La fiesta brava
Luis Muñoz lunes 15, Mar 2021Municiones
Mauro Benites G.
Grato encuentro con mi amigo Guillermo González Correa, compañero en las barreras de sol en las corridas de toros de la Plaza México. Recordando y añorando faenas extraordinarias donde vimos una armonía completa entre toro y torero en infinidad de ocasiones. Retirado por un tiempo de la fiesta brava hemos visto como ha crecido el movimiento antitaurino argumentando el sufrimiento y muerte del toro.
Sin embargo, la tauromaquia es una fiesta de contradicción, de arte y muerte. Hubo en México un torero extraordinario, tal vez el más fino de nuestros artistas taurinos, que no sabía matar, David Silveti, que no pudo, ignoro por qué, tal vez hubo en esta imposibilidad la manifestación inconsciente de un horror por dar la muerte a un ser tan vital como el toro de lidia.
Yo vi, en una suprema contradicción, salir a David bajo la admiración y las ovaciones del público después que el toro hubo regresado vivo al corral. Pero es que David, el “Rey David” no ejecutaba, soñaba el toreo, lo hacía a la manera clásica, compás abierto. Las manos bajas, mandando en el toro, acariciándolo con el capote o la muleta, enloqueciendo a la gente, gran parte de la cual, al parecer, no tenía interés en cómo se mata a los toros, ni siquiera en que se les despeine, sino en ver, dar lances y pases, con capote y muleta, creando arte conforme al toro pasa embraguetado, para el torero que era David, que se jugaba la vida y en su cuerpo llevaba muchas heridas, cada vez que se enfrentaba al toro para realizar el viejo rito solar.
Todos los más o menos aficionados enterados, sabemos que la famosa carta de Pedro Romero, quien para muchos tratadistas es el inventor de la muleta, envió al monstruo que fue el rey de España y que fue conocido como Fernando VII. Ese odioso rey que cerró todas las escuelas y universidades españolas, porque era retrógrado, reaccionario hasta la locura, impulsor del peor fanatismo, cosa que logró, por cierto, cuando el pueblo madrileño, al recibirlo después de su vergonzoso cautiverio en manos de Napoleón en Francia, desfilo ante el balcón real gritando “vivan las cadenas”. Pedro Romero, el padre de la versión del toreo rondeño, heredaba la tradición del toreo tal y como se inició, que no era otra la faena ni había un instante en la lidia que pudiera compararse con el “supremo”, como se le llamaba a la suerte de matar. Todo lo que hacia originalmente sólo con la capa, después con la muleta, no conducía sino a la preparación del toro para entrar a matarlo. Romero le dice al rey, a sus 75 años de edad, “he matado 5 mil toros recibiendo y como mil, porque mil no se prestaban para eso, al volapié”
En mi tiempo de ver toros el mejor estoqueador que he visto personalmente, aunque sé de otros muchos que no pude ver por la edad o el país en que actuaron, ha sido “Curro” Caro, un torero basto, corriente, pero que se sublimaba en la suerte suprema, la que realizaba con lentitud, clásica, haciendo la cruz, y al que no hace la cruz se lo lleva el diablo, dando en realidad un pase de pecho de frente con la muleta, de modo que el toro se mataba solo, si todavía tenía fuerzas para embestir, o recibía la estocada, que entraba silenciosa mente en el hoyo de las agujas. Pero el gusto de los públicos ha cambiado, de acuerdo a la era digital en que vivimos. Lo que no cambia es toda la grandeza, la belleza, la pureza sublimada del toreo.