4T: al borde de la sinrazón y la locura
Francisco Rodríguez lunes 10, Feb 2020Índice político
Francisco Rodríguez
Poco se sabe de las afecciones mentales de los mandatarios mexicanos. Los historiadores, normalmente escrupulosos en relatar los desvalimientos personales no ayudan mucho. Pero a base de investigar uno se entera de los casos más curiosos de los que se tiene registro: Antonio López de Santa Anna y Porfirio Díaz.
En su favor, puede decirse que los ataques mentales sufridos por ambos se registraron después de sus mejores años al frente del país… o de sus peores, según trate de ver el lector. Ninguna novela puede ganarle la partida a la historia en Latinoamérica. Los personajes han sido muy nuestros. Nadie puede inventar un protagonista más pintoresco que Santa Anna, el dictador mexicano que ocupó la Presidencia de la República 11 veces, entre 1833 y 1855, llegando a darse golpes de Estado a sí mismo. El tenorio, gallero y jugador que ganó la Guerra de los Pasteles contra Francia en 1836, pero perdió la pierna en el mismo combate.
Sumiso ante el imperio
Mandó a enterrar su extremidad inferior con pompa y Te Deum en la Catedral de México. La perdió cada vez que cayó del poder y la pierna fue arrastrada por las turbas a lo largo de las calles de la capital. Y volvió a enterrarla con los mismos honores, bajo palio, en la misma Catedral cada vez que reasumía el poder.
Entregó al invasor con infamia los territorios de Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona, Nevada, partes de Utah y Oregón y toda la California en los convenios de conquista con los Estados Unidos y, a cambio, introdujo en la Unión Norteamericana la goma de mascar producida en sus haciendas veracruzanas.
Que, perdonado al fin por Lerdo de Tejada , terminó su vida como miserable cojitranco, pensionado por el gobierno liberal en San Agustín de las Cuevas, hoy Tlalpan, donde su esposa, una morocha porteña, Dolores Tosta, Flor de México, empleaba los dineros de la pensión para contratar mendigos que hicieran antesala y llamaran al pobre viejo, señor Presidente.
Obsesionado por el poder perdido, en sus momentos de locura, dictaba a su secretario de turno habilitado para girar instrucciones fantasiosas desde ahí a quien se necesitara y pudiera resolver los casos que le planteaban los mendigos. Así vivió sus últimos años, pero después de haber sido el más poderoso de la comarca.
Ocurrencias del dictador
En el caso del dictador Porfirio Díaz, llegó a contar Justo Sierra, el Maestro de América, que en sus momentos de fanfarrón, dueño del poder de matar absoluto, comentaba a sus amigos: «me duelen Zacatecas, Veracruz, Nuevo León, Querétaro… y al mismo tiempo se tocaba diversas partes adoloridas del cuerpo».
En realidad le aquejaban las dolencias del clásico octogenario, el nervio ciático, reumas intermitentes y los saldos de añejas enfermedades no atendidas a tiempo ni con los consabidos permanganatos, a partir de sus andanzas soldadescas y de la fajina. Fue un bravo guerrero por las causas juaristas.
El círculo íntimo del dictador festejaba las ocurrencias, con las que daba salida a los eternos problemas de gobierno, en un país violentado y sometido a base de bayoneta calada y fuego permanente, obediencia lacayuna de los contrarios a las masacres para los soliviantados. Fuera de ahí, cárcel y hambre para la inmensa mayoría.
Las dolencias y la absoluta seguridad de que sin su protección el pueblo quedaría huérfano de orden y progreso son peculiarmente los síntomas de todos los dictadores y de los embriones de autócratas que han desfilado por este país…
… y de otros, como Francisco Franco en España, que sobando en su buró el brazo incorrupto de Santa Teresa, que conservaba en alcohol, juraba no abandonar a los pobres y aguantadores gachupines hasta acabar con todo vestigio de protesta…y de sus dolencias.
¿Solicitar su renuncia?
Los hombres de poder generalmente han sido cuerdos durante su etapa de mayor gloria. Pero cuando se ven confinados por la terca realidad echan mano de infinidad de tribulaciones, ocurrencias y pendencias que tienen al pueblo siempre en vilo. A menor gloria, mayor enfermedad mental, parece ser la constante que se obtiene. Tirarse al piso, llamar la atención, ser histéricos.
México es tierra de caciques, de brazos fuertes y de dictadores icónicos. Pero nunca se había dado el caso de que, a pocos meses de tomar el poder por la vía del voto, alguien, poseído por ideas de encargos totalitarios, producidos por unos cuantos millones de sufragios más, se hubiera deschavetado integral y lastimosamente a los ojos de los ciudadanos, de sus empleados fieles y de su propia familia.
El asunto actual, por eso, es realmente preocupante. Haber llegado al poder después de un periplo de dieciocho años, sufriendo toda clase de adversidades en el camino, para agacharse y tener que aceptar un reclame del tamaño que se vive, en demandas políticas que incluso hablan de solicitar la renuncia por incapacidad de sus facultades mentales.
La marcha del 24F
Y es que el asunto es demasiado serio. Las marchas que se programan en todas las capitales de las entidades federativas y en la capital para el próximo 24 de febrero tienen la simpatía de muchísima gente que normalmente no se había metido en las profundidades políticas. Pero al parecer vienen con todo.
No faltará sector perjudicado por la incertidumbre creada desde Palacio que impulse un apoyo inusual a la petición ciudadana. Pero es que el caso del Caudillo ha dejado de ser de índole personal, para pasar a ser la mayor preocupación de los habitantes de México. Nadie se explica a qué se debe el súbito cambio de talante y personaje, a no ser que la razón sea de mucha enjundia.
Parece ser que la marcha principal, la que se desarrollará en la capital nacional, tiene toda la intención de llegar al Zócalo, plantarse indefinidamente, noche y día, para esperar la respuesta anhelada: la renuncia a la Presidencia de la República. Si no campea la razón, este evento puede ser presagio de más males y de represiones “gorilescas” para el país.
La “chuleta” de los cuatroteros
Se da por descontado que los amlovers que rodean cada evento del Caudillo de la Cuarta Transformación, no se quedarán de brazos cruzados, y defenderán la plaza a pela vaca. Los enfrentamientos pueden ser sangrientos, pues los demandantes están absolutamente convencidos de luchar por el bienestar y la tranquilidad del país. Los amlovers, por su chuleta de sexenio asegurado.
Demasiado dinero del presupuesto ha costado equipar a los miembros filo fascistas de los grupos emergidos de los programas sociales, los cuatroteros. Demasiada responsabilidad se está descargando sobre sus hombros para ser los guardianes de la virginidad del Zócalo capitalino, tal parece mandado a hacer para el lucimiento del Gurú de la Cuatroté.
Pero el grito principal parece ser: “¡Fuera incompetentes, incapaces, lunáticos, farsantes y aprendices de dictador! La historia ya los rebasó y es necesario dar mayor certeza a la vida pública. No quedar en las manos de cualquier chiquilicuatre.
Ni Santa Annas ni Porfirios Díaz
Nadie sabe cuál pueda ser el desenlace. Pero de algo si estamos seguros todos: el pueblo de México ha despertado del letargo y la abstención política, para meterse de lleno como protagonista de los nuevos tiempos.
Lo que sea que esto pueda significar para el futuro de la Nación.
No queremos ni Santa Annas ni Porfirios Díaz. ¿No cree usted?
Índice Flamígero: En un artículo publicado en el 2009 en la revista Brain, junto a Jonathan Davidson, profesor del departamento de Psiquiatría y de las Ciencias del Comportamiento en la Duke University, en Dirham (EE.UU.), David Owen, médico, que fue en los años setenta ministro de Exteriores del Reino Unido, llegó a la conclusión de que la mitad de los presidentes estadounidenses entre 1776 y 1974 ha padecido trastornos psiquiátricos. Los más comunes: depresión, ansiedad, trastorno bipolar y dependencia del alcohol. En uno de cada tres casos, estos problemas “fueron evidentes a lo largo del ejercicio de su mandato”. Algún ejemplo: Theodore Roosevelt (trastorno bipolar), Wilson y Hoover (trastorno depresivo grave), Nixon (abuso de alcohol). Y ahora Trump, listo para el manicomio. Aquí y ahora no cantamos mal las rancheras. ¿O no?
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