El término legítimo
Francisco Rodríguez miércoles 21, Oct 2015Índice político
Francisco Rodríguez
Cada gobernante cree que tiene la vara de la legitimidad hecha a su medida. Un presidente ilegítimo a todas luces, como Carlos Salinas de Gortari, creyó haber ganado el paso hacia el Olimpo encarcelando sin razón, motivo ni argumento legal a Joaquín “La Quina” Hernández Galicia, montando una escenografía sacada de lo más rupestre del cine negro.
El tiempo demostró, sin alguna duda, que el poderoso líder petrolero era más legítimo que el abusivo gobernante. Las obras y los beneficios a su gremio y a sus regiones hablan por el verdadero tamaño de cada quien. A Salinas lo persigue la ruindad donde se pare. A Hernández Galicia se le recuerda favorablemente, del mismo modo que a sus programas agroalimentarios, de desarrollo regional equilibrado y laborales.
Ernesto Zedillo, por su parte, creyó que el “paquete de salvamento” de 50 mmdd que el padrino Clinton le envió, saltándose al Congreso, para ayudar a las finanzas de la administración del cachanilla del derrumbe de diciembre de 1994, lo iba a legitimar. Desgraciadamente, su mala sombra lo arrojó al basurero por el desmedido afán de convertirse en mandadero de los gabachos.
El presidente Vicente Fox se “legitimó” a base de sandeces. Los mexicanos supimos del “efecto teflón”, por lo que nos enterábamos sobre la manera en que el comediante Reagan sorteaba los impactos y los exámenes de la opinión pública a su ignorancia. Ponía su risita y sus gracejadas ante la TV y ¡sanseacabó!
Pero con el paso de ese sexenio aciago de la parejita del Bajío, nos dimos cuenta con azoro que la gente metabolizaba sus grandes dislates, ocurrencias y graves violaciones a la Constitución y a todas las normas posibles, como aciertos de un ranchero con botas, mucha ignorancia y más cinismo. Era el “efecto teflón”, de ingrata memoria.
Empezó con la rabieta hecha frente a los periodistas de la fuente y las cámaras de televisión nacionales y extranjeras, porque no se complacía su capricho de realizar el primer debate entre candidatos, el 23 de mayo del 2000. Su grito de “hoy, hoy” lo desbarrancó en las encuestas.
Un asesor texano de imagen, Rob Allyn, le proporcionó la oportunidad de convertir, mediante una estrategia publicitaria consistente en ensalzar su testarudez, para convertirla en un éxito electoral que lo elevó a alturas insospechadas de popularidad, de las que ya nunca descendió.
Hasta los saqueos de esa “pareja presidencial” mojigata y pudibunda a las empresas descentralizadas patrimonio del pueblo, las voraces iniciativas en contubernio con los poderes extralegales, sus ligas palpables con el narcotráfico y hasta la desaparición de los organismos de asistencia pública y privada por el empeño en “atinarle” a todos los pronósticos y loterías, pasaron por lo alto de la opinión pública; nadie dijo “ni chus, ni mus”.
El sucesor, un moreliano, se “legitimó” con la peor de las inmundicias: desatando una abominable “guerra contra el narcotráfico” pedida exclusivamente por el embajador de Estados Unidos, Jeffrey Davidow, a cambio de que las cúpulas estadounidenses le franquearan el paso al poder. El resultado, cien mil muertos y desaparecidos, y el negocio de la amapola en boga.
Asimismo, se privó de la libertad a la maestra Elba Esther Gordillo Morales. Hasta la hora en que se escribe esta columna, ninguna autoridad pericial, ministerial o judicial ha podido fincar un solo cargo penal a la injustamente confinada, a pesar de tener el derecho constitucional de ser merecedora legítima al arraigo domiciliario.
Los presidentes “legítimos” en la historia
Hubo tiempos en que los regímenes creían ser legítimos por el hecho de haber sido electos hasta “echándole fruta de más a la piñata” (con votos hasta de los muertos en las urnas); todavía se amarraban los perros con longaniza y los mandatarios se colgaban de cualquier gancho en la afanosa búsqueda de la popularidad.
Manuel Ávila Camacho, por el hecho de declarar la guerra al Eje y suspender las garantías individuales; helicópteros sobrevolando las ciudades, atemorizando a la población para que se encerrara en sus casas, cubriendo sus ventanas con cartones para que no saliera la luz de los focos… en vista de la amenaza de bombardeos alemanes, italianos y japoneses. Un estado sicótico, mientras el valiente Escuadrón 201 se la rifaba en los mares del Pacífico al lado de los “Diablos de Batán”, quienes seguían matando japoneses porque nadie les había dicho que ya había acabado la guerra.
Miguel Alemán, “legitimándose” por aprovechar las condiciones de la guerra y la parálisis de los aparatos agropecuarios y textileros gabachos, para hablar de un “milagro mexicano” con crecimientos del PIB y derramas económicas con paz y estabilidad social. Los únicos que progresaban, en realidad, era sus compinches y los campesinos “nylon” que el sistema financiero apoyaba hasta la iniquidad.
López Mateos, aprovechando la muerte de unos pescadores en el Mar Caribe, para culpar al gobierno guatemalteco de Idígoras Fuentes y ¡declararle la guerra! Afortunadamente, las cosas no pasaron a mayores, que si no, los kaibiles guatemaltecos nos hubieran derrotado y habríamos pasado por otra vergüenza internacional.
Bueno, pero si esa aventura bélica extraterritorial no prendió, ahí estaba a modo el “levantamiento armado” del viejo henriquista Celestino Gasca para echarle encima al glorioso “instituto armado” de Lomas de Sotelo y hacerle pagar cara su afrenta. Afortunadamente, la noche del levantamiento, el 15 de septiembre de 1961, cayó sobre las tropas insurgentes un inclemente aguacero en la Sierra Madre Oriental, que los hizo desistir de su fiebre revolucionaria. ¡Faltaba más!
Como ese intento “legitimador” falló, todavía le quedaban arrestos al mexiquense para aplastar a maestros, ferrocarrileros y estudiantes internados politécnicos y salvar el honor de la patria escarnecida. Lo logró, atiborró Lecumberri con los Vallejo, Campa, Salazar, y una pléyade de líderes sociales de excepción .
Por si esto fuera poco, y a falta de un factor de “legitimidad”, el salvaje Gustavo Díaz Ordaz aplastó el movimiento médico de sensibles demandas y después libró la batalla de Echeverría en Tlatelolco, contra la amenaza comunista internacional, masacrando a estudiantes y presagiando su absoluta complicidad con la CIA en el asesinato del presidente chileno Salvador Allende.
Desobediencia civil a falta de legitimidad
Es cierto que de un buen sistema representativo depende, en buena medida, de la legitimidad de los sistemas políticos. Hasta hace poco tiempo esta era la idea que prevalecía. Sin embargo, cuando la representación deja de funcionar en los términos que prescribe la Constitución o que espera la ciudadanía, se produce una fractura en la legitimidad del poder.
En el clásico moderno de Ronald Dworkin, Una cuestión de principios, el autor establece que ya hay dos concepciones sobre el famoso “estado de derecho”: una conforme a la cual el poder del Estado nunca puede afectar a los individuos, excepto de acuerdo con normas de competencia… … y otra, que corresponde a “la percepción que tienen los ciudadanos en el sentido de ser titulares de derechos ante terceras personas y frente al poder establecido, en su conjunto… la apreciación del ente colectivo llamado sociedad política… si ella está dispuesta a obedecer las decisiones de quienes la representan; cuando no es esa la percepción general, comienzan a darse las bases de la desobediencia civil”.
El deterioro institucional es equivalente a la pérdida de la convicción generalizada sobre la ilegitimidad de los representantes. Una de las manifestaciones más frecuentes en ese sentido consiste en el desdén por la política. Incluso se llega al extremo paradójico de que los propios protagonistas de la política expresan su desprecio por… ¡la política!
Así, acaba atribuyéndose honestidad al inexperto, simplemente por no haber tenido contacto con el quehacer político. Y esto lleva a aceptar proposiciones de manifiesta irresponsabilidad y demagogia como las más adecuadas para solucionar los problemas generados por los políticos. ¡Los ñoños al poder!
El estado de Derecho, aunque sea de corte neoliberal, implica un contenido ético, a todas luces requerido por todos los teóricos de la materia, en cualquier latitud del mundo.
No es necesario sufrir la vergüenza de que las casas encuestadoras propiedad de manipuladores profesionales y de gesticuladores neurolingüísticos y televisivos pretendan sustituir con dígitos sin valor alguno el verdadero estado de una percepción pública frustrada en sus expectativas y desfondada en sus bolsillos.
Se atribuye a Porfirio Díaz la frase: “para mis amigos, justicia y gracia; para mis enemigos, justicia a secas”. Desde hace 150 años, éste parece ser el único principio de legitimidad que respeta la “clase política” nahuatlaca, otomí y chichimeca que nos gobierna.
La ratificación de Carstens obedece a esa lógica. ¿Cómo es posible que el sustento del poder se apoye en sus argumentos de que “tiene la inflación bajo control y el dólar estable en menos de 16 pesos”, cuando él mismo reconoce que ambas obedecen a las caídas en precios petroleros —y a la quiebra de Pemex— lo mismo que al derrumbe de los precios de las materias primas? La realidad lo desmintió en 24 horas.
¿Con qué instrumentos el Banco de México va a cambiar las tendencias internacionales que maneja un mercado voraz de compradores con el dinero suficiente para no someterse a sus atrabiliarios y fantasiosos argumentos pedestres?
¿En qué se basa el sistema político para ofrecer seguridad, si ellos mismos reconocen que “falta capacitar a 331 mil policías en 25 entidades, lo que representa el 95 por ciento del total”? Entonces, de que sirvió la millonada de pesos que se han gastado en las compañías que se han enriquecido aplicando el polígrafo, que como se ha dicho, es un instrumento casero que sólo sirve para detectar movimientos involuntarios del sujeto, pero que no revela ni ofrece nada?
¿Cuál es la base de legitimidad que permite que una turba de enfurecidos casi mate a 11 policías federales en un retén de Guerrero y no hace nada para salvarlos? ¿Cuál es el contenido ético que puede legitimar a un gobierno que no acepta que en los sucesos de La Montaña prevalecieron los intereses del narco, protegidos por los “institutos armados” y acaba de una vez por todas con esta paranoia que tiene al país en vilo?