El José José que yo pude ver en el escenario
Espectáculos martes 1, Oct 2019- Eran finales de los mágicos 80’s, cuando aún El Príncipe se presentaba en El Patio, regenteado por don Manuel Gómez, un tipo calco y alto que, desde la entrada, estaba al pendiente de su clientela
Era impresionante ver cómo sobre el escenario llovían, literal, rosas, claveles, servilletas de tela; como en un loop de aquella memorable noche en el Teatro Ferrocarrilero, José José alzaba la mano, intentaba atrapar alguna flor; se inclinaba, agradecía y, en una leve reverencia y en una tímida sonrisa, veía como decenas de personas aplaudían de pie, a gritos y silbidos, y el aplauso se prolongaba, mientras la orquesta seguía tocando los acordes finales de “El Triste”, su canción más emblemática.
Eran finales de los mágicos 80’s, cuando aún El Príncipe se presentaba en El Patio, regenteado por don Manuel Gómez, un tipo calco y alto que, desde la entrada, estaba al pendiente de su clientela.
—¡Querida Rocío, qué bien que nos acompaña esta noche! Pase, pase. ¡La mesa de la señora Dúrcal, por favor!
—Gracias, gracias.
Y ahí iba yo, trémulo, ebrio de gozo y trementina; con razones de sobra para vivir una de las más excitantes noches de toda mi vida: ver en vivo y en directo, y en mesa de pista, al gran José José, y acompañado de la inolvidable Rocío Dúrcal.
Tan memorable que, recuerdo haber invertido en un traje nuevo, en unos zapatos relucientes y en una impecable camisa blanca, porque era la época en que, de mínimo, había que ir trajeado a ver un show; o de lentejuela y canutillo, ellas, y de abrigos de piel. Y todo muy acá, muy nice.
—¡Pasen, pasen! ¿Qué les servimos?
—Whisky, y un vaso enano para ponerle un hielo.
—¿Le sirvo?
—Sí. Sólo un hielo.
Desde que la conocí, la Dúrcal bebía eso: whisky en las rocas. Y, a veces, derecho.
La recuerdo perfecto esa noche: un vestido rojo, brillante, escotado, y un abrigo de piel, “muy caro”, me dijo, y media joyería encima.
—¿Van a cenar?
—No, gracias. Ya cenamos.
Bueno, ella ya había cenado en el Maxim’s, un restaurante francés que estaba de moda, en el primer piso del hotel donde ella solía hospedarse.
“La comida de aquí es muy mala”, me dijo.
Y yo, que moría de hambre, tuve qué aguantarme sin pedir la cena de El Patio: una crema y el mismo pollo de salón de fiesta de toda la vida que, por cierto, para mí era más que suficiente.
Como buena diva, y quizá para evitar las fotos y los autógrafos, la Dúrcal y yo llegamos unos minutos antes de comenzar el show, en una mesa reservada justo al pie del escenario.
Y ahí estábamos, viendo como José José aparecía de impecable traje color hueso, con chaleco, con corbata; un reloj de miedo y unos anillos de oro y diamantes, y una cadena de oro colgando, como gritando “aquí hay varo”. Ese era su estilo, su manera de gritarle al mundo que sí, que había triunfado.
Además de la compañía y de las lecciones que me dio durante la velada, acerca del desempeño del artista sobre el escenario, recuerdo perfecto las canciones, las anécdotas, y la infinita dicha que significaba para mí, fan irredento y contumaz, de estar ahí, en primera fila, a unos metros, escuchando “Una mañana”, “Contigo, no”, “Volcán”, “Lo que no fue, no será”, “Lo pasado, pasado”, “Preso” y otras obligadas de esa noche.
Aún lo recuerdo, a casi dos horas de show, llevar al delirio a sus fans, cuando apenas arrancaban los acordes de “La nave del olvido” y llegar al paroxismo con “El Triste” que cantó, cantamos, berreamos y nos arrebatamos.
Y, así, mientras la música seguía sonando, José José se inclinaba, agradecía, y la lluvia incesante de rosas y claveles sobre el escenario, los gritos, los aplausos, los vítores infinitos hasta verlo salir por la pequeña puerta que daba al escenario.
Al final, pasamos al camerino a saludar. Era un mundo de gente, de amigos, de famosos, de políticos y de eso casi no recuerdo nada.
Sólo haber felicitado al Príncipe, al igual que los otros tantos que abarrotábamos el camerino.
—Y, ¿qué te pareció ver a José, Víctor Hugo?
—Mágico. Increíble. Asombroso. Indescriptible.
—Ya, basta, que me voy a poner celosa; espero que digas lo mismo cuando me veas a mi cantar.
Salimos de ahí, en un taxi que era de plena confianza para la Dúrcal y que contrataba siempre que estaba en la Ciudad de México, y fuimos a dejarla al hotel donde se hospedaba.
—¿Un whisky más?
—Bueno.
Debo haber llegado a mi casa ya en plena mañana y, ese mismo día, me fui a escribir mi crónica de una noche única e irrepetible.
Al tiempo, José José comenzó a tener problemas personales, la recaída en el alcoholismo y todo lo que desembocó su tropiezo, del que ya he contado aquí, y comenzó a agravarse la pérdida de voz y nunca, nunca más volvió a cantar tan divinamente como aquellas noches.
Hoy, me consuela decir que pude ver y escuchar a un artista que admiro y admiraré siempre. Y eso, nadie me lo quita.
Han pasado 30 años de esa noche y, créanme, aún me siento privilegiado de haberla vivido.