La raza olvidada
Francisco Rodríguez lunes 4, Ene 2016Índice político
Francisco Rodríguez
Un cuarto de millón de negros fueron internados al país durante la Colonia española por los puertos de Veracruz y Acapulco. El Magreb, la costa Occidental, el Subsahara y el Sur del cuerno africano están representados en los tres tercios mayoritarios de nuestra sangre, junto al conquistador y al indígena. Así, como suena.
Los africanos son, lo aceptemos o no, la “tercera raíz” de nuestra nacionalidad, después de la española y la indígena precolombina. Los ancestros nuestros eran de Gambia, Senegal, Guinea Ecuatorial, Congo, Angola y Mozambique, en su gran mayoría.
En esencia, la mitad de los habitantes de Guerrero creen tener sangre africana en sus venas. Otro tanto se puede decir de los habitantes del sur de Veracruz, de las riberas de los ríos michoacanos, de las costas y montañas oaxaqueñas y de la estepa cálida coahuilense.
Digo “creen”, porque hasta el Consejo Nacional de Población y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación se quejan de que no existen los instrumentos censales adecuados para levantar con precisión una muestra aproximada de la raza olvidada. Los próceres de esas instituciones, tampoco hacen algo.
Si no cuentan con el reconocimiento oficial, institucional, menos pueden tener derecho a ser incluidos en algún programa gubernamental o a solicitar servicios sanitarios y asistenciales elementales, a pesar de que han hundido su impronta en nuestras grandes hazañas colectivas.
Para vergüenza nacional, en la estepa cálida de Múzquiz, Coahuila, se presenta el caso de que los negros “moscongos” prefieran celebrar el 19 de junio de 1810, en lugar de festejar cualquier efeméride de la historia patria.
Y es que recuerdan que hace 200 años, gracias al decreto con el que Miguel Hidalgo abolió la esclavitud en Guadalajara, dejaron de ser esclavos. Sus ancestros ya no fueron vendidos a remate en las plazas del Occidente, gracias al cura de Dolores.
Afortunadamente, ningún “afro” a merced de criollos peninsulares y mestizos, fue condenado a muerte por algún delito fácilmente fabricable, porque costaban lo mismo que una casa y nadie quería perder tanto dinero. Así eran de requeridos.
Desgraciadamente, ni en las primarias públicas se enseña a los alumnos que los grandes luchadores por la libertad mexicana con sangre africana fueron: Yanga, José María Morelos, Vicente Guerrero y Juan Álvarez, entre otros.
Así, es difícil reconocer cuantos mexicanos llevamos sangre negra. Es como calcular cuántos llevamos la indígena o la española. Sólo sabemos que su llegada a nuestras costas fue indispensable. Había que “girar la rueda del progreso”.
López de Santa Anna masacró a descendientes de Yanga
Después de las acaloradas discusiones coloniales, en las que los canónigos metropolitanos de Córdoba seguían insistiendo en que los indígenas mexicanos eran bestias, la legislación de Indias fue influenciada por la sensatez de Cristóbal de las Casas.
Finalmente, el Consejo General de las Indias decretó en 1542 la ilegalidad de la esclavitud indígena, que había sido tan aplaudida por los encomenderos. Aquí cambió la historia de nuestra composición genética. Los “afros” tuvieron que sustituir a los indígenas en los trabajos pesados, a los pocos años.
El descubrimiento de enormes yacimientos de minerales en Zacatecas, Guerrero, Coahuila y Guanajuato, lo mismo que la explotación agrícola del altiplano y las costas, reclamaba mano de obra de difícil remilgo.
Según Alexander von Humboldt, tres cuartas partes de la plata que circulaba en el mundo durante la época colonial había salido por el puerto de Veracruz, y casi toda procedía de esos veneros y de los minerales de Taxco.
Cuando el dictador Antonio López de Santa Anna y Pérez Lebrón fue presentado con el caudillo de la Montaña, Juan Álvarez (quien finalmente, con su Plan de Ayutla logró su destitución), le puso el remoquete de La pantera negra, debido a su bravura y color de piel.
Todo ello, a pesar de que El seductor de la Patria se había especializado en masacrar “afros”, pues junto con el primer Presidente, Guadalupe Victoria, arrasó con miles de descendientes de Yanga, durante las rebeliones de Independencia en el estado de Veracruz, diseñado geográfica y territorialmente por el dictador, cuando ya pudo hacerlo.
El enorme Yanga legó su remoquete a un pueblo veracruzano, enclavado en las rodillas de la Sierra Madre Oriental, que recuerda al que se rebeló a fuerza de machete cañero contra el Imperio español, casi 200 años antes que lo intentaran los insurgentes.
Cuando fue presidente el duranguense Guadalupe Victoria, nadie sabe si por sus convicciones masónicas yorkinas o por el enorme fardo de su cruda moral, decretó la abolición de la esclavitud. Se borró su contradictorio pasado.
Legislación ecuatoriana
El Congo, Rodesia, Angola y Mozambique siempre constituyeron el tercio rebelde de territorio continental africano jamás ocupado por minorías blancas de colonos que quisieron afirmar su poderío sobre ellos.
Por eso, nos recuerda el poeta de la negritud, Aimé Césaire: “En ellos, la colonización africana no fue ni evangelización, ni empresa filantrópica, ni voluntad de hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, de la enfermedad o de la tiranía… hombres arrancados de sus dioses, de sus tierras, de sus costumbres, de su vida, del baile, de la sapiencia…”.
El momento crítico, apuntan los panafricanistas, es cuando Europa cae en manos de los financieros y de los capitanes de la industria más carentes de escrúpulos. Esa es la Europa del Congreso de Berlín, la de los sangrientos imperios, responsables ante la humanidad de ese montón histórico de cadáveres.
Por ello, en nuestro tiempo, en Latinoamérica, la legislación ecuatoriana es ejemplar. Su Constitución reconoce explícitamente los derechos de quechuas, shuares y el uso oficial de los pueblos indígenas de todos los idiomas ancestrales; los derechos de los pueblos afroecuatorianos, y así por el estilo.
Claro que la solución no sólo debe limitarse a los códigos. No por el hecho de que la problemática afromexicana se contenga en la ley, garantiza su solución. El Estado debe respetar los asentamientos de sus pueblos. La reforma debe acompañarse de la voluntad de cambiar. Si no se hace así, se corre el riesgo de lo superficial.
Se corre el riesgo de que sigan estando a la cola en la estadística de los “proles”, tan menospreciados por “las niñas bien” de las revistas de papel cuché. Es evidente el miedo hacia quien se deturpa.
El Estado debe respetar el aprovechamiento de sus recursos naturales sin lesionar su integridad cultural, social y económica. Debe actuar, previa información y consulta a los “afros”, en Cuajinicuilapa, Guerrero; en Pochutla, Oaxaca; en Múzquiz, Coahuila o en la cuenca del Papaloapan.
Madurar es aceptarse. Abandonar el síndrome de Peter Pan. Reconocer la pluralidad multiétnica, darle su lugar a los afromexicanos. Todo debe ser regido por conceptos superiores de tolerancia y voluntad de cambio hacia los nuevos aires de la civilización.
“Todos somos iguales”
Somos un país invertebrado, injusto. Expulsamos migrantes y nos afrentamos cuando los agreden allá afuera los WASP gabachos. Aquí adentro, discriminamos y masacramos a nuestros ancestros forjadores de la identidad, de la progenie.
Los organismos de la cultura deben abandonar su pasmosa catatonia y su nefasto extranjerismo. Deben dejar de ser instituciones con una nómina al servicio de comentócratas, que sólo aportan vergüenzas no declaradas. Pagos de asesorías que funcionan como becas para declinantes sociales. Largas nóminas de “chayotes” en la televisora que debiera educar.
Hacer a un lado para siempre aquella sentencia de George Orwell, en el clásico Rebelión en la granja, criticando la Revolución de Octubre: “Todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros”.
Debemos estar orgullosos de nuestros orígenes.
Los “afros” en México deben participar en la reconstrucción del Estado, obra superior de la cultura. En él, los afromexicanos deben dejar de ser la raza olvidada. Antes de que los olvidados seamos nosotros.