En buena hora desaparece el Estado Mayor Presidencial
Francisco Rodríguez jueves 6, Dic 2018Índice político
Francisco Rodríguez
Se podía morir en el intento. Acercarse a las campañas presidenciales del PRI era toda una proeza. En los objetivos, la logística y el contenido de los discursos del candidato a ungido siempre estaba presente la mano militar del Estado Mayor Presidencial. Un aparato demasiado ostentoso.
El Estado Mayor Presidencial era la aduana que debían brincar todos aquéllos que quisieran acercarse a la intocable figura de Los Pinos. El Presidente debía ser vacunado de la muchedumbre, el invisible virus que lo separaba de la soledad, de la mediocridad, del ejercicio infame del mando.
El boato priísta del poder se enmarcaba en los lineamientos de un grupo selecto de militares de mediana graduación cuya opinión prevalecía siempre sobre cualquier diseño de los militantes, gobernadores, jefes distritales y de campaña nacional. Todos se sujetaban a los designios de quienes traían la vaca por la cola, decían.
Una vez que llegaban al poder, los patidifusos escogidos para portar la banda presidencial se convertían en automático en personajes de oropel, cuyos movimientos, señales, gestos, actitudes, estaban determinados de antemano por la cúpula militar de los custodios de su seguridad.
Bajo la falsa premisa de esa corporación castrense —”al Presidente nadie lo toca”— se desarrollaron todas las escenas de teatro bufo que usted se pueda imaginar. Eran los poseedores de todos los secretos personales, familiares, de relaciones amistosas, de favoritos y mentecatos que pululaban alrededor de la triste figura que portaba el emblema nacional.
La mayoría de las veces con pretextos imaginarios, asaltos impensados, alteraciones civiles, asonadas fingidas y miedo inyectado a los usurpadores del poder, la cúpula militar se servía con la cuchara grande de los moches del trasiego, de los negocios ilícitos y de todo aquello que los mandarines quisieran ocultar a cualquier auditoría u observación ciudadana.
Las instalaciones del Estado Mayor Presidencial, del Cuerpo de Guardias Presidenciales y sus residencias oficiales alrededor de Los Pinos fueron durante mucho tiempo el mercado persa del poder. Ahí sólo llegaban los civiles escogidos: aquéllos que tuvieran algo qué entregar, algo que se hubiera olvidado, usted sabe.
Cualquier manifestación de repudio o incluso de apoyo a los mandarines debía pasar bajo su báscula, no fuera que detrás de ella estuvieran escondidos los extraños enemigos de la patria. Fue una especie de cortina de humo, de fuegos fatuos alrededor de la figura central de ese burlesque. Algo realmente ridículo o execrable, según se quiera ver.
Elementos del Estado Mayor Presidencial, una especie de Garde du Corps de familia, se encontraban en todos los eventos que debían ser ocultados al público. Desde reventones de los juniors y de los adultos inmaculados, venganzas contra enemistades, comidas o cenas en famosos restaurantes europeos o norteamericanos.
Ridículo, en la medida que los superpilmamos presidenciales no tenían límite para meterse hasta la cocina en eventos privados que sí suponían un alto grado de peligrosidad para sus protegidos. Execrable, en el sentido de que muchas veces el Estado Mayor Presidencial fue utilizado para ejecutar masacres ciudadanas de ingrato recuerdo.
Represiones, asesinatos selectivos, trabajos de alta cirugía criminal, eran encargados a los profesionales del EMP, distinguidos por el mismo Ejército como un escuadrón de élite destinado a prestar el sello de la alta graduación de los entorchados: diplomado de Estado Mayor, era un rango al que todos aspiraban para poder ascender.
La inefable Sección Segunda, la encargada de la contrainteligencia, el espionaje y la lucha contra la insurgencia, definía los enemigos a modo, desde donde muchas veces se fraguó el exterminio de aquellos que eran incómodos para la subsistencia de los privilegios y de los abultados moches.
La matanza de 1968, la de 1971, la larga noche de la guerra sucia contra los adversarios civiles del régimen, hubieran sido impensables sin la participación letal de los entorchados del Estado Mayor Presidencial. Sus campos militares fueron la fosa preferida de los enemigos de la libertad, los mastines del establecimiento a contrapelo ciudadano.
Nacido como una pequeña ayudantía presidencial, el Estado Mayor fue usado en los principios del proceso de modernización institucional como un refugio presidencial contra las facciones enemigas del Ejecutivo entre los otros grupos de generales triunfantes y recelosos.
Era natural que cada uno de los elegidos se pertrechara detrás de las pistolas de los ayudantes más cercanos al afecto presidencial. Pero como en México todo lo provisional es definitivo, el cuerpo castrense creció con la voracidad y rapidez de una amiba hasta abarcar todos los renglones de mayor influencia dentro del Ejército.
Recámaras, carros, aviones, baños de la familia refugiada en Los Pinos, pasaron a ser de la exclusiva vigilancia de un cuerpo de privilegiados de la tropa y ascendidos en las escuelas superiores de guerra, para hacerlos invulnerables a cualquier ojo que no fuera el suyo. Desde entonces la seguridad presidencial pasó a estar en las peores manos.
En las manos de aquéllos que sí sabían usar las armas, que eran expertos en conjuras, que sabían todo lo referente al argot de la traición. Unos para otros. Todos a la medida de lo que pensaban evitar. El gato en la trampa del ratón.
Y no sólo eso: los más altos emolumentos, las pensiones inalcanzables para los verde olivo, las mayores prestaciones del rango, las comodidades más extremas, las consideraciones, los privilegios de casta, los derechos a negocios turbios, todo eso era propiedad del Estado Mayor Presidencial, sujeto siempre a la envidia de sus pares.
Con la desaparición del pomposo y estorboso Estado Mayor Presidencial se van también los casi diez mil elementos ubérrimamente pagados del Cuerpo de Guardias Presidenciales, el Batallón de Infantería de Marina de Guardias Presidenciales, el Grupo Aéreo de Transportes Presidenciales y toda una parafernalia de leyes y reglamentos anodinos y exclusivistas que no debieron jamás existir en un país democrático y moderno.
Sólo el miedo presidencial a la gente del pueblo hizo posible la existencia de estos mounstritos jurídicos que no tienen razón de ser, y que cuando faltaron la gente se dio cuenta que no servían para nada, sólo para estorbar. La carretada de millones de pesos que se ahorra con su desaparición es realmente gigantesca.
Independientemente de lo anterior se borra del escenario el emblema del pasado autoritario, el amago de la represión, el brazo fuerte del castigo ciudadano. Una amenaza para la democracia. ¡En buena hora!
¿No cree usted?
Índice Flamígero: Ayer por la tarde, en los patios del que fuera uno de los cuarteles de las guardias presidenciales de la zona de El Chivatito se podían contar alrededor de 200 camionetas tipo Suburban que les fueron recogidas a Enrique Peña Nieto, familiares y amigos. De todo tipo. Desde las muuuuy lujosas hasta las que ya son casi chatarra por el uso rudo que les dieron los escoltas del desaparecidito Estado Mayor Presidencial. + + + De risa loca que en su escrito del miércoles, el ex colaborador de Carlos Salinas y de EPN, apellidado Carreño Carlón, se haya hecho eco de la queja fifí porque los nuevos visitantes de Los Pinos se hayan llevado las flores de Nochebuena que ornaban algunos espacios. Ya poniéndonos serios, señor Carreño Carlón, ¿qué se llevaron desde la ex residencia presidencial sus patrones CSG y Peña Nieto? + + + Otra desaparición que se aplaude es la del Cuerpo de Granaderos de CDMX. Ayer, al tomar posesión de la Jefatura del Gobierno, Claudia Sheinbaum lo dijo con clariadad: “La policía está para cuidar al pueblo y no se requieren cuerpos para reprimirlos. A partir de ahora inicia el proceso de transición y el 1 de enero de 2019, los elementos del cuerpo de granaderos pasarán a formar parte de otros agrupamientos o un nuevo agrupamiento que se creará para ayudar a la ciudadanía en tareas de protección civil que cuide a los más vulnerables”, sostuvo. Recordó que en 1968 en ese mismo lugar, el entonces presidente Gustavo Díaz pronunció la frase “hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene su límite” y que un mes después ordenó la masacre a estudiantes en Tlatelolco. “50 años después, en la recuperación de la esencia democrática y pacifista del movimiento que triunfó el 1 de julio; coincidimos por convicción en lo que ha manifestado en diversas ocasiones nuestro presidente Andrés Manuel López Obrador, de nunca utilizar a las fuerzas armadas para reprimir al pueblo”.
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