Hårga
Espectáculos miércoles 22, Abr 2020Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “Midsommar funciona para nosotros desde el temor a lo totalmente ajeno. Temor a lo que nos confunde y ante lo que no sabemos cómo protegernos”
Desde hace algunas semanas me había estado preparando para ver Midsommar de Ari Aster en el on demand cuando, de pronto, la vi aparecer en el catálogo de Amazon Prime Video. La afortunada coincidencia me hizo no postergar más mi inquietud y entrar de lleno en esta experiencia de horror vespertino, a plena luz del sol y que no precisa de gritos y saltos abruptos para inspirar una auténtica sensación de displacer e incomodidad terroríficas.
Eso sí, cabe advertir, una cinta no apta para quienes no soportan imágenes violentas explícitas pues acá vemos, con la mejor de las estéticas y con una visión artística profunda y sensible, un par de imágenes memorables y difíciles de digerir para algunos gustos más sensibles e impresionables. Quizá pueda decirse, nada que exceda los estándares de directores como Quentin Tarantino aunque, eso sí, con propósitos cinematográficos muy distintos.
Hecha esta introducción, entonces, partamos desde el argumento de la cinta. Inspirada en la celebración homónima del solsticio veraniego de la cultura sueca y otras culturas nórdicas europeas, Midsommar sigue el viaje de Dani Ardor, su novio y sus amigos a una remota, pequeña y muy reservada comunidad llamada Hårga en Hälsinglad, Suecia. El contacto entre estos jóvenes comunes y corrientes y aquella comunidad pronto verá a los extranjeros involucrarse en los impresionantes y ancestrales rituales de lo que paulatinamente se revelará como un amenazador culto pagano que precisará de ellos con o sin su consentimiento.
En el centro de dicho contacto se encuentra el drama personal de Dani quien recientemente ha perdido a su familia entera de manera trágica y que sólo puede refugiarse en su novio, Christian Hughes, con quien sostiene una desgastada, tensa y conformista relación que encuentra en esta situación las razones para exhibir sus verdaderos límites.
En lo cinematográfico, la película es sensacional. Con un lenguaje visual bien marcado y que logra tensar de maneras sutiles pero claras espacios plenamente abiertos, es una muestra estética de Aster que resulta contemplativa, sensible, atenta, comunicativa y, sobre todo, en contrasentido de lo que normalmente podría esperarse de una película de terror, dominada por los espacios abiertos y por la luz.
En lo narrativo, la cinta es folklórica hasta los huesos, con un atento detalle y rescate de la festividad sueca que transfigura los motivos alegres y de fertilidad de la misma en el mundo real a través de un sofocante proceso de autodescubrimiento mediado por el luto, la soledad, la confusión, lo ajeno, lo ritualístico, lo religioso y, de manera más destacada, lo explícito. Lo explícito de la sexualidad, lo explícito de la descomposición del cuerpo, lo explícito de sus escenas y lo explícito de sus tributos folklóricos que, aún ahí en las imágenes fuertes, recogen algo de la historia nórdica y de las iconografías que la han conformado.
Las principales lecturas provistas por críticos y analistas han visto en el film una metáfora sobre el despertar espiritual y la autoafirmación femenina así como una deconstrucción terrorífica de los rituales frente a la cultura contemporánea tan absorta en su individualidad y su constante atención a “lo próximo”, a “lo siguiente”, “al cambio que viene”. A mi parecer, dicha descripción general de la película circunda las pistas adecuadas para comprender sus rumbos, sin embargo, no es plenamente aplicable para territorios tan volcados a sus rituales como lo son los latinoamericanos ni da cuenta de una de las exposiciones tangenciales que nos hace esta cinta: el terror que nace cuando la empatía ahoga.
Respecto al primer señalamiento, es claro que Midsommar nos propone una visión terrorífica de los sistemas de creencias de los que no conocemos nada y en los que, incidentalmente, nos convertimos en actores centrales. Pues, claro, para cualquiera resultaría aterrador formar parte de una comunidad con la que no se comparte lengua y que, además, parece estar volcada a prácticas peligrosas, mortales o simplemente aberrantes desde nuestro punto de vista.
Sin embargo, para mí, este estímulo resulta efectivo sólo desde una óptica que no está acostumbrada a la variabilidad de esas expresiones folklóricas. Cuestión que, afortunadamente, no es el caso para países donde vemos a la vuelta de la esquina convicciones religiosas volcadas a figuras de un espectro tan amplio que abarca desde la divinización de la Muerte hasta la divinización de nuestros futbolistas.
Así pues, para nosotros latinoamericanos, el terror de Midsommar no está tan especialmente marcada por su condición ritualística folklórica aparentemente incomprensible como por su atinado desarrollo que nos inserta en una comunidad cerrada de la que no sabemos nada y de la que no sabemos qué esperar. En otras palabras, Midsommar funciona para nosotros desde el temor a lo totalmente ajeno. Temor a lo que nos confunde y ante lo que no sabemos cómo protegernos. Un temor al que, por si no fuera poco, Aster añade una capa más de terror que, me parece, ha sido ampliamente obviada por críticos y analistas: la sobreabundancia de la empatía.
En reiteradas ocasiones he usado este espacio para promover el valor que tiene la empatía como uno de los únicos canales de comunicación franca y trascendental que tenemos como humanos ya que, vista en términos puramente conceptuales, la empatía parecería absolutamente deseable y nada perniciosa. Sin embargo, como todo en esta existencia, la libertad y la definición se encuentran en la delimitación de alcances y, del mismo modo, habríamos de preguntarnos por los límites de la empatía.
Y es ahí donde encuentro especialmente sugerente el ejercicio que nos presenta Ari Aster con Midsommar pues, desde los ojos de una comunidad que se nos presenta empática en cada uno de sus pasos, nos revela el otro polo de la empatía: la disolución de la individualidad. Pero no la disolución deseable de la individualidad en la que nos reconocemos en las emociones de los demás y, por tanto, nos convertimos en los promotores de que éstas lleguen a buen puerto; sino en la disolución de la individualidad dese la apropiación comunal de las emociones.
La desfiguración de la otredad a través de la inclusión de toda la comunidad en cada uno de mis actos, cada una de mis experiencias, en cada uno de mis pensamientos y en cada uno de mis sentimientos. Ya no sólo controlando las experiencias, actos, pensamientos y sentimiento de los individuos sino absorbiéndolos como pensamientos de la comunidad, experiencias de la comunidad, acciones de la comunidad y sentimientos de la comunidad. Ahogando (por hacer una alusión específica) mi llanto en el llanto de los míos pero no para sanarme sino para cancelarme, para desdibujarme, para desaparecerme. He ahí, a mi juicio, la verdadera premisa terrorífica de Midsommar.
Empero, −como veremos− existirá siempre quien opte por la comunidad a pesar del individuo y sabemos de sobra que existen quienes optan por la individualidad sin importarles la comunidad. Pero existe una tercera vía, la más difícil de lograr y la que, creo, debería ser nuestra aspiración: el balance; el punto medio.
Ese inquietante, estimulante y prometedor lugar que seríamos capaces de alcanzar al saber ser empáticos, razonables y promotores de las libertades y felicidades ajenas sin desdibujarnos en ellas y, más importante aún, sin abrazarlas a tal grado que las ahoguemos. Ese punto medio ideal que requiere del más sincero y arduo trabajo de autoexamen y aprendizaje constantes que nos permitan comprender que no existe la empatía si sólo existe el “yo” tanto como no existe la empatía si sólo existe el “tú”. Que la empatía, si es empatía, es el canal franco, directo y siempre extensivo e intensivo que se abre entre un individuo dueño de sí mismo y una comunidad consensuada para el beneficio óptimo de cada una de sus partes integrantes.
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