Inteligencia vs espionaje
Francisco Rodríguez jueves 22, Ene 2015Índice político
Francisco Rodríguez
Desde 1947, las implicaciones que pudiera tener la seguridad pública mexicana con la mil veces ensarapada “seguridad nacional”, fue confiada a cuerpos civiles y paramilitares de inteligencia que se desempeñaron con una sola estructura de control, hasta mediados de los ochentas, cuando José López Portillo desaparece la Brigada Blanca de la ya inexistente —y arbitraria— Dirección Federal de Seguridad.
Era aquel un territorio custodiado, tanto por la secrecía institucional de los regímenes, cuanto por los medios de comunicación y sus columnas especializadas, que nunca quisieron descubrir ciertos secretos que muchos “estrategas” y “titanes de la oreja”, se llevaron a la tumba.
Libros negros, “biblias” de conversaciones telefónicas públicas y privadas, asesinatos, crímenes pasionales, llaves de cajones secretos, domicilios de seguridad en diversos puntos del país, donde se recluía, lo mismo a líderes de la industria del nixtamal que a asaltantes bancarios o a genios del complot.
Toda una parafernalia de claves íntimas y “santos y señas” que jamás debían ser conocidas por su única víctima: el pueblo.
Pero había también confidencias de mesas de cantinas, bares y restaurantes, cubiertas con oídos de aplicados líderes sindicales, después representantes populares o gobernadores, según la chamba de cada quién.
Y, claro, maletas de dinero muy limpio, no sucio, que sirvieron como la “grasita” del sistema para transitar mares tormentosos y sociedades agitadas por demandas justas, muy justas… pero antipatrióticas (sic). No convenientes al discurso de turno.
Oposiciones ilustradas —y dirigentes carismáticos— que arrumbaron con sus dolientes huesos las fétidas catedrales de la interrogación, llamadas “discotecas”, “metros”, “túneles” que funcionaron mejor que los confesionarios de la guerra cristera.
¡Hasta un burro podía declarar, bajo protesta de decir verdad, que en realidad era pato!
Cuando el Estado requirió de toda esa montaña de información para enfrentar los nuevos tiempos del narco leal al sistema, se dio cuenta que ya no existía.
Habían sido anécdotas de “adelantados”. Sólo quedaban recuerdos muy vagos, inconexos en mentes muy individualizadas y arrogantes, que no tenían por qué “soltar la sopa”.
El mito de un Estado sólido, protegido y blindado contra enemigos que muchas veces creó, fue derrumbado por la eficaz modernización de las bandas delincuenciales y de sus cabecillas, verdaderos empresarios de clase mundial que, en un rato tenían los mercados ultramarinos en un puño, ni qué decir de los latinoamericanos.
La irrupción en este escenario de las carreteras de información y navegación electrónica fue generosa con quienes se apropiaron de ellas, y ése no fue el Estado, sino las mafias del trasiego, su oposición leal. Contra ellas y la pasmosa ubicuidad de los capos, los métodos y procedimientos primitivos, estaban perdidos desde antes de empezar la pelea.
Durante la última llamada que el narcotráfico, todavía como jugador con reglas institucionales, le hizo al gobierno para atacar juntos el problema de la miseria en México, así como el pago de la deuda externa y el surtido de amapola a la industria farmacéutica internacional, ¿imaginen qué?, ¡el gobierno los rechazó y redobló el combate en su contra!
Ese gobierno, por miedo al reclamo norteamericano, se quedó pasmado ante tal oferta —como también lo hizo ante el terremoto—, que bien puede haber sido, repito, la verdadera última llamada. El Estado quedó en un ridículo tan grave, que los mismos narcos consideraron que se había quedado ¡como el perro de las dos tortas!
En vez de ello, el gobierno apostó por montarse al carro del narco. Desde la Secretaría de Gobernación y con el apoyo de “los verdes”, el titular abrió muchas franquicias en el país, mismas que confió a sus policías estrella.
Un teléfono verdaderamente descompuesto. Sin larga distancia, sin interfón y colgado de un “diablito”. Los operadores de Gobernación no supieron o no pudieron, fueron rebasados y los confiaron a “moches “simbólicos y lastimosos. Los viejos narcos, los de palabra, pagaron facturas de ley en la cárcel, algunos se murieron de muerte laboral o normal…y los sustitutos, llegaron a inundar el país con un ansia revanchista de fábula, con sed de poder y sangre, sin reglas qué obedecer.
El rostro del país cambió. Pasamos en pocos años de cantar con júbilo, muchas veces al lado de narcos en la misma fiesta, Camelia la texana a oír, con los acordes de “Los Tigres del Norte” el narcocorrido El circo, que retrataba un país en medio de la sarracina macabra y el desconcierto social.
El capo mayor, llegó a ser sustituido por las bandas de narcotraficantes, que no querían compartir regalías…
Y las fuerzas del gobierno, en vez de luchar contra el crimen organizado, llegaban a las regiones a enconar los ánimos, a regarla con profusión, a “desorganizar el crimen”, como muchas veces fueron ridiculizados por los “malosos”.
La seguridad se volvió inmanejable. La reprobación, unánime.