La carta
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 13, Jun 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- Amaranta tomó al más pequeño que convulsionaba y todavía pudo balbucear: “Vente conmigo, no me dejes, este lugar está muy oscuro mamá…”
Regresaba de su trabajo a las cuatro de la tarde. Había comprado algo para comer en el trayecto de la oficina a su casa. Ella vivía en una vecindad cercana al barrio de la Lagunilla en la Ciudad de México, justo donde termina la parte histórica y turística de la Ciudad para hacer contacto con la realidad de esta urbe. Así con esa realidad, o lo que ella había creído lo era, Amaranta Jiménez se enfrentaba desde hace quince días con un presente y un futuro incierto que la habían obligado a ver los días y tardes rojizos y las noches oscuras con destellos de las luces de vehículos y del alumbrado público que le hacían respirar su depresión como si fuera aire caliente que quemara sus fosas nasales.
Habían pasado seis años, desde que vio salir a Martín Gutiérrez, su esposo, por la puerta de su casa. Con la ropa y el cuerpo aseado, pero con una pequeña mueca en la cara que daban el adiós y parecía, en verdad, que era una despedida. Sin embargo, no lo tomó así. Siempre pensó que las despedidas debían ser solemnes: Un adiós, un beso en la mejilla, un “nunca me olvides” o una pinche rabieta azotando las puertas y pateando todo cuanto hubiera a su lado. O quizás hubiera soportado un jalón de cabellos y una respiración agitada en su oído diciendo “pinche perra, me tienes jodido”. Pero no, sólo suspiró, con la sonrisa entre cortada en sus labios y con una pequeña bolsa de plástico negra partió y se perdió en una bruma del amanecer en aquel domingo de noviembre.
Así pasaron los días y los minutos y en verdad pudieron ser cada uno de los segundos que acompasaban su respiración y que daban cadencia a su andar. Los cuales tenían algo en común: la actitud de esperar. Y Amaranta lo esperaba a él, esperaba su recuerdo. Esperaba verlo entrar con la cara desencajada, por la misma puerta que lo vio salir, pidiendo perdón por la pequeña sonrisa que no pudo ocultar en su salida. Suplicando su perdón por abandonarla. O también lo imaginó millonario llegando con toda la opulencia diciéndole: “Ahora sí Amaranta, valió la pena que me esperaras, estuve trabajando y ahorrando para darte la vida que te mereces”.
Con estos recuerdos y esta esperanza rehízo su vida. Y, junto a ese recuerdo, y esa esperanza sus dos hijos, Efraín y Roberto, de doce y ocho años, le preguntaban a dónde había ido su padre y Amaranta sin ningún titubeo decía: “se adelantó al lugar donde arribaremos nosotros, sólo quiere estar seguro que cuando lleguemos todo esté listo. Es como si nos esperara a comer. Cuando la comida esté lista seguro nos mandará a llamar”. Este argumento lo utilizó con sus hijos, con sus compañeros de trabajo, en la oficina del Gobierno del Distrito Federal, justo frente a la Catedral de la Ciudad de México y en un inicio también usaba el argumento con Don Gregorio, su padre, quien enviudó tres años antes. Pero quien últimamente la veía con desconfianza, como si su hija se fuera desvaneciendo en sus recuerdos y en la delicada locura donde se envolvía ella misma.
Pero, quince días antes recibió una carta, “mecanografiada en una máquina Olivetti” pensó ella. Venía en un sobre amarillo, tamaño carta, cerrado con el listón rojo que rodea la rondana de papel. La encontró en el buzón de la entrada, justo donde están los medidores de la luz. Estaba húmedo el documento, parece que llevaba más de dos días a la intemperie y así empezó a leer:
“Estimada Amaranta… Me fui y caminé por las calles de la Ciudad, no sé si descansé en algún momento, pero no mentiría si te digo que deambulé por cuatro noches y cuatro días. Dormí en algunos parques y también en algunos carros abandonados de la Ciudad. Quería encontrarme a mí en esta vida donde es tan fácil verse al espejo pero reconocerse tan poco.
Por momentos quise arrancarme la vida, pero la cobardía de no saber qué hacer con mi muerte, me hizo recular. Siempre te tuve en mi mente. Nunca supe si ese recuerdo fue por amor o por necesidad. Como sabes nunca creí en Dios, entonces recordarte era lo más real que tenía.
Así pasaron seis años. Podría contarte qué tanto he hecho, pero sería difícil llenar más de una página con lo vivido. Mejor te platico lo que he pensado y sentido, que también es parte de lo que he vivido. He pensado en el dolor del abandono y por eso no regresé; porque el dolor en ti debe ser más grande cada día y yo cada día más culpable. Además he sentido que el dolor, seis años después, te ha petrificado y por lo tanto mi presencia sería vana junto a ustedes. Porque esa debilidad oculta entre el velo del enojo y la indiferencia me sigue persiguiendo.
Ahora tengo una pareja, una mujer que encontré en el camino como aquellas monedas que se levantan y guardan como un símbolo de suerte pasajera. Nada de romance, nada de amor. Sólo compañía que me permite no sentirme sólo y que hasta me dio el valor de escribirte esta carta.
Espero reconfortar ese espacio que seguro mantienes como yo lo mantenía hasta escribir estas líneas. A los niños diles que su padre ha muerto, por favor no les digas que los quise o los extrañé, haberles negado el amor y ahora mentirles sería una innecesaria crueldad… Martín.
Esta carta la leyó una y otra vez. Cada palabra y cada frase, que repetía en cada lectura, empezaba a tomar su significado. Fue armando el rompecabezas en su cabeza y en su corazón y terminó armando el de su vida. Al fin se dio cuenta del abandono. Se pasó estas dos semanas leyendo, tratando de entender “el significado entre líneas” de la carta, como lo decía Juan Carlos, el abogado de la oficina que descifraba los encabezados de los periódicos para el Jefe de Gobierno del Distrito Federal. Supo lo que era estar sola sin darse cuenta que la soledad la había conquistado mucho tiempo atrás. Pero al fin estaba acorralada, ya no tenía ningún elemento de esperanza, ya no estaba ese Martín trabajador, o tierno, luchando por un futuro mejor para su familia, al contrario frente a ella estaba el Martín melancólico, deprimido y por qué no… muy cínico.
Ese día, ya por la tarde, quince días después del primer encuentro con su realidad, hizo lo que necesitaba hacer. Y lo necesitaba porque era su destino, como siempre lo imagino… muy gris, como si algo la hubiera puesto en trance, como si el ruido externo la abrumara y sólo escuchara el latir del corazón retumbar sus oídos con un dolor de cabeza que la iba matando. Pasó todo con lentitud, en un ambiente brumoso, como si una cortina de humo hubiera querido cubrir lo desgraciada que había sido. Pero nuevamente, fue recuperando su respiración y el latir de su corazón se fue pausando y así empezó el ruido externo a tomarla. El humo que había generado su adrenalina, su melancolía y su estupidez se empezó a dispersar, entonces se pudo identificar en una esquina y con un goteo que parecía ensordecedor vio como se escurría la sangre de sus manos, una sangre muy roja y poco espesa. Entonces, dejó caer el cuchillo que tenía en la mano derecha y el sonido del metal con el suelo hizo que todo aquel ambiente, en un segundo, se volviera realidad. El ruido la puso en alerta y giró su cabeza hacía su espalda. Estaban ahí, Efraín y Roberto, sus hijos, tirados en el suelo con su sangre confundida, como si viniera del mismo cuerpo. Amaranta tomó al más pequeño que convulsionaba y todavía pudo balbucear: “Vente conmigo, no me dejes, este lugar está muy oscuro mamá…” En ese momento, regresó a la esquina, tomó la carta que la había acompañado por quince días, empuñó el cuchillo y se dejó car sobre éste, justo en la boca del abdomen, entre sus dos hijos. Sintió el placer de la penitencia al entregar su vida. Después le siguió el dolor y después la oscuridad que fue apagando todo, hasta la tristeza del abandono que la había acompañado durante seis años. Ahora la sangre de los tres era una. Las vecinas de Amaranta enteraron a Don Gregorio, el cual llegó de inmediato. Pudo entrar antes que la policía acordonara el lugar… se hincó a los pies de sus descendientes, tomó la mano izquierda de Amaranta y desdobló la carta que asía en su mano. Rodaron sus lágrimas… haber escrito la carta a nombre de Martín quizás fue un error, o quizás fue adelantar el remedio contra el dolor…