Giancaldo
Opinión miércoles 22, Jul 2020Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- Nuovo Cinema Paradiso es una cinta entrañable por muchísimas razones, admirable por sus lúcidos recursos visuales e histórica por el lugar que ocupará en la carrera del recién fallecido Ennio Morricone
Existen al menos tres versiones de la película emblema de Giussepe Tornatore, Nuovo Cinema Paradiso. La versión originalmente publicada en Italia, una versión recortada que llegaría inicialmente a los cines alrededor del mundo y, eventualmente, una edición del director que se encargó de atar uno de los cabos sueltos dejados por la versión estándar de la galardonada obra. En todas ellas el punto central del film es el amor al arte.
La cinta se convirtió, en 1988, en el regreso del cine italiano a la consideración de la crítica especializada internacional y en la condición de posibilidad de posteriores éxitos rotundos como la afamada La Vida Es Bella. Tornatore devolvió al cine italiano un camino a la ensoñación y la cálida fantasía con algo del ojo frío y franco del espíritu realista del cine italiano.
Una expresión pulcra y prístina de amor infantil, juvenil y vital por el cine que, no obstante, se rodea de un entorno duro, crudo y desesperanzador: la vida en medio de un pequeño pueblo sicialino después de la Segunda Guerra Mundial. Y, en el caso particular, acentuado aún más por la horfandad paterna, la pobreza y la angustia incomprendida. Acentuado por el talento pulsante nacido en tierra seca.
Así se nos presenta la historia de Salvatore “Totó” y su inocente e innato amor por el cine. Su curiosidad viva e inquieta y su astucia e ingenua perspicacia para pasar la mayoría de su tiempo rodeado de celuloide, de la brillante luz de las pantallas y, por supuesto, para aprender todo lo posible de este nuevo mundo creado por las cámaras y la narrativa desde los ojos de Alfredo, el operador del proyector de cine del pueblo, el Cinema Paradiso.
La cinta de Tornatore es un trabajo lleno de corazón coronado por una escena que se convertiría en un claro referente para todos aquellos amantes del cine: el montaje de los besos. Es, sin más, una expresión hilada, neutra y patente de amor al arte.
Una historia del primer amor cuando éste no se dirije sólo a una persona, sino cuando encuentra su fértil formación en el seno de una inquietud contemplativa y expresiva. En una vida mediada por un lenguaje técnico que se asimila como amor propio, como memoria propia y como día a día. Películas convertidas en recuerdos, en lecciones y en refranes. En consejeras, en sabidurías y en salvadoras de vida.
Los análisis dedicados a este film suelen, con justa razón, centrarse en dicho punto: su palpitante corazón que se confiesa absorbido por el amor a las películas. A todo lo que las rodea. A lo que delata un pequeño cine sobre un pequeño pueblo. A su furor, a su transformación (desde su inocente apogeo hasta su concupiscente decadencia), a su función social y moral dentro de una comunidad y, finalmente, a su erección simbólica como la casa de la vida creativa, de la espontaneidad y las experiencias estéticas compartidas nubladas y derrumbadas por la urgencia de la saciedad monetaria.
Sin embargo, en mi opinión hay una línea paralela sobre este discurso en favor del amor al arte que puede quedar un tanto obviada cuando se resaltan estos mencionados aspectos. Me refiero al discurso sobre el sacrificio y el saber dejar atrás que nos construye esta historia. La reflexión sobre el abandono, la soledad y el mirar al frente que nos lega el emotivo trabajo de Tornatore.
Sí, el punto final de esta historia en sus tres versiones está dado por un bello homenaje al séptimo arte, cargado de amor y de la simbólica superación de una censura que destinaba a Salvatore a nunca ser capaz de conocer los clímax estéticos de la pantalla grande. Sí, la película de Tornatore es una historia del primer amor insuperable. El primer reconocimiento de la identidad que regala el ser absorbido por algo otro; en el caso de Totó, por el cine.
Pero hay una implicación irrenunciable para este amor, una necesidad exigida y enfatizada incluso en la versión del director: la necesidad del sacrificio. La necesidad de no voltear atrás, en el caso de Salvatore, para poder vivir el más puro amor de su vida. Aún cuando ello contragera una trunca realización de su primer interés romántico.
Ese, para mí, resulta el punto más valioso de la historia de Salvatore. El mensaje completo que codifican sus detalles y sus leves acentos: la lección de que un amor no se vive de verdad sin compromiso. Sin sacrificar y sin aprender a dejar atrás. Sin cerrar los ojos y aventarse al vacío metafórico de lo desconocido para encontrar, con suerte, del otro lado un amor irrenunciable. El encuentro efectivo entre un alma y su vocación.
Nuovo Cinema Paradiso es una cinta entrañable por muchísimas razones, admirable por sus lúcidos recursos visuales e histórica por el lugar que ocupara en la carrera del recién fallecido Ennio Morricone. Histórica, también, por sus múltiples reconocimientos y por el modo en que marcó la pauta del preciado cine italiano de los años 90s.
Pero, personalmente, me resulta mucho más significativa por la cruda y portentosa paradoja que nos expresa: que el amor más puro y sincero no se materializa sin sacrificios, no se materializa sin costarle tiempo y espacio a las relaciones personales, sin costarle espacio y tiempo a las relaciones familiares, sin costarle cotidianeidad a nuestro propio pasado.
La trágica duda que aqueja a todo aquél que ame un arte o una humanidad. La dolorosa sospecha de que cada paso hacia nuestra más íntima pasión es un paso más lejos de nuestro día a día, de una comunicación garantizada y de un equilibrio confortable con nuestro pasado. La duda de que cada paso en favor del amor al arte sea un paso más lejos de la capacidad de compartirlo.
Twitter: @FilosMillennial
Facebook: Filosofía Millennial