriota que salvaba a su país del comunismo.
Porque, contextualizado en la Guerra Civil Guatemalteca (1960 a 1996), ese fue el argumento medular de su defensa, de su actuar: que todas las comunidades indígenas eran enemigas de Guatemala porque todas ellas eran aliadas de la guerrilla comunista en la región.
Defensa que, sin embargo, no explica la muerte de niños y niñas mayas; no explica la esclavización sexual de mujeres y niñas de las comunidades ixiles; no explica la muerte tortuosa de miles de indígenas llevados al límite del exterminio de su etnia.
Será, entonces, todo esto, lo que tome la forma de una acechadora figura femenina en el seno de su hogar. Será, todo esto, lo que la nueva trabajadora doméstica de su casa, Alma, encarne y desate con una serie de acontecimientos sobrenaturales que, paso a paso, desnudarán el horror de una conciencia mermada por los propios actos inmorales. Será, todo esto, lo que se hará palpable en una poderosa reinterpretación de una bien conocida figura del folklor: La Llorona. La Llorona moderna. La Llorona que pena por sus hijos pero no a causa de un infanticidio cometido por ella, sino que sufre, una y otra vez, la muerte de su prole, de su progenie; a manos de quienes, como Ríos Montt (Monteverde), han visto en los indígenas un motivo para reafirmar el poder, una excusa para “purificar” un concepto de cultura y de nación, una riqueza culturar inconmensurable para ser oprimida.
Y es ahí donde el recurso de Jayro Bustamante a la figura de La Llorona se convierte en genialidad pura. No sólo en la ejecución técnica cinematográfica, que resulta más que adecuada, inquietante, pulcra y precisa; sino también en el fino hilado de una historia que revela el horror del genocidio. El horror de una cultura que sistemáticamente, por siglos, ha separado al mundo en razas, en estratos económicos, en “niveles” de humanidad. El horror de una lamentable identidad que cruza a Hispanoamérica y su esclavización (simbólica o fáctica) de sus pueblos originarios.
Un horror revertido en la forma de un espíritu vengativo de la tradición oral, La Llorona, que busca cobrar justicia en nombre de la feminidad, de la carne, huesos y sangre indígenas. Un horror encarnado en un ánima del folklor que, desde la reinvención de Bustamante, se convierte en la eterna acompañante, en la inolvidable falta, de quienes dan nombre a la lesa humanidad.
No en vano esta joya del cine guatemalteco contemporáneo ha recorrido el Festival de Cine de Venecia, el Toronto International Film Festival, los Golden Globes, los Premios Goya, los Premios Peabody, entre muchas otras ceremonias y festivales alrededor del mundo, recogiendo múltiples galardones; a Mejor Director (Giornate degli Autori), entre ellos. No por coincidencia considero que es un excelente ejemplo de la distancia que existe entre horror y terror.
Por definición, ciñéndonos a la RAE, el horror es cualquier sentimiento intenso que nos ocasiona algo espantoso o terrible; por su parte, el terror refiere a la experiencia de un miedo sobrecogedor: Horror es el que nos provoca la idea de un espíritu vengativo como el de la leyenda de La Llorona. Horror es el que experimenta alguien acechado por los demonios de su decadente pasado. Horror es el que, a la distancia que provee el cine, encontramos en la excelente puesta en escena, atenta narración y sugestiva ejecución de La Llorona de Jayro Bustamante. Terror es el que siente una madre maya ixil en su choza al escuchar los golpes de las pesadas botas del ejército contra el suelo. Terror es el que paraliza el cuerpo cuando las detonaciones de escopetas y metralletas se escuchan a pocos centímetros del escondite que te has improvisado para evitar que te maten a ti y a tus hijos. Terror es el que experimentas cuando ves a un grupo de uniformados ahogando a tus hijos en el río.
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