Un fin en sí mismo
Opinión miércoles 30, Dic 2020Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- Aristóteles se preguntó por lo que es el alma y por aquello que nos hace ser quiénes somos de manera específica, unívoca e incambiable. Pregunta que, de manera didáctica, divertida, emotiva y visualmente propositiva, también explora la nueva película de Disney Pixar: “Soul”
En la Metafísica de Aristóteles y en algunos otros lugares de su obra, el filósofo griego se preguntó por el valor de la filosofía; por supuesto, como pensadores y religiones durante miles de años en el pasado hasta la fecha, también se preguntó por lo que es el alma y por aquello que nos hace ser quiénes somos de manera específica, unívoca e incambiable. Pregunta que, de manera didáctica, divertida, emotiva y visualmente propositiva, también explora la nueva película de Disney Pixar: Soul.
La película sigue la historia de un apasionado pianista que, movido por la necesidad, se dedica a dar clases de música en una escuela de educación media: Joe Gardner. El sueño de Joe es convertirse en un jazzista profesional, meta para la que se le abrirá una inesperada oportunidad que, no obstante, se verá complicada por un azaroso accidente. Accidente que lo llevará a un misterioso plano de la existencia desde el que deberá encontrar el camino de regreso a casa, no sin antes hacerse de una nueva amiga, 22.
El diálogo filosófico y teológico sobre lo que es el alma, sobre sus estados primigenios, sobre su existencia, sobre su causa, sobre su permanencia, etcétera; es uno de los más densos y copiosos de la Historia de la Filosofía y de la Historia del Pensamiento con lo que, para nada, resulta una de las discusiones más sencillas de resumir, empero, sí una de las más intrigantes para todos los seres racionales.
Con todo, respecto a estos siglos de debate sobre el alma, el relato que hace la cinta de Pete Docter (Up, Intensamente) es convencional en sus estructuras generales, con la atinada convicción de hacer una propuesta no religiosa pero tampoco excluyente de las convicciones espirituales particulares de sus audiencias y relativamente simplificada, ligera y accesible para el público en general.
Es atrevida, propositiva, fresca e ingeniosa en sus recursos visuales, en la mezcla de animaciones en dos dimensiones y personajes en tres dimensiones que evidencian el gran avance tecnológico de la animación por computadora; reiterativa en su narrativa que echa mano de tópicos conocidos como el intercambio de cuerpos, en un humor bien delineado y apto y efectivo para toda la familia y en un balance bien logrado entre dos personajes ajenos, de entornos totalmente distintos, pero que se convierten en la clave del autodescubrimiento mutuo.
Quizá lo más rico de esta propuesta sea su concepto. Con referencias a personajes de una variedad amplia de disciplinas dentro de un propósito humorístico, con una representación hipotética, clara y simbólica de El Gran Antes y El Gran Después y con una antropomórfica representación de lo que, desde la percepción humana, son “manos invisibles” que determinan lo que somos desde antes de que seamos agentes de nuestro mundo material. Todos, conceptos conocidos y más o menos convenidos por la mayor parte de las culturas antiguas y presentes.
Es en este punto donde se ha centrado especialmente la atención de quienes han encontrado un valor significativo en esta película: en su mensaje enraizado en la posibilidad hipotética de experimentar la vida antes de salir de El Gran Antes, o bien, en la posibilidad de volver a ella aún a unos pasos de unirse a El Gran Después.
Sin embargo, me parece que hay una veta discursiva que se ha dejado de lado entre este comprensible y esperanzador furor por las preguntas que Soul nos presenta: la pasión como el único canal de acceso desde el plano físico-material hacia el plano espiritual-psíquico (en el sentido del griego clásico de la palabra ψυχή (psyké), i.e., alma). La noción que 22 llamará “estar en la zona” y que Joe Gardner experimentará en sus más genuinos momentos de inspiración y ejecución musical.
Y ahí, vuelvo a la Metafísica de Aristóteles. Como buena parte de la obra del filósofo del siglo III a.C., las investigaciones de El Estagirita sobre la Filosofía Primera son una síntesis (que lo mismo recogen, que objetan, que reinventan, que desechan) de lo que los filósofos previos a él bordaron desde el siglo VII a.C. y, como tal, son la búsqueda por una definición precisa, completa y suficiente de la Sabiduría anhelada por estos.
En ese contexto, entonces, Aristóteles se ocupa de justificar la necesidad de una Filosofía Primera que se encargue de indagar en los primeros principios y causas de la realidad, afirmando, entre otros argumentos, que tal disciplina habría de ser la más libre de todas al ser un conocimiento buscado como un fin en sí mismo y no como un fin para otra cosa.
Dicho de otra manera, que existen actividades, conocimientos y disciplinas que se persiguen en función de otras cosas (como quien persigue una carrera en función de la fama o el dinero) y otras que se hacen por el hecho de hacerse (como quien camina por el simple hecho de disfrutar una caminata); más importante aún, las que se hacen por el hecho de hacerse porque son las más nobles por sí mismas, las más ilustres, las más generosas, las más singulares, las más honrosas y estimables. Para Aristóteles, sólo la filosofía cumple con esta segunda definición y, en grado sumo, la Filosofía Primera.
Si bien lo que hoy entendemos por tener “una pasión” por algo o ser un “apasionado” de algo resultaría anacrónico para el filósofo griego, me parece que su definición sobre los fines en sí mismos se acerca mucho a lo que nos puede ayudar a distinguir una verdadera pasión y, consecuentemente, a lo que Joe Gardner experimenta al tocar el piano, es decir, a aquello que nos permite encontrar “la zona” y aquello que nos permite experimentar, por un momento, lo que sea que pueda estar más allá de nuestra materialidad.
En otras palabras, que sólo aquello que somos capaces de disfrutar por el simple hecho de experimentarlo nos revela lo mejor de nosotros, lo más noble de nosotros y, en última instancia, lo que nos hace quienes somos. La actividad en la que nos sentimos libres como en ningún otro lugar. La actividad que nos permite encontrarnos en su ejecución. La actividad que nos permite realizarnos en su fruición.
Aristóteles también dirá en su Ética Nicomaquea que la felicidad es un fin en sí mismo, un fin en sí mismo coordinado por la “función/actividad propia del hombre” (ἔργον), para la cual sólo esbozará una críptica definición diciendo “es una actividad del alma según la razón, o que implica la razón”.
Por lo tanto, lo que hoy entendemos por una pasión no es otra cosa que aquello que estamos dispuestos a perseguir al margen de los bienes asibles que nos procure. Aquello que nos conecta con algo parecido a la Sabiduría, aquello que nos conecta con algo parecido a la felicidad. Aquello que nos lleva a “la zona”.
A la zona donde el plano hipotético de las almas en su más puro estado entra en contacto con un alma instanciada en esta carne y estos huesos. A la zona donde, más allá de debatir, comprender e indagar en la naturaleza de nuestra existencia humana, somos capaces de experimentar nuestra alma en su más elevado y trascendental estado. La zona que sólo algunas veces me procura, en lo personal, la filosofía.
Pero ahí no acaban las preguntas ni el relato ni la propuesta inocente pero honda de Soul. Porque ahí nace el siguiente paso, la siguiente pregunta, la siguiente propuesta: ¿y si volcamos la pasión a nuestras vidas comunes y corrientes? ¿ y si convertimos a nuestro día a día en “la zona” que nos permita experimentar nuestra propia alma? Qué tal si un día, para variar un poco, dejamos de perseguir pasiones específicas y nos apasionamos por lo que estamos siendo. Por el modo en que fluimos en este mundo. Qué tal si un día convertimos a nuestras vidas en un fin en sí mismo.
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