Regla #7
Opinión miércoles 30, Oct 2019Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “Double Tap” resultó ser una excelente segunda parte, tan buena como su precuela. Cierto, no se trata de cine de arte, ni cine de alta gama o propuesta discursiva o narrativa, pero, aun así, es una efectiva inversión de tiempo
Disfrutar del humor negro en esta época parecería un acto de irreverencia o rebeldía frente a la corrección política que muchas veces domina las discusiones sociales, políticas y culturales. Lo cierto es que, tomado a la ligera, se convierte en una inofensiva, apática y desconsiderada manera de filtrar la realidad en un desesperado alarido de autoafirmación. De ahí que encontrar la medida correcta para generar risa a partir de situaciones que en otro contexto suscitarían terror, lástima, dolor, compasión o emociones similares no resulta nada sencillo.
Claro, como he escrito antes y siguiendo al filósofo francés Henri Bergson, no existe la comicidad fuera de lo humano (con lo que las situaciones solemnes pueden ser también ocasiones de comedia) además de que la risa depende de tener una distancia emocional frente aquello de lo que nos reímos (pues, es casi imposible tomar como gracioso algo que nos afecta directamente o que apela a nuestra emotividad, psicología o historia personal); sin embargo, esto no quiere decir que en automático cualquier pretensión de humor negro de hecho lo sea.
La medida, como en muchos casos, es una cuestión de pericia, de ejercicio constante, de encontrar los canales adecuados para transmitir una observación cómica y, finalmente, de creencias, contextos, cosmovisiones y un larguísimo etcétera que adelanta una única conclusión clara en este fenómeno humano: si bien la risa es un respiro no empático de nuestra mente, la risa no puede ni debe sobreponerse o anular al llamado empático que constituyen los demás seres humanos.
Dicho esto, Zombieland resultó en 2009 una excelente muestra de que un buen humor negro, inteligente, astuto, sarcástico y que realmente produce reflexiones y risas era posible. Por ello, el anuncio de una secuela, Zombieland: Double Tap, aún con Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Emma Stone y Abigail Breslin, parecía una decisión arriesgada, precipitada y, francamente innecesaria, pues, como suelen decir los anglosajones, “si algo no está roto no lo repares”.
Para mi sorpresa Double Tap resultó ser una excelente segunda parte, tan buena como su precuela. Cierto, no se trata de cine de arte, ni cine de alta gama o propuesta discursiva o narrativa, pero, aun así, es una efectiva inversión de tiempo: divertida, graciosa, con acción, efectos, ingeniosas secuencias de combate, acidez, sarcasmo y, por supuesto, el particular estilo de retratar la violenta guerra entre zombis y los pocos humanos sobrevivientes que le valen una clasificación C en las salas de cine.
Uno de los recursos más atractivos de la franquicia para quienes nos hemos enganchado a ella es la frialdad cínica (y cómica) con que retrata un escenario apocalíptico y en extremo hostil a través de los ojos de Columbus, uno de sus protagonistas, que no es otra cosa que un temeroso nerd obsesivo que debe enfrentarse a un escenario de matar o morir. Situación en la que las reglas que se inventa para sobrevivir en dicho escenario se presentan como las más absurdas preocupaciones que, no obstante, prueban ser muy efectivas.
Así, aparecen a lo largo de estas películas reglas como “Cardio (mantener la condición física)”, “Cuidado con los baños”, “No seas aprensivo”, “Usa tus pies”, “Usa tus pulgares”, “Carga siempre con un cambio de ropa interior”, “No seas un héroe” y muchas, muchas más. Todas ellas, claro está, referidas en los momentos precisos para detonar un efecto cómico, o bien, exhibir un punto de la narrativa o, incluso, enfatizar la acción que vemos en pantalla. De ellas, resalta de manera especial para mí la número siete (porque, por supuesto, están numeradas): “Viaja ligero”. Es decir, deja atrás todo aquello que pueda convertirse en una carga.
Como todas las películas de zombis, Zombieland remarca el estatus no humano de los muertos vivientes, siempre considerados como seres vivos, sí, pero peligrosos. De una calidad moral, humana y una dignidad inferior, o al menos, perniciosa para los “pocos seres realmente merecedores de sobrevivir”. Descripción que, si bien no tiene nada de novedosa, sí reafirma una de las lecturas que se le suele asignar al tópico del zombi.
En efecto, detrás de las criaturas intrigantes, terroríficas y cómicas que pueden ser estos muertos vivientes se encuentra una metáfora que enfatiza la división entre un grupo de seres humanos (porque al final es lo que eran o son los zombis) “sin alma” y otro grupo de humanos dignos de sobrevivir por encima de aquellas “bestias”.
El origen de esta analogía suele remontarse a la esclavitud en el Haití del siglo XVII y a las historias que los colonizadores británicos contaban sobre prácticas de canibalismo y brujería por parte de los autóctonos de la región que practicaban la religión vudú. Algunos la han visto como una representación de los posibles males que podrían acaecer sobre el hombre, o bien, como una representación de una rebelión de los esclavos (considerados como objetos sin un alma del mismo nivel que la de sus amos) y, más recientemente, como la representación de la “rebelión” de las oleadas de inmigrantes que se están suscitando en muchas regiones del mundo.
Visto así, engrandecer una película o serie en la que todo se trata de aniquilar zombis de maneras insensibles y despiadadas detona inmediatamente una reflexión. Reflexión que, en el caso de Zombieland, encuentra para mí dos consuelos importantes: en primer lugar, que, al tratarse de una película con miras cómicas, el compromiso no está puesto en la situación dramática que encubre su trama como en la distancia emocional y racional que nos ofrece para analizar el fondo de la cuestión y, segundo, la noción de familia sobre la que descansa el mensaje de esta película.
En cuanto al primero, todo dependerá de la disposición y el ejercicio crítico del espectador, del modo en que asimile lo que se pone en pantalla y el modo en que se interesa o no por el mundo real que lo rodea. En cuanto al segundo, hay que decir que la película defiende la idea de que el hogar (el espacio compartido por una familia) no se encuentra en un lugar en específico sino dondequiera que se encuentra el grupo de personas que comparten un modo de pensar, sentir y creer que llamamos familia.
Así, justo como los griegos antiguos (grandes defensores de la esclavitud, hay que decirlo) pensaron en su etapa postclásica que lo que los hacía helenos no era el hecho de haber nacido en Grecia sino el compartir una mitología, una cultura y un grupo de conocimientos y creencias; así, podríamos superar la idea de que nuestro hogar (nuestra patria, nuestros valores, nuestras convicciones, nuestras creencias) es un espacio físico determinado que nos pertenece sólo a nosotros y a los nuestros con la pretensión de incorporar a él nuevos modos de experimentar lo que entendemos por propio.
Tal superación, no hay que ser ingenuos, requeriría de una intención personal por compartirse y por ser escuchado y, quizá más importante aún, un esfuerzo por escuchar y dejarse tocar por aquello que hoy proclamamos como ajeno, como bestial, como rústico, como inarticulado, como vacío, como superfluo, como muerto en vida. Intención que, es verdad, no sería sencilla, no sería inmediata ni podría avanzar sin compromisos ni sacrificios pero que promete la recompensa de dejar de temerle a “lo que no es como nosotros”, a “quienes no son como nosotros”, encontrando los muchos modos en que somos la misma humanidad con los mismos procesos, los mismos errores, las mismas emociones.
Dicho de otro modo, tal superación requeriría de deshacernos de los prejuicios que nos hacen creer que los “zombis” no tienen nada que enseñarnos ni nada que decir, de deshacernos de la cómoda y apática posición de descalificar lo que no conocemos y de deshacernos de la cansada y fútil necedad de tener siempre la razón. Tal superación requeriría, pues, de deshacernos, en la mejor y más esforzada medida de nuestras posibilidades, de nuestros prejuicios. Tal superación requeriría de deshacernos de nuestras cargas y seguir la regla número siete de Columbus: viajar ligero.
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