José María Morelos es el padre de nuestra nacionalidad
¬ Mauro Benites G. lunes 28, Jun 2010Municiones
Mauro Benites G.
José María Morelos y Pavón estremece el escribir su nombre y un fervor sagrado deslumbra a Hidalgo con sólo mostrarle su respeto al encontrarse ambos en el pueblo paupérrimo, de Charo.
Nunca se han visto y es pura invención que Miguel Hidalgo fuera su maestro en San Nicolás, a donde llegó Morelos, alumno adulto, cuando ya el ahora Generalísimo andaba corriendo la legua de su falta de fe por esos pueblos más del diablo que de Dios. Justamente porque es ajeno a toda política, cura modesto en los paupérrimos curatos de Carácuaro y Nocupétaro, es un mulato con sangre española, muy poca, y sangres india y negra sosteniendo el fornido corpachón, porque apenas a la entrada de Hidalgo en Valladolid se enteró de la sublevación y trémulo soportando la enorme posibilidad, ha llegado a la ciudad en busca de un superior a quien consultarle acerca de la reprochada falta de religión de la campaña -su Dios, pero el de México, quiso que el alto cura no le prohibiera seguir su inexplicado, irrefrenable impulso- de manera que desaparecido su doloroso escrúpulo siguió a la masa, de la que salió con esfuerzos inauditos primero para amar a la madre, abandonada del borracho carpintero que era el marido. Mantuvo a la madre, primero en las rudas tareas del campo y después por un bendito tiempo ejerciendo el nobilísimo oficio de la arriería, que le enseñó oponiéndole la detallada geografía hacia la costa, rumbo al quemante sur, y luego le dio la voluntad para estudiar apenas las necesarias órdenes para atender el culto en los quintos infiernos de la tierra caliente de Churumuco, llamado el Infiernillo, había de traerse a la adorada madre, ya casi muerta, sin terminar el camino hasta Valladolid, que la pobre mujer se quedó en Pátzcuaro, al fresco de la laguna; por todo eso, porque era un hijo de las sangres esclavas y dolientes, de todas las pobrezas y las desesperanzas, José María Morelos, genio tardío porque los pobres no pueden lucir ingenio infantil cuando han de madurar antes de tiempo para cumplir como hombres, ese hombre áspero, vitalísimo, de mirar quemante y movedizo, buscador de los milagros que sólo él ha de poder hacer, de lengua fácil, pero limitada.
Dejemos que el congresista reconocido, don Andrés Quintana Roo, admirable, como admirable era su esposa Leona Vicario, nos lo cuente, que nada importa lo cronológico estricto si nos permite tal informalidad entender a fondo ese momento estelar: “Fascinaba a don Andrés Quintana Roo -es Guillermo Prieto el que lo recuerda- cuando hablaba de la patria.
Me refería en su casa una noche las vísperas de la instalación del Congreso de Chilpancingo.
—Morelos -me decía- era un clérigo fornido, cariancho, moreno, de gran empuje en el andar y en movimientos, de voz sonora y dulce.
La estancia en que estábamos era reducida y con un solo asiento; en una mesilla de palo, blanca, ardía un velón de sebo que daba una luz palpitante y cárdena.
Morelos me dijo:
—Siéntese usted, y óigame, señor licenciado; porque de hablar tengo mañana; temo decir un despropósito: yo soy ignorante y quiero decir lo que está en mi corazón; ponga cuidado, déjeme decirle; cuando acabe, me corrige para que sólo diga cosas en razón. Yo me senté -proseguía Quintana-. El señor Morelos se paseaba con su chaqueta blanca y su pañuelo en la cabeza, de repente se paró frente a mí y me dijo su discurso.
Entonces, a su modo incorrecto y sembrado de modismos y aun de faltas de lenguaje, desenvolvió a mis ojos sus creencias sobre derechos del hombre, división de poderes, separación de la Iglesia-Estado, libertad de comercio, y todos esos admirables conceptos que se reflejan en la Constitución de Chilpancingo y que apenas entreveía la Europa misma a la luz que hicieran los relámpagos de la Revolución francesa.
Yo lo oía atónito, anegado en aquella elocuencia sencilla y grandiosa como vista de volcán: él seguía… yo me puse de pie… estaba arrobado… concluyó magnífico y me dijo:
—Ahora, ¿qué dice usted?
—Digo, señor… ¡que Dios bendiga a usted! (echándome en sus brazos, enternecido). Que no me haga caso ni quite una sola palabra de lo que ha dicho; es admirable!…”. Así nuestro padre Morelos llega a su cita con el destino y presenta ante el Congreso de Chilpancingo “Los Sentimientos a la Nación”, para convertirse humildemente de “Siervo de la Nación” a Padre de nuestra Nacionalidad.