Chicles, joven
¬ Salvador Estrada jueves 16, Ago 2018Folclor urbano
Salvador Estrada
Mascar chicle era mal visto en la sociedad de los cincuenta, era cosa de cabareteras y prostitutas que se veían en las películas mexicanas de ese entonces.
El chicle, que se extraía del árbol chicozapote, oriundo de Yucatán y de Centroamérica, era conocido por los mayas con el nombre de “sicte” y luego los aztecas lo llamaron “tzictli”. Y los españoles lo nombraron chicle y desde entonces el chicle “llegó para mascarse”, pero ahora ya es un producto sintético.
Este producto se hizo popular cuando un norteamericano de apellido Adams se le ocurrió añadirle endulzante. Y en la Segunda Guerra Mundial los soldados gringos lo empezaron a masticar para “el nervio y el mal sabor de boca”, Y repartían chicles en tableta por todos lados donde pasaban.
Alrededor del mundo el chicle es conocido y masticado, pero en Singapur está prohibido y quien comercie con él puede ir a la cárcel, porque sectores de la población se quejaban de la “suciedad que causaban en suelos de calles y edificios”.
Aquí en la Ciudad de México ya encontraron la forma de que los paseantes del Centro Histórico “no ensucien el piso. El gobierno capitalino echó andar el mecanismo “de protección” al colocar en la calle de Madero recipientes para los chicles, a fin de que no sean tirados al suelo.
Estos recipientes permitirán acumular los chicles y con ellos, según dijeron, “fabricar botes de basura” lo cual permitirá “matar dos pájaros de un tiro”. En el Centro Histórico no se ven cestos ni tambos para depositar los desperdicios y la Ciudad de los Palacios requiere de ellos.
Lo recipientes aún no tienen un nombre, pero se les puede decir “cestochiclé”, con acento, para que suene caché, o bien, un anglicismo “chicle’s box”.
Bueno, el nombre es lo de menos, el contenido y el contenedor es lo que vale. Lo importante es no escupir el chicle al suelo, porque quitar esas “manchas negras que le salen al piso” cuesta diez pesos cada una y la avenida beige de Madero tiene pegados cientos o quizá miles, según cálculos de los expertos que idearon el remedio para “no manchar el piso”.
Los primeros chicles que se conocieron en la capital eran los Adams y los Canels, de menta y yerbabuena, dos pastillas por veinte centavos. Y apareció el “chicle bomba”, una tableta rosa que al masticarse y colocarse en el centro de la lengua se soplaba y se inflaba como globo hasta que “tronaba” y se pegaba alrededor de la boca. Era la moda para los chiquillos de ese entonces.
Y como pegador el chicle ya tiene “fama”. Se dicen “mentiras piadosas” en espera de ser creídas y se dice “a ver si es chicle y pega”. O cuando ligas, “ya pegó su chicle”.
Actualmente, hay chicles de diversas marcas y precios y sabores. Se venden en todas partes, pero en el Metro hay ofertas de chicles, En los vagones se venden cajitas con veinte pastillas por diez pesos. Y se escucha a sus pregoneros: “chicles, joven, “para ese mal olor de boca, le vale diez, lleve sus chicles, diez pesos le vale”.