San Andrés
Alberto Vieyra G. jueves 28, Feb 2019De pe a pa
Alberto Vieyra G.
“El presidente predicador” con ese sugestivo título, la muy docta periodista Denise Dresser escribió en Proceso, el pasado 10 de febrero un artículo que no tiene desperdicio en lo más mínimo porque retrata al jefe de las instituciones nacionales como un San Andrés que desde Palacio Nacional prédica con el perdón y con metáforas que a muchos recuerdan el pasaje bíblico de la multiplicación de los panes, los peces y desde luego el vino.
Reproduciré tal cual dicho artículo: Helo ahí, todas las mañanas. Como un cura ante su congregación. Como un párroco frente a sus feligreses. Exhortando, adoctrinando, regañando, dando lecciones de moral, citando la Biblia, apelando a los mexicanos a ser mejores seres humanos.
El presidente de México frente al púlpito, desde el cual informa, pero también evangeliza. Provee cifras, pero también da mandamientos. No sólo es un líder electo, es un guía espiritual.
Y muchos lo escuchan extasiados, esperando la siguiente lección, la próxima pauta, el nuevo código de conducta que habrá de regir a la Cuarta Transformación.
Ya no será la Carta Magna aprobada por un Congreso Constituyente sino la Constitución Moral distribuida por una autoridad que no sólo quiere gobernar, aspira a salvar almas.
Para quienes asisten y presencian y participan en la misa diaria, AMLO adquiere cualidades mágicas, forja un lazo emocional entre el apóstol y sus discípulos, se vuelve una figura paternal para una sociedad en busca de alguien en quien creer.
Alguien que trascienda los estrechos confines del papel presidencial y se erija en un líder espiritual: poderoso, omnisciente, virtuoso.
Apoyar a AMLO es amar a un hombre que articula la recuperación de los valores perdidos, las esperanzas arrumbadas, la paz ansiada. Apoyar a AMLO no es aprobar sus propuestas de política pública —algunas buenas, otras alarmantes—, sino participar en una gesta heroica basada en la fe. Construida sobre la pasión.
Edificada sobre la creencia de que un hombre milagroso producirá resultados milagrosos, al margen de la evidencia, la experiencia, la reacción de los mercados, la postura de las calificadoras, la opinión de los expertos, la normatividad, la ley misma.
Poco importa todo eso cuando en Palacio Nacional cada mañana hay un mexicano magnificente que puede controlar las fuerzas de la Historia y alcanzar objetivos trascendentes. Ya no se trata de mover a México sino de salvar a México.
Para muchos mexicanos AMLO no es nada más el líder del Poder Ejecutivo, con atribuciones legales y encomiendas formales.
Se le ve y se le percibe como alguien que tiene contacto con un poder superior. En estas épocas y como parte de la narrativa diseminada por el presidente, no es necesario examinar, vigilar, exigir o demandar transparencia al gobierno.
Basta con creer en él. No es necesario cotejar cifras o pedir estudios o promover evaluaciones.
Basta con ser devoto y leal, aun cuando eso corra en contra de la congruencia intelectual o la secularidad personal.
Las demandas que AMLO hace de sus seguidores no son las demandas de la razón o la auscultación; son las demandas de la fe. Y eso lleva a justificar y avalar todo lo que diga o haga o proponga, aunque signifique violar la Constitución, impulsar las adjudicaciones directas, darle un poder nunca visto al Ejército, satanizar a cualquier crítico, debilitar a las instituciones o saltárselas.
Como escribiera Max Weber en La sociología del líder carismático, la actitud carismática “es revolucionaria y transvalora todo; hace que un soberano rompa todas las normas tradicionales y racionales”.
Hay muchos que celebran este tipo de liderazgo. Es una forma de otorgarle autoridad a alguien para que tenga poder sobre los demás; no es una manera de darles poder sobre sí mismos.
Pero el Estado moderno busca precisamente domesticar al poder vía la despersonalización de su ejercicio y su lenguaje no es el de la moral, es el de la ley. Cada mañana, desde el estrado, San Andrés busca redimir a México. Pero también lo desmoderniza.