Muerte 8:15 • (I)
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 16, May 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- Los que estamos fuera de estas hojas blancas sólo pudimos percibir un rostro desencajado de angustia, dolor y miedo
Parte 1 de 4
Eran cerca de las 10 de la noche, ella estaba empapada con ese sudor que sólo lo puede ocasionar los malos momentos o los malos sueños. Se acercó al pequeño balcón que tenía su recámara. Apenas pudo abrir los ojos… pasaron algunos segundos, uno, dos, tres, los talló tan fuerte que las imágenes que estaban frente a ella empezaron a tomar tintes de fantasía.
Un aire fresco le invadió el rostro… poco a poco el paisaje se fue esclareciendo, levantó la cara. Unas nubes densas y altas estaban ahí, casi listas para ser tocadas. Resaltaba su blancura en la tiniebla de la noche. En medio de ellas dos discos brillantes salían a relucir. ¿Dos lunas? Se preguntó. Empezó a latir su corazón. Varias veces la tomaron por sorpresa estos sueños. Eran tan reales. Luisa era una mujer de treinta años. Había tenido problemas motrices durante su desarrollo, unos aparatos ortopédicos la acompañaron cinco años de su vida hasta que se hartó y los puso en la puerta de su cuarto. En ese lugar que resguarda los malos recuerdos. Cotidianamente tenía sueños de fantasía. Pero siempre había algo en común, las dos lunas, el fantasma de la mujer que en bata le arrebataba las preguntas más puntiagudas que le costaba trabajo contestar y él, el hombre de gabardina negra, el hombre que aparecía y desaparecía, del que nada más podía recordar su mano, siempre caliente y aquellas palabras que la tranquilizaban cuando se topaba con las fantasías de su vida, con lo indescriptible de sus potenciales vicios, con la locura que siempre la había acompañado.
Cuando pensó estar cerca de despertar quiso regresar a su cuarto, pero la puerta estaba cerrada. Ahí iba otra vez, a la aventura de la pesadilla. La primera vez el corazón le latía de una forma tan rápida que sentía que de un momento a otro quedaría tendida en la senda que culminaba en ese agujero oscuro que se veía a lo lejos. Ahora, después de tantas noches con estos sueños, era un poco más la incertidumbre de lo que viviría que el miedo al asombro, a las imágenes atroces que pasaban por sus ojos y que, como parte de estos sueños densos, era imposible escapar.
Caminó algunos pasos y encontró el reloj de pared que su abuelo le había regalado, era ese regalo el que le trajo a su mente la muerte de Don Hernán. Ese señor que había tenido varias mujeres en su vida. Su abuela, la mujer dulce que le entregaba el amor con la incondicionalidad de la mujer de campo. Ella que podía dar todo por él y no recibir más que ciertos piropos cuando pasaba junto al abuelo, con su delantal y su aroma a mujer aseada. De las otras tres mujeres no hablaremos más, él les inventaba siempre distintas cualidades para justificar sus amoríos, para justificar su descendencia con ellas. Era ese momento donde los murmullos del rosario de las mujeres, la abuela y de todo el pueblo se escuchaba en un ambiente lúgubre. Parecía que el aire entonaba la sinfonía de despedida. El olor del café de olla, las nubes en medio del cielo y el cántico eclesiástico pintaban la escena junto con el reloj que tomaba en sus manos.
Anda vamos! le dijo él. Nuevamente su guía se hincó junto a Luisa. Se quedó agachada en el piso, en cuclillas. Percibió que las dos lunas se acercaron más hacia ella. No pudo contener el llanto y el miedo. Siempre le tuvo terror, no sabemos si era por nunca haber visto su cara, o por la maldita forma de identificar sus sentimientos, de comunicárselos, de ponérselos enfrente. Como en todos los sueños, lo tomó de la mano, nuevamente hirviendo – pero sin sudar – y le dijo: ¿A qué has venido?, a ayudarte… ¿acaso no tienes otra cosa qué hacer?, la tuve, ya no. ¿Por qué nos encontramos aquí?, si estuvieras allá te encontraría en ese lugar…
Caminaron dos pasos y el guía la soltó nuevamente, se desvaneció; mas no su voz. No se dieron cuenta pero habían avanzado aproximadamente dos kilómetros. Luisa sintió soledad en su andar y le dijo, ¿Por qué nunca me has dicho tu nombre?, ¿Cambiarían las cosas?, contestó él. En verdad no sé, pero me sentiría más tranquila con tu compañía. ¿Acaso estás más tranquila sin mí? Estar en este lugar, en esta condición es intranquilo para cualquiera. Cuando se sabe el nombre de las cosas o las personas, se puede lograr el control de éstas. ¿Recuerdas a Adán cuando nombró a todos los animales?, fue una forma de someterlos a los designios del hombre. ¿Quisieras controlarme?, a tí no, a estos sueños, a mi condición de víctima en la que me encuentro, a disposición de los sucesos que me esperan. Entonces, ¿a través de mi nombre quieres controlar lo que no conoces? No sé, piensas demasiado sólo quisiera decirte Ernesto, Daniel, Gonzalo, Armando o Ricardo para poder sentir más cálida tu compañía. No conocer tu rostro y tu nombre me inquieta, me genera desconfianza. ¿Confías en alguien más aquí en este lugar? En verdad no… entonces caminemos. Mira se abre esa vereda, donde las lunas forman el destello de luz en la copa de los árboles.
Ellos caminaron… por un momento la noche parecía enternecedora para cualquier caminante nocturno. Se pusieron a los pies de un hermoso pino; se lograba sentir la humedad en las suelas de los zapatos y en el ambiente. Luisa quiso reposar y nuevamente regresaba el dolor en el brazo izquierdo. Quiso gritar y no pudo, quiso llorar y fue imposible que sus lágrimas rodaran. Los que estamos fuera de estas hojas blancas sólo pudimos percibir un rostro desencajadado de angustia, dolor y de miedo. Nuevamente su guía con una voz suave, pero con un cinismo cuidadosamente elaborado le dijo: “recorre la manga del suéter y ve aquello que te causa dolor”. “No puedo”, contestó ella. “Sabes lo que es, ¿verdad?”. Hace un tiempo soslayé hacia mi brazo y pude ver unos números que brotaban como salpullido de mi piel… y he pensado en estos malditos sueños que se refieren a la fecha de mi muerte. “¿Le tienes miedo a la muerte?”, acentuó su cinismo. Le tengo miedo a la agonía, a la pérdida de vida, a la frontera entre ser y dejar de existir, tengo miedo a… Se armó de valor y logró percibir un 2022. Cerró los ojos. Ahora sí las lágrimas brotaron y vino a su mente el verso que le dijo la señora de vestido negro que la tomó del hombro repentinamente en su anterior pesadilla; cuando no la dejó voltear, para distinguirla… le dejó un vaho cercano al oído y le dijo…
Morirás dando vida… de tu vientre saldrá el amor;
verás las dos lunas en el rojo horizonte,
donde el mundo día a día se esconde
el reloj detendrá su andar al dos mil veintidós.
Ella no se dio cuenta, pero el verso lo repitió en voz alta. Un eco le dio cadencia a su voz, la muerte se oyó distinta cuando retumbó en las montañas lejanas. No puedo expresarles estimados lectores el sentimiento que recorrió la sangre de Luisa. Su piel se “enchinó”, la sangre cambiaba de temperatura en cada centímetro que recorría… Cayó en el fango del bosque… la humedad fue tomando su cuerpo.
Luisa despertó repentinamente y de nuevo en su cama, estaba empapada, la cama estaba humedecida como si se hubiera derramado el vaso de agua que acostumbraba poner en la repisa lateral a su lecho. No sabía si el despertar le daba tranquilidad o la ponía frente a la realidad de su desdicha, de su soledad, de su vulnerable condición… quiso corroborar el año en su brazo, no estaba… Pero, algo la dejó helada, al punto del fin… su corazón se aceleró; la palma de sus manos tenía el fango del bosque. Apretó los ojos nuevamente, quiso gritar y otra vez, no pudo. Despertó en medio del bosque con una llovizna espaciada y la mirada de él con el mismo cinismo, pero con un poco más de compasión. “No intentes despertar, recuerda siempre que puede ser tu último sueño, la fantasía es maravillosa aunque en ella mueras, no la abandones, que ella nunca lo hará”.
La vereda se fue espaciando, la noche se fue templando y a lo lejos se identificaron luces, las cuales daban una idea vaga de un pueblo encallado en las montañas. El guía y Luisa subieron algunos metros en la pendiente de los montículos que a su paso se encontraban. La maleza los recibió, algunos crujidos de leña ardiendo daban armonía a sus pasos. De repente el olor a maíz se percibió en el ambiente. Por primera vez en este andar Luisa esbozó una sonrisa, tal vez pareciera fingida, pero seguro estoy que no lo era.
Continuará…