Un minuto de silencio
Armando Ríos Ruiz miércoles 19, Ago 2020Perfil de México
Armando Ríos Ruiz
Nuestra raza de bronce, la inquebrantable, la milenaria orgullosa, bendición de nuestra historia, más fuerte que cualquiera otra del planeta, se dobló bajo el peso de un germen invisible, diminuto pero devastador, que se atrevió a hollar su suelo. Exaltar las virtudes de nuestra gente no sirvió de nada. Sucumbió ante el ataque del virus malicioso.
Hace apenas unos meses, nuestro mandatario recomendó no hacer caso a las advertencias de peligro. Salir de nuestras casas, visitar restaurantes y gastar en otros lugares. El mal no lo era. No debíamos espantarnos ni adelantar vísperas. Nuestra cultura centenaria es demasiado resistente y pasaría por encima del problema, blindada y con honores.
Era la primera fase y pasaríamos con gloria la prueba. El científico mandatario, sólo comparable con Hermes Trismegisto, el legendario tres veces maestro, tres veces sacerdote, tres veces todo, lo decía con aplomo, con certeza. No habría consecuencias para una raza capaz de resistir las más grandes calamidades, por su fortaleza.
El Presidente estaría atento para decirnos a partir de cuándo deberíamos comenzar a observar las normas de higiene y seguridad contra la pandemia, recomendadas por los organismos internacionales de salud. No antes. El pulso del mal estaba en sus manos. No había nada qué temer. Estábamos a salvo bajo su cuidado, bajo su vigilancia celosa y esmerada.
La realidad desdibujó las sugerencias. Los amuletos y los retratos de santos no sirvieron. El virus continuó su camino de destrucción y muerte y se posesionó de nuestro país. La fortaleza de la raza se tambaleó y sucumbió a la fuerza destructora. Nos dijeron casi cada día, que el asunto ya había llegado a su fin y es el momento que no lo vemos.
Eran días clave para decidir el destino de México. Las medidas fueron desastrosas y hoy padecemos las consecuencias. Tal vez un día, la justicia coloque en el lugar que corresponde a quienes llevaron a los mexicanos rumbo a la muerte. Las medidas adoptadas resultaron genocidas. Eso debe pagarse.
Para complicar la de por sí crítica situación, encomendó a un subsecretario de Salud encargarse de informar en conferencias nocturnas, el comportamiento de la pandemia. Se equivocó. No tuvo cuidado de encomendar la tarea a un verdadero conocedor. Se conformó con un comparsa dispuesto a darle gusto, no a orientar a la raza de bronce.
Ahora, después de los primeros 50 mil muertos, cifra lejana de alcanzarse, pero no tan lejana, ya lo vimos, pide un minuto de silencio como homenaje por su estructura no tan fuerte. Endeble, como la de cualquiera otra especie de seres humanos. La sangre de nuestros antepasados no emergió protectora.
El minuto de silencio se convirtió en un mes, porque los 50 mil fueron rebasados inmediatamente y los decesos no paran. El medicamento milagroso no llegará a tiempo, para evitar que México se encarame por encima de Estados Unidos y Brasil, en esa macabra competencia de asesinados por el germen.
Cuando ocupamos el séptimo lugar, hubo quien dijera que hasta ahí llegaríamos. Pero no contaban con el esfuerzo de nuestros gobernantes, de adelantar como siempre, en los desatinos y buscar poner el ejemplo. Ya estamos cerca. Como a este país nadie lo cuida, pediremos entonces que Dios se encargue de hacerlo. No tenemos otra opción.
Otra estrategia de ayuda, es la de haber aprendido a cuidarnos solos, sin escuela, sin guía, sino por el miedo a convertirnos en víctimas. El gobernante no puede presumir de que, gracias a su preocupación, hemos superado los efectos del mal que acecha a todas horas y en todos los lugares. Nadie quiere que le dediquen ni un mes, ni un minuto, ni un segundo de silencio.
La realidad: los mexicanos no debemos nada a nuestras autoridades.