Pikachu de la vida real
Opinión miércoles 15, May 2019Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- En “Detective Pikachu”, Tim, indagando en cómo es posible que él sea el único que entiende las palabras de Pikachu, le pregunta al personaje amarillo si los Pokémon entienden a los humanos. Pikachu responde: “no entendemos sus palabras pero sabemos lo que sienten”. Y ahí vino de golpe un descubrimiento de Perogrullo: los Pokémon de la vida real son los demás seres vivos con los que coexistimos como animales
Todos los que alguna vez jugamos alguna de las versiones de Gameboy de Pokémon soñamos despiertos con la posibilidad de monstruos fantásticos como esos, tan tiernos, tan interesantes, tan peculiares, tan poderosos y enigmáticos. Al fin, la mercadotecnia y el CGI lo hicieron posible en Detective Pikachu y lo que aprendí al respecto es que esos pequeños monstruos de hecho existen, sólo que no como fantaseamos algún día.
Ya desde épocas griegas filósofos como Platón y, más interesante aún, Pitagóras defendieron la noción de la palingenesia, del griego antiguo πάλιν (pálin) que es el adverbio con el que se indica que algo se da de manera inversa o de nuevo y el sustantivo γένεσις (ghénesis) que significa nacimiento. Según esta doctrina todas las almas son eternas y la muerte es sólo el cambio de estado de éstas que, después de volver al origen, encuentran un nuevo cuerpo en el que volver a la vida.
Tanto para Sócrates y Platón como para Pitágoras esta reencarnación podía darse en otras especies animales que no fueran la humana e, incluso, seguían la lógica de las vidas pasadas. Así, por ejemplo, aquellos que vivieron muy apegados a las cosas terrenales renacerían como animales incapaces de ningún tipo de contemplación, asunto que se materializaría en la incapacidad de algunos animales de mirar al cielo, origen de las ideas contemplativas.
El caso de Pitágoras es riquísimo y mucho más interesante de lo que se pretende agotar en su teorema matemático y en la noción misma de los pitagóricos, que fue un grupo de seguidores y discípulos del filósofo que eran conocidos por su hermetismo, es decir, por formar una especie de club exclusivo para los interesados en las cuestiones de ciencia, filosofía y teología de la Época Antigua.
De Pitágoras no tenemos nada escrito, lo que sabemos de él proviene de una tradición oral que se generó a partir de su existencia. Aparte de matemático fue filósofo y sacerdote órfico (una religión antigua que parece haber tenido mucha influencia de la sabiduría egipcia) y, más interesante aún, es el claro antecedente de Sócrates y, sin que se haga explícito, el modelo a seguir del filósofo ateniense. Tal como pasa con Sócrates una parte fundamental de su sabiduría, si no es que la más importante, se encuentra en las anécdotas que se cuentan sobre él, sobre el perfil personal que describe la gente que lo conoció y que, con los años, se plasmó en los textos de sus aprendices.
Una de estas anécdotas cuenta que un día Pitágoras paseaba cuando vio a unos hombres azotando a un cachorro y se acercó a ellos para detenerlos diciendo: “dejen de apalear [al pobre cachorro] pues en sus alaridos he reconocido la voz de un amigo mío”. Otras versiones del evento dicen que el reconocimiento se dio en la mirada del animal. Como sea, la lección es clara: el dolor de los animales también es real. Está construido por las mismas fibras que se construye nuestro dolor como humanos.
El pasaje vino a mi mente cuando veía Detective Pikachu en un momento en que Tim, indagando en cómo es posible que él sea el único que entiende las palabras de Pikachu, le pregunta al personaje amarillo si los Pokémon entienden a los humanos. Pikachu responde: “no entendemos sus palabras pero sabemos lo que sienten”. Y ahí vino de golpe un descubrimiento de Perogrullo: los Pokémon de la vida real son los demás seres vivos con los que coexistimos como animales.
No en vano se suele acentuar en la pedagogía la importancia de la convivencia y el cuidado de animales y plantas para la plena formación de un ser humano pues la compasión que nos hace falta a veces entre nosotros como se aprende y se ejercita también en nuestra interacción con otros seres vivos.
Independientemente de las honduras y asegunes que puede tener el debate de cómo debemos relacionarnos con otras formas de vida que coexisten en nuestro planeta hay una verdad clara: sin empatía la aniquilación nos vendrá a todos por igual.
Muchas veces, si no es que todas, he usado este espacio para hablar de la relevancia que hay en la empatía como posibilidad de romper con el egoísmo y las sinrazones absolutas. Eso, me parece, se traduce en una capacidad emotiva e intelectual de reconocer que no estamos solos en la tierra que pisamos y que, en algún nivel, nuestra existencia no es sólo nuestra sino que también afecta y se beneficia de las existencias con las que coexistimos. Ese razonamiento, me parece, alcanza también a los recursos naturales vivos, animales y formas de vida vegetativa con las que convivimos.
Ellos nos perciben, ¿cómo? no podemos saberlo. Sin embargo, debemos tener la certeza de que nuestros estados de ánimo se traducen para ellos en un cierto olor, en un cierto aspecto, en una cierta vibración del aire o de la tierra que nos sostiene. Ver una ciudad de humanos conviviendo con toda paz y tranquilidad y verdadera armonía con un grupo de Pokémon me hizo preguntarme ¿cuándo iremos a convivir armónicamente y de manera sana con la naturaleza que nos rodea?
Una vez más el remate de esta columna apunta a la necesidad de empatizar y de compadecernos con “el otro”. En este caso ese “otro” es la naturaleza y, al igual que con los humanos “otros” con los que convivimos, la consigna está en dejar de ver las diferencias y cómo nos afectan para dar luz a cómo nos nutrimos de nuestra interacción con ellos y los puntos elementales que nos unen más que alejarnos. Recuerde lector: usted también crece, usted también siente, usted también se alimenta, usted también vive en constante cambio, usted también necesita de agua, usted también precisa del sol, usted también disfruta el aire limpio, usted tampoco podría vivir sin otros seres vivos: existe una plenitud guardada para su naturaleza y es una que necesita de “otros”.
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