Sueños de libertad
¬ Sócrates A. Campos Lemus miércoles 22, Jul 2020¡Que conste,.. son reflexiones!
Sócrates A. Campos Lemus
Los caminos de sierra siempre nos parecen iguales, muchas curvas, pocos tramos rectos, árboles a los lados, casas pintadas de aquí y allá, parecieran cercanas, pero son lejanas las unas de las otras, aunque las almas y los corazones de la gentes siempre andan juntos y amorosos, todos se tratan con respeto, no se observan, se acarician con las miradas, de pronto, antes de que la neblina se pierda de las calles y abandone las casas, comienzan a verse los humitos de los hornillos de la leña, se olisquea el aroma del café, se escuchan las palmadas para hacer las tortillas y los cantos de los gallos suben como queriendo pelear, los perros ladran porque sí, como siguiendo fantasmas, como dejando que las gentes sepan que ahí están vigilantes y son parte de las familias, los chiquitines gritan y se hablan con risotadas y eso alegra esos rumbos donde las sombras nos hacen pensar en los espíritus, los nahuales, los tonales, las historias de los espantados y los aparecidos y desaparecidos, los que están ahí clavando la mirada en el piso o en la nada.
Pequeñas gotas de lluvia siguen cayendo de las hojas y cuando el viento sacude como que caen lloviznas que mojan y alegran a los que pasean con su humedad, el agua es vida y todos lo saben, el Sol reseca y fortalece, calienta y hace crecer las milpas, pero siempre que exista el agua, la bendita agua, la que es como su sangre en las plantas y uno ve crecer las milpas y a su lado las plantas de miltomate, los chiles, los ejotes, los frijoles, los quelites, los chayotes, las calabazas, el alfalfa y ahí se toman los chapulines de sorpresa y se llevan al canasto y a la lumbre que mantiene el agua hirviendo y se cocinan y van gustando en los tacos de frijoles o en los de huevo o los que solamente tienen chapulines con sal y salsa y algunos dicen que es la rutina, que todo cansa, que todo es lo mismo, que nada sucede mejor a lo que hay ni peor de lo que viene, y eso no es cierto, los pueblos, todos, tienen su ritmo, el ritmo de la vida y el ritmo de la muerte, el ritmo de la lluvia y la del silencio o la de la fiesta y los cohetones y los cantos y las bodas y las fiestas patronales, son ritos a cumplir, como cuando uno se levanta y cumple el rito del nuevo día y da gracias por lo que tenemos y esperamos que nos iluminen para que lo que hagamos sean cosas buenas y nos den algo de alegría y si no, si no nos dan alegrías cuando menos que no nos brinden penas, y eso es el cambio de todos los días, no es el esperar, es el de tener la esperanza de algo mejor, al paso del tiempo. Y eso, no es igual.
Los tatas solamente dan gracias a todo, como que rezan y se ven con ojos penetrantes del que lo conoce todo, no hablan por las mañanas, algunos mejor caminan a las capillas o al monte y piensan en el otro mundo y en el que han vivido, dan gracias por todo lo que tuvieron aunque aparentemente ya no tengan nada más que los huesos pegados a la piel marchita y el jorongo de siempre, total, su esperanza es otra, la de tener la buena muerte, la de irse sin dolor ni sufrimiento, sin gritos, calladitos, como se fue doña Inés la buena bruja, la curandera que todo lo resolvía con risotadas y rezos, con boca de dientes rotos y rostro alegre pidiendo a las plantitas que nos hiciera el milagrito y que curara, cuando ya no había mucho que hacer, pues entonces se metía al monte, como que se perdía entre los árboles y buscaba pequeños brotes de hongos, solamente ella sabía de cuáles y como cuáles, eran de pares y para cada gente eran distintos y de diferentes zonas y días y horarios, les pedía permiso y les rogaba que le ayudaran los espíritus del monte, y entonces le llevaban al enfermito, y ella, amorosamente, le comenzaba a rezar y pasar la vela de cebo primero y la de cera después por la cabeza y el cuerpo y le lavaba con agua de manantial por donde le pasara el huevo y las rameadas de muchas flores y hiervas, y casi al cerrar el día le pedía que le trajeran unas bebidas de plantas y las daba a tomar al enfermito y le cantaba con una vocecita cantarina y con letras que nadie entendía, y así le daba por parejas los hongos al enfermito y lo dejaba estar con su alma, solo con su alma, como confesándose y a veces comenzaban a reír o llamar a su mamá o a su papá o a su perro o a su burro o sólo lloraba y sollozaban, suspiraban, las lágrimas que no fluían salieron como del corazón, los gestos tomaron nombres y alegrías o tristezas y llantos y algunos se revolcaban y otros nomás se acurrucan y risa y risa cuando otros vomitan o gritan, y así pasan las horas entre la noche que entra y la mañana que aflora y salen los males y se purifican los corazones porque lo que está atorado sale porque sale y la gente se siente más libre, dejar las penas y los remordimientos los hace libres para tener un buen morir, ya tuvieron como sea su vivir, pero el buen morir el de lo mejor, sin culpas ni penas, ni recuerdos malos y espantosos que desvíen el camino de los muertos, se van bien, mejor que cuando los parieron, sin dolor y sin llantos, solamente hacen su último suspiro el que deja el alma, el que se va como espíritu por todos los lados que el muertito quiere, y entonces, llega la neblina y esto hace que muchos se sientan muy tristes porque ya no lo verán más, solamente los recuerdos y poco a poco se van perdiendo entre las charlas y palabras y a los años, si hay fotografías a lo mejor alguien se acuerda de algo porque la fotografía se pone café y pierde los rasgos y como que también el espíritu se va porque se niega a estar pintado en un pedazo de papel, quiere que se olviden, porque el olvido también les da libertad a los muertos.
Ay mamá Inés, cada vez que escucho la canción me recuerdo de ella, como que se pegó a la letra y a los recuerdos y el corazón. Hace días llegué al mercado de La Merced que era donde a ella también le gustaba comer empanadas o tacos de barbacoa y el chocolate de agua y el pan de yema y recordaba el cómo, un buen día, estando en alguno de los puestos, ella se me quedó mirando y sonreía, su cara no estaba tan arrugada entonces y su cuerpo vestía un vestido bordado que después supe que por ella, y me miró y miró y antes de nada ya estaba a su lado y me dijo que debía tomar honguitos para sacar al chamuco que traía, el dolor, el resentimiento, la vida en la cárcel, el dolor de nuestros muertos y sin más, me fui con ella al monte y en una choza me curó con una tomada y me sentí liberado, ligero, como niebla, como rayo y centella, como mariposa, y entonces, por vez primera, después de muchas lágrimas sonreía y pude sentir el agua de lluvia y el calor de Sol y le di las gracias con un gran beso en la frente y le dejé una medalla de oro que traía y que ella llevó colgada al cuello hasta que murió.