El calvario de los indígenas
¬ Mauro Benites G. jueves 12, Nov 2020Municiones
Mauro Benites G.
Estimado lector sirva esta nota, para mi reconocimiento a nuestros indígenas. El indio es, desde luego, muy distinto de nosotros los mestizos y mucho más de los criollos. Negar que haya razas es ingenuo, como es criminal decir y hacer como si una raza fuera superior a otra. Los indios de México, de América mal llamada latina, son una raza terrible de terrible historia, de terribles, atroces sufrimientos. El trauma bestial de la Conquista los destroza material y espiritualmente al grado de los sobrevivientes, que fueron pocos en relación con la densidad de la población antes de la gran chiripada de Cristóbal Colón, no encuentran más salida que el alcohol para aturdir su aturdimiento, para dejar de pensar en el fracaso total de sus dioses, para tratar de entender, sin lograrlo nunca, en general, en lo colectivo, el mundo que los aplastó, el Dios que venció a sus dioses, la técnica que machacó a sus mejores guerreros. No hallan otro recurso que el disimulo, “la barba sobre el hombro” como decía el cronista Bernal Díaz del Castillo.
A todo esto, hay que agregar las especialísimas características de la Conquista y luego la catequización, la colonización y la dominación de España, un país extraño, maravilloso y sórdido, bello y horrible, generoso hasta el heroísmo, hasta la santidad, y miserable hasta la locura. Fanático religioso, con imbéciles reyes fanáticos religiosos, con inquisidores locos de sangre y de muerte. Un imperio le cae del cielo, quizá del infierno, a un país feudal, sin burguesía. La contradicción es tan grande que, si América hunde a España con sus riquezas, la mayor de las paradojas históricas, España destruye a los indios, porque los indios que no mueren del cuerpo que ésos, los asesinados, fueron los afortunados, enferman del alma, enfermedad que resulta perenne e incurable.
La contradicción histórica que ha sido siempre España manifiesta brutalmente en la diferencia que existe entre Hernán Cortés, genio político y militar, hombre cruel, como todo guerrero, pero después de Napoleón quizá el más grande capitán que ha dado la historia, superior a Alejandro por su genio político y a cualquier virrey o cualquier oidor de los que envió España después. La contradicción es tan enorme como la diferencia que hay entre Fray Motolinia y cualquier arzobispo de más tarde. Este contraste es espeluznante: los primeros misioneros fueron santos. El clero de más tarde el cáncer nacional, aun antes de existir nación. Esta es posiblemente la más profunda razón de la indudable decadencia, de la innegable degeneración del indígena americano: la degeneración del amo. Ser vencido por Cortés es terrible, pero honroso, en tanto que ser esclavizado y explotado por un “gachupín” cualquiera es más que horrible, es un tormento que tiene mucho de ridículo. Ver sustituidos los horribles sacerdotes sanguinarios por los santos misioneros tiene que haber sido una conmoción brutal, un choque de tal modo destructor de la psiquis que apenas puede uno imaginarlo. Pero después explotado y dizque catequizado por curas panzones repletos de chocolate y de lascivia, de “sobrinas” y de dinero sacado del sudor y de la sangre, es algo que no me atrevo a tratar de explicar. Entonces el indio bebe, y como el español encuentra que el indio borracho le conviene más porque es más animal y de animal lo usa, que el indio sobrio, el círculo fatal se cierra. Pero el indio, como todo ser humano, guarda la mágica almendra, la semilla divina. La guarda, y si las circunstancias lo ayudan es capaz de ser Benito Juárez, Ignacio Ramírez, Ignacio Altamirano, que con estos tres hombres tengo de sobra para demostrar lo que digo. Para encontrar al hombre, distinto a nosotros, sin duda, pero hombre cabal, que se refugia tras la máscara de cada indio.