El espíritu de Martínez Domínguez
Francisco Rodríguez viernes 7, Ago 2015Índice político
Francisco Rodríguez
La carrera de Alfonso Martínez Domínguez estuvo plagada de hazañas políticas. Lo atestigua la vida de un hombre que llegó a México procedente de Nuevo León a sobrevivir vendiendo plátanos en un mercado de barrio, según relatan sus biógrafos.
Con enormes atributos cerebrales y olfativos, las leyendas urbanas sobre el regiomontano son variadas y sabrosas. Lo cierto es que llegó a ser elevadorista del viejo edificio del CEN del PRI —y algunos dicen que también en el edificio del gobierno del DF— y alcanzó la cabecera de ambas posiciones.
Lo cierto, también, es que “haiga sido como haiga sido” —el panista Calderón dixit—, Martínez Domínguez llegó a controlar la poderosa Sección Uno (entre otros, los barrenderos y trabajadores de parques y jardines) del Sindicato de Trabajadores del DDF y desde ahí armó su poder.
La Sección Uno del SUTGDF, que agrupa a los trabajadores de limpia era vista, desde la constitución de ese sindicato en 1937 —idea del viejo carrancista Cosme Hinojosa— como un instrumento corporativo demasiado útil al desempeño del poder en la capital de la República.
Gente muy importante llegó a representarla en las lides sindicales y políticas. Entre ellas, varios de los integrantes del grupo de “Los Cinco Lobitos” de la CTM: Luis Quintero, Alfonso Sánchez Madariaga, Jesús Yurén, Fidel Velázquez y Fernando Amilpa, quienes aparecían como fedatarios de sus conquistas.
Dicha sección era uno de los nervios imprescindibles del sistema político. A veces utilizada como grupo de choque, el espíritu de cuerpo que prevalecía entre sus miembros y su solidaridad con otras organizaciones de burócratas, la hacía ejemplar. Carne de cañón en los enfrentamientos y aportadora de multitudes en los recibimientos.
Martínez Domínguez la detectó como fuente de su poder, y así fue. Lo llevó a dos diputaciones federales por la capital nacional, al liderazgo de la CNOP y al control real de la política en el centro del país. Díaz Ordaz decidió que él le impusiera la Banda en el ‘64.
Echeverría, el factor disruptivo
Como líder priísta, Martínez Domínguez fue icónico. Era el ejemplo del ascenso social, de la reverencia institucional y del acatamiento de las órdenes presidenciales. En 1968 tomó posesión del CEN del PRI. Nadie adivinaba lo que se venía.
Fuera de tener “orejas” a sueldo en todas las asambleas estudiantiles y recibir información de primer nivel sobre los acontecimientos previos a la masacre, Martínez Domínguez no pudo intervenir en la represión, salvo la testimonial del “abajo-firmante”.
Aunque la función más importante del líder priísta era “destapar” al candidato presidencial, al obtener la luz verde de GDO, Luis Echeverría —con una formación totalmente distinta a la del regiomontano—, se le adelantó y procuró que la función cayera en los “sectores” del CEN.
Hizo a un lado a Renaldo Guzmán Orozco, de la CNOP y utilizó los favores de Augusto Gómez Villanueva —que realizaba un mitin de la “Brigada del Bigote Grande”, de la CNC, en la estatua de Zapata del camino viejo a Xochimilco— y del incuestionable lechero de Matías Romero, don Fidel.
Con esos apoyos en las alforjas, Echeverría organizó su propio destape. Hizo un acto con los dos sectores en el Palacio de los Deportes de la Agrícola Oriental, con grandes despliegues de populismo fascista y se convirtió en “el candidato de las mayorías”.
A partir de ahí, Martínez Domínguez no vio la suya. Era demasiado lo que Díaz Ordaz creía deberle a Echeverría, como para interponerlo en su camino ascendente. El líder del PRI fue hecho a un lado, materialmente.
El candidato se comportó en campaña como un auténtico contestatario del régimen diazordacista, se perfiló ante las clases medias como un ciudadano “inconforme” con la represión y contra el autoritarismo, ¡del cual había sido el inspirador y ejecutor!
Se rodeó de jóvenes combativos, no los que le acompañaban en el autobús de la campaña, más comprados que un kilo de cebollas con rabo, sino los brigadistas juveniles que le organizaban la visita a las universidades públicas y tecnológicos regionales, así como a su reconciliación con luchadores sociales. Un tipo de 47 años desfogando sus frustraciones de disciplinado burócrata de cuello blanco. ¡Imagínese!
Fustigó fulminantemente a Carlos Vázquez Rangel, líder de las juventudes priístas, surgido del “martinismo”, por atreverse a pronunciar en un acto de campaña que “los jóvenes de México se alineaban incondicionalmente con el candidato”, haciendo gala de un latiguillo de uso común entre priístas.
A lo que “el candidato de las mayorías” contestó con furia. Que lo último que esperaba en su campaña eran “jóvenes incondicionales”, que él los instaba a ser revolucionarios, inconformes con la situación del país. Vázquez Rangel tuvo que renunciar, ante las tripas enredadas de Martínez Domínguez.
Miedo, la antesala del poder, ¿todavía?
Por esos montes de Ubeda, el candidato se hizo cada día más desconcertante para los cuadros de su partido, quienes ya no sabían cuál era la forma de tratarlo, para siquiera sobrellevarlo y no hacerlo montar en cólera. Era el dueño de México.
Un auténtico sicópata. Cambiaba de estado de humor en segundos y recuperaba bríos para volver a repetir la escenita. Nadie estaba seguro a su lado, y cundió el pavor al personaje. El caldo de cultivo del autoritarismo. Tenía hambre y sed de poder.
Los políticos de la anterior generación se convirtieron en sombras testimoniales. Se cobró todas las afrentas que, como burócrata disciplinado, tuvo que tragarse de sus viejos amigos de la prepa, como el escritor Wilberto Cantón, que lo criticó desde sus trincheras teatrales.
Las “afrentas” sufridas de manos de Rafael Corrales Ayala, quien desde las épocas del PRI encabezado por el general Agustín Olachea Avilés, le disputó en edades tempranas los favores de Adolfo Ruiz Cortines.
El miedo se convirtió en la auténtica antesala del poder en México. Todo mundo sabía de qué era capaz Echeverría. Nadie lo discutía. Para la disciplina priísta, el vasco habilitado era una prueba de fuego. Cicuta para el hígado.
Y el 10 de junio “no se olvida”
Al tomar posesión de la Presidencia, LEA designó a AMD como jefe del Departamento del Distrito Federal. A su hermano Guillermo, en la CFE. Se dividía la familia, de una manera previamente calculada. Las fuerzas del orden al interior del GDF estaban confiadas al coronel Manuel Díaz Escobar, subdirector de Servicios Generales.
Pero Díaz Escobar, formado en el batallón de fusileros paracaidistas, de tristes recuerdos en el basucazo y toma de la Prepa Uno en San Ildefonso, fue enviado al DF en 1966 por Echeverría, secretario de Gobernación a la sazón, para encargarse de formar a “Los Halcones” y enviar a sus cabezas a cursos de capacitación militar en Europa y Asia (de ahí las técnicas marciales japonesas del kendo en el ataque y masacre del Jueves de Corpus de 1971).
Todas las fuerzas de seguridad pública, federales y locales, que tenían que ver con la capital de la República fueron concentradas en un grupo de toma de decisiones que operaba fuera de las oficinas del Departamento del Distrito Federal.
El 10 de junio de 1971, Martínez Domínguez y otros miembros del gabinete fueron invitados por LEA a comer a Los Pinos. En la sobremesa, el Presidente contestó un telefonazo que alguien le hacía, expresando consternado: “¿Muertos?, ¿heridos?, trasládelos inmediatamente a los hospitales…”
Acto seguido, instruyó a AMD y a Julio Sánchez Vargas, procurador general de la República, a que ofrecieran una rueda de prensa, donde, a pregunta expresa, el regiomontano negó toda posibilidad de la existencia de “halcones” como tales, en las nóminas del GDF.
En el backstage Echeverría filtró a los medios la posibilidad de que AMD mentía y empezó a correr como reguero de pólvora la renuncia del neoleonés. Fue llamado a Los Pinos y LEA le dijo, según relató a Heberto Castillo el propio Martínez Domínguez: “vaya usted a decirle a su mujer que le va a servir al Presidente y que va a renunciar”.
Con una carga de 120 estudiantes y curiosos muertos, el coronel Díaz Escobar había cumplido la misión.
López Portillo lo reivindicó. En 1979 hizo gobernador de su tierra a AMD. Un gran gobierno. Nunca hizo alguna aclaración que limpiara su nombre, como lo había prometido a la prensa, después de un exilio de ocho años de la política activa.
Eso sí. No pudo evitar pasar a la historia de la picaresca nacional como “Don Halconso”.
Índice Flamígero: En el equipo de Jaime “El Bronco” Rodríguez para la transición hacia el gobierno neoleonés está representado el espíritu de Martínez Domínguez en, al menos, un par de personajes.+ + + En materia de conflictos artificiales, Oaxaca va a la vanguardia. La plausible propuesta para construir un muy necesario Centro de Convenciones ha encontrado resistencias muy explicables por parte de los grupos de siempre, los que quieren mantener a la entidad en el atraso. El proyecto, socializado entre todos los sectores sociales, debe concretarse. Llevará a la Vieja Antequera y a su zona metropolitana una mayor y mejor distribución de la riqueza.