“El golpe” al golpista Díaz Ordaz
Francisco Rodríguez martes 23, Jun 2015Índice político
Francisco Rodríguez
Gustavo Díaz Ordaz fue un hombre formado en los exabruptos y mentadas de madre de Maximino Ávila Camacho. El hermano incómodo de “El Presidente Caballero” lo usaba de achichincle, secretario, mensajero, cuentachiles, amanuense, quítame estas pajas, y lo que se le ofreciera al cacique poblano.
En el archivo fotográfico de Casasola, Díaz Ordaz aparece jovencito, cargando un portafolio, traje negro y corbata, a pleno sol en una playa veracruzana, haciéndole escoleta al general. Al paso del tiempo, con alguien tenía que desquitarse el también poblano. A todo santo le llega su fiestecita, ¿a poco no es cierto?
Díaz Ordaz, oficialmente nacido en Chalchicomula, Puebla, hoy Ciudad Serdán (obvio, el nombre se lo cambió el acomplejado poblano), bebía los alientos del furioso general, que siempre andaba encabronado: De él decían que “ningún chile le raspaba”.
Las versiones de que GDO fue criado casi como expósito por la familia Bolaños Cacho, de Oaxaca, no han faltado. Si así hubiera sido, nos ayudaría mucho más en el análisis que las otras, ofensivamente oficiales sobre su biografía, demasiado recoleta.
A fuer de ser honestos, si se lee detalladamente su currículum, se llega a la conclusión que en toda su vida, como muchos de los próceres de esta oligarquía, sólo necesitó un dedo para escalar la pirámide: el dedo de los Ávila Camacho y los sucesores que se quedaron a cuidar el changarro.
No tuvo que hacer talacha en las organizaciones partidistas de base, pisar alguna bartolina por defender alguna causa social de línea de masas, despedazarse entre la militancia para ser postulado, nada. Sólo contar con el poder de un dedo. El del poderoso en turno.
Era un hombre muy atildado. Solemne, institucional y ceremonioso hasta la pared de enfrente. Inmarcesible a las bromas de sus coetáneos. Jamás pudo aguantar el remoquete de Tribilín, que Humberto El Chino Romero le encasquetó. Era muy parco y sin un gramo de humor.
Decisivo en su tristemente recordada carrera fue ser compañero de escaño en el Senado de Adolfo López Mateos. El mexiquense pudo comprobar que se trataba de un eficaz abogado del sector público que encajaba en sus planes. El poblano siempre fue mal agradecido. Rígido y autoritario. Nada le causaba placer.
López Mateos, como un hombre bien parecido, de gran fortuna con las mujeres, simpático y gozador, se recargó en el poblano, feo, trabajador, puntual, reaccionario a ultranza. Siempre fue su favorito en la sucesión, por encima de Morones Prieto, Ortiz Mena, Del Mazo, Barros Sierra, cualquiera de ellos más brillante y mejor “acabado”, pero no era lo que necesitaba el mexiquense para respaldar su solaz.
Y es que el sucesor debía consolidar la maquinada represión ALM había llevado a cabo contra los gremios ferrocarrileros, magisteriales, médicos, politécnicos y demás. El mexiquense no podía darse el lujo de dejar cabos sueltos. Tenía que heredar el poder a un carcelero obediente.
La fama del mexiquense como secretario del Trabajo (que le ganó el reconocimiento del viejo Ruiz Cortines) fue conjurar, a base de conciliaciones y amenazas, miles de emplazamientos a huelga por la desesperada situación económica que causó la gran devaluación del “Sábado de Gloria” de 1954. Había que pagar los excesos alemanistas.
El gran perjudicado a plazo inmediato fue el mismo López Mateos. Pues a los pocos meses de haber tomado posesión Díaz Ordaz, lo defenestró del cargo de presidente del Comité Olímpico, para organizar lo que había conseguido a buen precio, por encima de las propuestas de Detroit o Buenos Aires.
El día de la inauguración de los Juegos de la Paz, GDO recibió la reprobación por la matanza de Tlatelolco. La comedia de equivocaciones que siguió fue de antología. Una República chusca que fue aprovechada por el sibilino Luis Echeverría para construir su destape de “inconforme”.
El impuesto federal sobre tenencia y uso de automóviles que decretó López Mateos en 1963 era para financiar la organización de los Juegos Olímpicos. Se acabó su objetivo. Pero el impuesto llegó para quedarse cerquita de 50 años. Se comprobó que en México, todo lo provisional es definitivo.
Atendía todos los caprichos de la embajada
Siendo presidente, Díaz Ordaz se fue contra Jorge Larrea, dueño del Grupo México. En el centro de la disputa estaban las concesiones mineras que iban a cambiar de dueño. Los canadienses y norteamericanos no esperan en este renglón.
Grande fue la sorpresa del poblano cuando Jorge Larrea, gracias a la protección de poderosos intereses trasnacionales, pudo evadir la acción de la justicia mexicana. Tarde comprendió el de Puebla que la cola mordida pertenecía a la misma culebra.
El asalto a la guarnición de Madera, el 23 de septiembre de 1965, le acabó de aguar la fiesta. Empezó la represión militar contra todo lo que se pudiera mover. La caza de brujas de la DFS y del Ejército fue a placer de los yanquis.
Represión a la guerrilla en Guerrero; estado de sitio en Sonora. Represión contra posibles sabotajes en zonas petroleras de la costa. Contra personajes de leyendas urbanas. Todos los fantasmas, a Lecumberri, a hacerle compañía a Pepe Revueltas, cliente habitual, siempre “apandado”.
Por lo demás, todo normal. Se atendía cualquier capricho de los gabachos, que solicitaran a través de la embajada. Tenía rato que la sede de la misma ya no estaba en el Palacio de Covián. Su lugar lo había ocupado la Secretaría de Gobernación.
Dicen los estudiosos que por los complejos de Díaz Ordaz, el trato cordial se descompuso. Veía moros con tranchete en todos lados. Recordaba su infancia atormentada. Decía siempre que el principal problema de cualquier presidente mexicano era el trato con Estados Unidos.
Nunca soportó que alguien le levantara la voz. Era un problema de formación. Infancia es destino, decía ese enorme educador que fue Santiago Ramírez. Hay traumas que se arrastran toda la vida. Con ellos se muere.
Vivió angustiado por la posibilidad de un “golpe”
Entre las presiones que sentía por parte de la embajada y las propias de su desempeño —entonces el Estado era una cosa sería—, Díaz Ordaz se dio el lujo de irles a “cantar las cuarenta” en las sedes de la ONU y la OEA en 1967. Una simple catarsis.
Pero ya tenía malquerientes. El embajador gabacho Fulton Freemanera uno de ellos. Aprovechaba cualquier oportunidad para denostarlo. En esto ni Hugo B. Margáin, embajador de México en Washington, con todo su estilo british, podía hacer algo. Por esos años, los gringos ya habían dado “golpes” militares en Guatemala, Perú y Brasil.
Pero Díaz Ordaz no era ni Ian Palach, ni Juan Escutia. No era capaz de inmolarse después de hacer una rabieta política, ni de envolverse en la bandera nacional y tirarse al vacío. Su talante conservador era rancio. Adusto. Imperturbable. Mocho de cepa.
Cuidadoso como era, ni deuda externa de consideración dejó. Su sexenio acabó en 1970 con un déficit de ¡4 mil millones de dólares! Haga usted comparación.
Ni de ahí podían agarrarse los gringos para pedir su cabeza. Pero lo cierto es que vivió angustiado por la posibilidad del “golpe” siempre. En ese tiempo se estilaba..
García Barragán, héroe nacional
Por peras o manzanas, el 27 de agosto de 1968 entró al Zócalo de la ciudad de México la manifestación estudiantil contra el gobierno. Eran más de 400 mil muchachos indignados contra la represión diazordacista, ejecutada por Echeverría.
Visto a la distancia, todas las manos estaban metidas. Había representación de todos los grupos nacionales y de las agencias de infiltración y espionaje de las potencias. Predominaba la CIA. Cuando la gente se daba cuenta de lo anterior, prefería que le dieran las “gracias por participar”.
Porque ahora todas estas cosas se pueden decir. En ese tiempo costaba la vida. Era un estado totalitario, con un modelo económico de capitalismo salvaje. Se castigaba hasta traer greñas largas. El ambiente olía a muerte.
La noche del 2 de octubre, cuando el Ejército tenía confinado el Centro Histórico de la capital, apresaba a los concurrentes a Tlatelolco. Fulton Freeman le ofreció en bandeja el “golpe” y la presidencia a Marcelino García Barragán, ex henriquista, ex gasquista, secretario de la Defensa. La respuesta negativa es histórica. Ahí cambió el rumbo del país.
Era la prueba conclusiva de que los gabachos nunca quisieron a Díaz Ordaz.
Hasta la fecha no puedo explicarme el porqué, dado que cumplió todas sus instrucciones al pie de la letra, como buen reaccionario. A menos que Lyndon B. Johnson, haya sido convencido de que los comunistas podían llegar a Los Pinos.
Porque todos eran anticomunistas. El director de la CIA en México, Winston Scott, reveló que López Mateos, Díaz Ordaz y Echeverría, entre otros, conformaban la red de informantes “Litempo”. Todos, colaboracionistas con el Tío Sam. No creo que haya sido, como decía Buñuel, “¡nomás por joder, carajo!”, ni nada más por su etiología de escorpión. Los contratos petroleros de riesgo compartido los había ejecutado, desde Pemex, Reyes Heroles, acatando sus órdenes.
Díaz Ordaz era un pro-yanqui consumado. Su formación era la de un soldado del PRI. La miseria popular prevaleciente lo delata en su inacción. Nunca movió una pestaña en apoyo de algún pueblo serrano, o costeño, o del altiplano. No se le conoce una línea contra los poderosos. Nada.
Platicando con corresponsales extranjeros de larga data en el país, atribuyen la posibilidad a una falla de la condición humana, aparte de que el embajador Fulton Freeman jugaba al “teléfono descompuesto”. ¿Por qué sería?
Una comedia bufa, más parecida a un autogolpe, como los que se daba el dictador Antonio López de Santa Anna en el siglo XIX. ¿Usted ve alguna diferencia?