El libro que tenía corazón • (III)
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 11, Jul 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- Abrazó el libro como un recién nacido. Se sintió segura de poder atar su vida a una ilusión, esas ilusiones que se desvanecen con la rutina del trabajo, con las deudas, con las pláticas triviales de café y principalmente con los sentimientos empaquetados que compramos día a día en el mercado de la vida
Parte 3 de 3
Un crujido despertó abruptamente a María, no sabía qué había pasado. Observó la ventana que se encontraba empañada; desde lejos identificó que el cristal se había estrellado. Caminó desde la cama hasta la ventana con un paso lerdo. Antes, paró enfrente del ropero que se encontraba justo junto a la puerta del baño de su recámara; contempló y tomó entre sus manos el termómetro que le había regalado su abuelo cuando tenía 10 años. Ahora marcaba un grado bajo cero. Se quiso concentrar en el recuerdo de aquel momento cuando el abuelo le extendió la mano y le entregó el termómetro de pared, que con la ayuda del mercurio, le ayudaba a calcular la temperatura ambiente de los últimos 23 años.
Sin embargo, por el pequeño agujero que se generó en el cristal, se sintió una brisa helada que la distrajo… puso su mano en la ventana y haciendo breves círculos en la misma empezó a desempañarla.
A través del cristal pudo ver la copa, de algunos de sus trofeos del jardín, pletóricos de hielo. El cual con la luz del amanecer generaba algunos contrastes de colores que le permitieron una sonrisa taciturna. Reflejaba cierta especie de alegría, acompañada de nostalgia, preocupación y un amor que se encarnaba en su recuerdo.
Fue hasta este momento que María recordó aquel libro que ahora le generaba nuevamente sudor en sus manos y una leve taquicardia que tenía que ver con el desconcierto, con el desprecio de esta vida que hace vivir la irrealidad, que hace compartir lo que no es nuestro y que hace expresar sentimientos ajenos a la pasión del alma. Nuevamente dudó, camino hacia el baño, dejó caer un poco de agua en su cara, se miró al espejo y retomó la seguridad que había, en los últimos días, dejando una marca de dureza en su ceño.
Después bajó las escaleras de su casa y se acercó al viejo librero, acercó una silla del comedor, se subió en ella y tomó el libro. Como en otras ocasiones, abrió el libro, se sentó en el sofá y continuó su lectura.
Era nuevamente un contacto con él, con el personaje que la había distraído de su rutina, con el hombre que le hizo pensar en lo que estaba prohibido para mujer alguna. Humedecieron sus ojos, porque otra vez la sangre corría por sus venas, el calor invadía su cuerpo; sólo que ahora tuvo una sensación diferente… un leve mareo la mantuvo aletargada, parecía que cada palabra que leía tenía una explicación propia, tenía su propia historia. Puso el libro en su vientre y se desvaneció.
Se pudo escuchar en toda esa habitación un sollozo que reflejaba los sentimientos desesperados por retomar la vida en sus manos. Pero, fue tal el dolor de cabeza que le generó el momento, que decidió sentarse en la antigua silla de su abuela. Adelante y atrás, se empezó a mecer sin hacerlo de manera consciente, era su instinto que buscaba dormirla y separarla de su ser, llevarla al mundo donde las almas comparten su inocencia, su bondad y su verdad.
Abrazó el libro como un recién nacido. Se sintió segura de poder atar su vida a una ilusión, esas ilusiones que se desvanecen con la rutina del trabajo, con las deudas, con las pláticas triviales de café y principalmente con los sentimientos empaquetados que compramos día a día en el mercado de la vida. Todos los sentimientos llegaron a su mente, a su cuerpo, a su alma, eran el amor a su abuelo que había sido como su padre, el odio por su vida que ahora identificaba insoportablemente perfecta, el placer que había desarrollado al contemplar los paisajes naturales de la casa de su madre. Todos los sentimientos juntos, toda la vida en sus manos… Moderó el diálogo del paraíso con el infierno.
Así pasaron los días de María. Seguía sentada en aquella silla; día y noche… Adelante y atrás. Su esposo quiso despertarla, pero en su cara había una leve sonrisa angelical que era difícil decidir eliminar el discreto éxtasis que ella vivía. Sin embargo, él, su madre que la contempló dos días enteros y algunas personas que la visitaron no tenían certeza si había muerto o estaba viva, nadie quería saber la verdad. Por momentos me pareció repetir la historia de Amaranta. La única esperanza que se albergaba en la gente que la amaba era el vaivén de la silla, algunos creían que era por el impulso de ella, otros creían que era un efecto físico generado por un pequeño desnivel del piso en donde se posaba la silla.
Así pasaron exactamente siete días y, en el séptimo día, a la media noche, mientras su esposo dormía en su habitación, María se levantó de su silla, reconoció la tranquilidad del descanso eterno; nunca tuvo certeza de si había despertado o había resucitado. Para ella fue el descanso del alma, la cual se enriquece de la paz, den encuentro con uno mismo. Abrazó con ahínco el libro, caminó con sólo tres pasos hacia la chimenea, se hincó al pie de la fogata. Abrió el libro en la página 5, lo volteó, admiró su pasta color café y lo dejó caer. Sintió que había dejado una pequeña parte de su vida; pero al momento de ver cómo se consumía el papel en las brasas, sintió que ahora recuperaba la otra parte de su vida perdida.
María se levantó y se alejó del fuego, se abrazó con sus propias manos y sintió frío. Tocó levemente su abdomen; parecía un poco inflamado… no le puso atención.
María nuevamente durmió, ahora en su cama, sólo ocho horas. Al día siguiente caminó por las calles de la ciudad con una hermosura envidiable. El encuentro con ella misma, el descubrimiento del amor, la sensación extasiada de estar viva y principalmente el contacto con la inmortalidad la hicieron lucir como un ícono del paisaje. Por cada calle que pasaba, su cadencia era un poema perfecto. Todos la admiraron, yo la admiré y eso que no la conocí, sólo me tocó contar su historia, la historia de María.