Augurios de una real transición política
¬ Armando Sepúlveda Ibarra martes 6, Dic 2016Deslindes
Armando Sepúlveda Ibarra*
Como si tuviera un olfato de roedor de alcantarilla y percibiera los desastres antes de irse con todo a pique, el célebre señor Carstens, aquel de El Catarrito, abandonó en estampida el barco de los salvadores de México en uno más de los augurios o símbolos recientes de que la tempestad que viene sacudirá las estructuras del viejo y descompuesto sistema y abrirá en la adversidad las puertas a una transición política de veras, con personajes o grupos de la sociedad interesados en rescatar al país de la ruina adonde lo arrastró una clase política inepta y corrupta, codiciosa y rapaz, ahora angustiada por saber que hasta sus más insignes figuras esperan con resignación la fatal señal de ¡sálvese quien pueda! al final de los tiempos para evacuar sus partidos e ideologías de cascarón de los saqueados presupuestos y tesoros de la nación.
Por más que intenten simularlo con ridículas poses de mimos y frases hechas y simplonas de cómo creen, según su miope visión, que darán la cara a la calamidad que asedia a México y sus endebles fortalezas después de los cambios de rumbo en Estados Unidos y otras latitudes, existe en efecto entre los clanes en el poder una enfermiza mezcla de temor y temblor —como diría el filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard— por la forma como los sucesos imprevistos e inauditos para sus medianías intelectuales han ido a derrumbarles sus planes perversos de continuar con el dominio y secuestro de la escena política y de la voluntad de las masas, con la sola idea ya gastada de repetirles la misma canción de la democracia entrecomillas, a su antojo y sus reglas de manoseo, lejos de la gente y sus necesidades, a usarlos como en toda época electorera para su beneficio personal y de grupos cómplices.
Ya les brincó un indicio del futuro que amenaza al porvenir de sus infecundas testas: Carstens, imagen falsa de una estabilidad financiera y económica artificial y de palabra, sabe que avanza sobre el país una crisis de grandes dimensiones con el ascenso del señor Trump a la Presidencia del vecino del norte y con una economía ya sin más alfileres para sostenerla como hasta hoy, con una versión macroeconómica irreal que vislumbra otra caída del producto interno bruto a menos del dos por ciento, la salida o retorno de capitales a sus orígenes, la persistente devaluación del peso y la escasez de liderazgos políticos y de partidos sólidos para sumar con ideas y proyectos la unidad de la sociedad en momentos críticos que reclaman un frente común para atender los problemas.
Cobardías, escapes y realidades aparte, el paso del señor Carstens por las desvencijadas finanzas nacionales mereció sus aciertos y errores, al margen de sus fanáticos y lamesuelas del periodismo servil y lacayo que añorarán su descomunal peso en estos menesteres: sometió la inflación a un promedio de tres por ciento anual, castigó con su control otros rubros, resintió un mediocre crecimiento del PIB inferior al dos por ciento anual y contuvo el empleo en cifras insignificantes con las austeridades, aceptó con pasmo que la deuda pública se disparara a niveles peligrosos e incontrolables y, para redondear el drama, su especialidad, la de regular y erradicar los traspiés de la moneda, le pagó caro: de una cotización de 10.99 pesos por dólar en diciembre de 2006 cuando tomó posesión de secretario de Hacienda hasta su nombramiento y secuela de gobernador del Banco de México de diciembre de 2009 a la fecha, pasó al día de ayer a 20.90 por billete verde, a casi el doble, una muestra de su ferocidad de que, como López Portillo, defendió el peso “como un perro”. Su sabia enseñanza de la escuela de los “chicago boys” le indujo a atreverse a decir en cierta ocasión desde Hacienda que la economía de México había dejado de ser vulnerable a los vaivenes de la de Estados Unidos y nunca más volveríamos a sufrir una pulmonía cuando al vecino le afectara un catarrito.
Fuera de la irresponsable huida del señor Carstens por la puerta trasera, como las ratas que huelen el desastre y lanzan sus correosos y encebados cuerpos al agua para salvar el pellejo antes de que el barco zozobre y termine por hundirse, los síntomas de la grave enfermedad del sistema político en su conjunto predicen como el oráculo la venida de la transición real luego del fracaso de la clase política tradicional y del fenomenal desprecio y repudio de la sociedad hacia sus desprestigiados personajes, al extremo de que, por ejemplo, al gabinete del señor Peña nadie le aprueba ni siquiera con un salvador “de panzazo” con un seis, según la encuesta de la semana pasada del diario Reforma. Por el mismo tobogán baja presuroso en caída libre la descalificada figura del hijo pródigo de Atlacomulco, así como la inmensa mayoría de sus alebrestados contendientes a las aspiraciones presidenciales, un coto de poder donde habrá sorpresas para los soñadores y para los cerebritos hacedores de pesadillas y las nuevas rutas para ascender al antiguo trono estilo principesco.
Inclemente bajo la tormentosa andanada de críticas, errores y desencuentros con la sociedad, el clan en el poder simbolizó su pérdida de fuerza y control con otras debilidades y, tras muchas resistencias, sus afanes autoritarios cedieron a la protesta general contra la aviesa y pícara intención de imponer al señor Raúl Cervantes, distinguido y fiel miembro de la corte peñista, como Fiscal Anticorrupción con pase automático por ser el Procurador General de la República, para que desde allí pudiera, según las malas lenguas sospechaban, cuidar las espaldas a la penosa retirada del señor Peña de la silla presidencial por si acaso por entonces olvidara detrás algún fortuito resquicio por donde la perversidad de la gente oficiosa quisiera sentarlo en el banquillo de los acusados, para saber si salió con algunos centavos más entre los bolsillos de los que entró a los aposentos de Los Pinos.
En la llorosa ruta cuesta abajo de popularidad y consenso entre los mexicanos, ya cerca de un sombrío menos 20 por ciento de simpatías, el clan en el poder con escaso aliento y magra credibilidad convoca a la unidad sin jalar empatías ni ganas de la gente de acodarse con quienes han hundido al país, junto con sus hermanastros los panistas, en quizá una de las peores crisis general económica, política y social, en una violencia atroz y una escandalosa violación de los derechos humanos, amén de la monumental corrupción e impunidad que a todos los de su clase distingue y deshonra. En su estrategia andan con ideas tan ralas de imaginación que el señor Peña, en vez de confrontar con argumentos al señor Trump, balbucea y condesciende con este locuaz y demagogo personaje al rendirse a sus pies con la tonadilla de que “sí, el Tratado de Libre Comercio se debe modernizar”, pero más distante de la cruda y embarazosa situación viene a ser el dicho del secretario de Hacienda, el todólogo José Antonio Meade, acerca de que importa a México muy poco o casi nada que el presidente electo de los Estados Unidos haya bloqueado la instalación de la empresa Carrier en Nuevo León, porque —dice este señor que aloca su corazoncito por verse entre los aspirantes priístas a la candidatura presidencial— “sólo traería mil empleos al país”.
Por lo visto al día de hoy y con la suma de las profecías, el azar y la fortuna de los oráculos de los analistas y opinólogos sesudos, aquí comienza entonces el final de los tiempos para los señores encariñados con el poder que enriquece y con los supuestos opositores, e inician para las demás personalidades que saltarán a la palestra, si van por delante del interés general. Para unos significa que han de desechar los altos vuelos y conservar el suelo a sus pies, guardar la serenidad y templar la energía.
En los estados de excepción los protagonistas han de adaptarse a la exigencia de la época, a encontrar una nueva relación de la forma de conducirse y guiar a los seguidores, porque en una situación extraordinaria, como la crisis y la sucesión presidencial, pudiera haber encontronazos. Y el momento especial de una transición sugiere a los mortales serenidad y cautela, precaverse de contingencias inesperadas, armarse de tranquilidad y quietud, dejar atrás la soberbia, la astucia y la violencia, la conspiración y el partidismo para ganar el seguimiento de la gente, para atravesar la turbulencia de las aguas y alcanzar las mansas orillas de los nuevos tiempos.
*Premio Nacional de Periodismo de 1996