Las teorías del desarrollo y el orgullo nacional
Francisco Rodríguez viernes 29, Sep 2017Índice político
Francisco Rodríguez
Todos los costosos aparatos financieros, desde el Banco de México hasta la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, pasando por los organismos y fideicomisos de supuesta investigación, están dedicados a controlar la inflación, no a promover las actividades productivas o a distribuir el ingreso. La lucha contra la inflación no debe ser un fin en sí misma.
Los economistas y financieros que devengan su salario en dólares, su moneda favorita, rebasan todo concepto de austeridad y contribuyen descarada e irresponsablemente a la inflación. Son parte esencial de la serpiente que se muerde la cola, con gestos hipócritas samaritanos. La lucha contra la inflación debe ser sustituida por la lucha contra los traidores a la patria.
El supuesto combate a la inflación por parte de la burocracia envilecida, no es sino una forma de seguir luchando contra la presencia del Estado en las actividades productivas. Es una rendición anticipada en una batalla que ni conocen, ni pretenden conocer. Al no haber manera para cubrir el déficit, mecanismo prohibido por los prestamistas yanquis, colocan un objetivo falso cómo única alternativa ante el vacío de futuro.
Para ellos no hay otra que recortar el gasto, y si éste iba a ser social —salud, educación, vivienda—, mejor. Reducen cada vez más las prestaciones para las capas más empobrecidas de la población y contribuyen a la desesperanza. Secan la economía y el circulante, se roban los incluidos más los sobrantes, y asunto concluido. Todo lo atribuyen a la previsión inteligente y a la econometría.
El “estadista” latinoamericano que propuso el modelo no fue otro que Augusto Pinochet, puesto en lugar de Salvador Allende para esos menesteres del Imperio. Sólo faltaba la llegada de Margaret Thatcher, en Inglaterra, y de Ronald Reagan, en Estados Unidos, para asumir esa forma a nivel mundial. Los halcones de la Casa Blanca y de Wall Street fueron los grandes beneficiados.
La crisis mexicana de 1994; la asiática de 1997; la rusa de 1998; la brasileña del 2000 y el “corralito” argentino del 2001, más todas las que se acumularon desde entonces en nuestros países sentenciaron el agotamiento del neoliberalismo, la derrota del monetarismo, el fracaso de la globalización económica y la derrota del Imperio.
Pero hay que recordar lo que se oculta a las nuevas generaciones sobre lo que verdaderamente pasó. No es recomendable tragarse las ruedas del molino sin antes saber cómo funcionaba el molino. Siempre tener una buena información supone correctas decisiones políticas, como decía Bertrand de Jouvenel. Hasta un payaso tiene sus razones.
El “boom” de la expansión capitalista y de la economía occidental al modo estadounidense se dio entre el final de la Segunda Guerra y la crisis petrolera retomada en 1968. Las repúblicas de influencia socialista y los países periféricos de ambos bandos ideológicos desarrollaron versiones propias de sus procesos de crecimiento.
A todos, en ambos flancos, los unía la condena al liberalismo clásico, marginal, la crítica a la “mano invisible”, herramientas fantasiosas de ajuste automático de los mercados y la desconfianza absoluta en el libre juego favorable a la población de las fuerzas mercantilistas. Por ahí no se llegaba a ninguna parte.
La nueva era de prosperidad se debía a dos teorías del desarrollo que privilegiaron la intervención decisiva del Estado en la orientación de los procesos: la sustentada por John Maynard Keynes, en favor de las acciones multiplicadoras del empleo para superar la Gran Depresión y el Welfare State, elaborado en Europa.
Los mecanismos económicos keynesianos trataban de hacer que los comodinos clasemedieros y burgueses estadounidenses regresaran a las actividades productivas, en lugar de fascinarse por la especulación bursátil, espejismo del confort que los había llevado a las puertas del hambre. La llegada de la Segunda Guerra hizo el resto.
Mientras que el Welfare State, la economía del bienestar europea, ejercida desde los puestos de mando inteligentes, originó su concepción en la legislación social alemana de 1880 y fue sostenida por los teóricos y parlamentarios laboristas para atenuar las crisis, activar las protecciones sociales e incluir a la población trabajadora en los beneficios del crecimiento económico.
Y en tanto eso pasaba en el mundo, la “experiencia latinoamericana”, apoyada en la sustitución de importaciones y en el supuesto aprovechamiento de “ventajas comparativas” que no eran otras sino descansar en los bajos salarios de una clase obrera sometida, para impulsar las exportaciones y captar divisas, sólo para seguir repitiendo el círculo y empobrecer más al trabajador.
Los modelos políticos populistas de derecha aplicados en estas tierras, a base de abandonar la producción agropecuaria y la de bienes y servicios indispensables, consolidaron las diferencias abismales entre potencias industriales y países consumidores de todo lo extranjero, supuestamente dedicados al campo. Una fantasía redonda. Un mito para condenados.
Los macabros sonsonetes creados por los teóricos priístas del “desarrollo estabilizador” y del “crecimiento hacia afuera”, fueron la música de fondo, la carnada demencial dirigida hacia millones de habitantes que ¡no la temían, pero sí la debían, y en qué forma! Fueron la base de un engaño que duró seis décadas de aparente estabilidad y gobierno.
Algunos de estos modelos populistas de derecha que los acompañaron resultaron ser sólo formas de pretender posiciones nacionalistas ante el acoso del jefe imperial; maneras de esconder la falta de ideas para resolver la miseria; planteamientos de programas políticos mínimos que no iban más allá de perjudicar a las clases medias para redistribuir e ingreso. Pero de ahí jamás pasaron.
El nacionalismo revolucionario, bosquejado en algunas constituciones de avanzada social, vivió algunos momentos estelares, desgraciadamente aislados y esporádicos. Sólo funcionó como bocanada de oxígeno para sistemas políticos dirigidos y avasallados por los ganones de siempre.
La llamada crisis petrolera, empujada por el Imperio que, a partir de 1968, subió el precio del barril de 3 a 34 dólares durante dos décadas y de ahí en adelante más arriba, golpeó hacia todos los confines del planeta, pues por un lado arrinconó a reducir los niveles de vida en los países industriales y arrodilló a los emergentes ante el FMI y el Banco Mundial en busca de liquidez para sostener sus pesadas burocracias.
La suerte fue echada. El rostro de la pobreza cubría las tres cuartas partes del mundo y todas las ilusiones de intervencionismo y bienestar habían fracasado. Quedaron ancladas a la esquizofrenia tecnocrática de los recortes y la estrechez de recursos para la producción. El fenómeno estanflacionario había llegado para quedarse.
Los gobiernos mexicanos se significaron en esta aventura. Se convirtieron en especialistas del recorte presupuestal para atosigar a los vulnerables, y sus teóricos fueron empoderados hasta el paroxismo por las agencias internacionales del supuesto desarrollo. Todos los que fueron empleados de segundo y tercer cachete del Imperio, pasaron a ocupar la silla presidencial y los puestos estratégicos más decisivos .
Toda la cauda de mantenidos financieros son hoy grandes empresarios petroleros, prestanombres de las empresas perforadoras beneficiadas por cordobistas-salinistas-zedillistas con las subastas de las rondas de hidrocarburos y los remates de la geografía nacional, completada a pedazos, hecha trizas por los mismos traidores.
El injerencismo económico, político y militar que han propiciado y consentido, la entrega de la riqueza pública a sus verdugos y manipuladores, la falta de agallas mínimas para defender lo que es nuestro, merecen una condena que debe pasar de los dichos a los hechos. Sólo así podremos conservar la dignidad y la memoria del país.
Por eso, hoy que se habla de enjuiciar a los corruptos mexicanos como traidores a la patria, no cabe duda que es la asignatura pendiente. La pena de muerte, elevada a la Constitución para los traidores a la patria, debe seguir siendo el objetivo de la lucha de nuestro pueblo por el pan y la convivencia civilizada. Rescatar el orgullo de la nación, antes de que sea demasiado tarde.
Índice Flamígero: A finales del sexenio echeverrista, Leandro Rovirosa Wade “destapó” a los posibles sucesores. Una sexteta integrada por personajes de primer nivel. Aparecieron siete, porque un editor incluyó a su hermano, que era secretario de Comunicaciones. Hoy, Emilio Gamboa quiso emular al tabasqueño, pero su cuarteta es de espanto. + + +Don Alfredo Álvarez Barrón recupera el sobado título publicado en todos los medios a modo: “Se llegará hasta las últimas consecuencias en el caso de Paso Exprés”. Y El Poeta del Nopal explica:
Un buen perito tal vez
explicaría el socavón:
es porque la corrupción
¡camina con paso exprés!
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