Una historia más para contar
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 9, May 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
Parecía que estaba obsesionado por decir algo. Llevaba dos días escribiendo día y noche. Bernardo Aretia era un escritor que había decidido a los veintidós años llevar su vida hacia lo que la gente nombraba arte y el llamaba “terapia”. El escribir. Empezó haciendo crónicas políticas y sociales después de terminar la carrera de letras en la Universidad estatal. Sin embargo, se dio cuenta que el complemento sentimental y espiritual lo llenaba escribiendo historias vividas o contadas, sentidas o perdidas o quizás por momentos aspiradas. Se la pasaba desparramando letras como enajenado en una hoja de papel o como lo hacía últimamente en su computadora de escritorio que tenía junto a su cama para no tener que esforzarse cuando agotado la apagaba y daba sólo dos pasos para empezar a dormir.
Pero esos días, con ese escrito, se había apasionado con la sangre y la muerte, con la tristeza y el dolor, situación que en los últimos años le había dado vueltas en la cabeza. Tal vez por su diagnóstico de cáncer en los pulmones o por lo común que resultaba encontrar en las pláticas de familiares o amigos las palabras muerte, mutilación, secuestro y suicidio. Todo esto lo hizo reflexionar y tomar la pluma para hacer sentir la soledad de los personajes, lo tétrico de los paisajes, el frío del clima y el tiempo que, en estos escritos, parecía tenía su propia duración. Así, en este segundo día escribía:
“…y lo pensó… después del dolor de la pérdida, de las cosas que más quería, decidió hacerlo ahora, sólo faltaba encontrar el lugar y el medio con el cual se quitaría la vida. Graciela, tenía sólo diecinueve años de edad, pero cuánto había madurado después de la muerte de su padre, a los doce. Su muerte le hizo pensar en lo finito de la eternidad. Después se fueron dando los sucesos, uno por uno, como si se seleccionaran por año. El abandono de su mamá que, con la muerte de Don Gerardo, su padre, enloqueció y se fue caminando un día con bolsa en mano, zapatos de tacón y bata de dormir por la acera del camino que llevaba al mercado. Quizás por eso no decidió seguirla y sí esperarla… hasta que desistió días después y empezó su realidad a carcomerla por dentro…”
Así llevaba cincuenta cuartillas escribiendo. Describía los rostros de tristeza y tormento, los paisajes nublados con tintes rojizos, los ideales y los dolores, como si tuvieran rostros, color y olor. Pasaron esos dos días en estado hipnótico para Bernardo, como si alguien le dictara lo que escribía, situación que siempre lo tuvo presente. Decía a sus amigos que le preguntaban sobre el motor que lo hacía escribir: “es algo que no está en mi, llevo el mensaje de muy dentro, la historia se crea en otro lado que no soy yo y sólo me encargo de replicarla. En pocas palabras, el talento no está en mi pluma, ni en mis dedos. Está en un mundo platónico que ya tiene forma y seguramente muchas más preguntas contestadas que éste donde vivimos”
Pasaron los segundos martillando su cabeza con el reloj de pared que había comprado con Eréndira, su ex esposa, justo un año después de casarse. Tenía frescos los sentimientos, como si hubiera platicado con ella, Graciela. Y por momentos Graciela se le confundía con Eréndira y quiso replicar su forma de actuar y su forma de mirar en su mente para fusionar la melancolía de ambas, que por ahora lo persuadían para continuar con la escritura. Siguieron los segundos, y los minutos, quizás algunas horas también se completaron, hasta llegar al pasaje final:
“Tomó diez pesos que tenía en la bolsa del pantalón caminó por la calle y se perdió en la bruma nocturna. Por suerte, para su desgracia venidera, encontró la estación del Metro Allende abierta, en el corazón del centro histórico de la ciudad de México. Bajó las escaleras, como brincándolas, como si algo bueno la esperara más allá. Ya en el andén recorrió de ida y vuelta el pasillo esperando su destino. Al ver la luz lejana del último metro de la noche, se puso de espaldas al andén, extendió los brazos como en un símbolo de libertad y a unos metros del tren color naranja se dejó caer…”
En ese momento se escuchó un sonido ensordecedor en el pasillo del departamento de Bernardo, como si se hubiera azotado la puerta de una de las recámaras. Con un solo brinco se puso de pie y quiso, entrecerrando los ojos, echar un vistazo al pasillo, pero la bruma del cigarro que tenía en su mano y de otro que consumía en el cenicero se lo impidieron. Dio dos pasos hacia el lugar que había provocado el sonido y quedó helado cuando identificó una silueta de mujer en el fondo del departamento que se acercaba a él.
“Te has dado cuenta lo que has hecho de mí” Preguntó con un tono agresivo la mujer que aparecía a sus ojos. Bernardo se quedó mudo y empezó a notar que la respiración se agitaba y poco a poco se empezaba a disminuir. “¿Graciela?” preguntó Bernardo con voz titubeante. “Si soy Graciela, pero quizás algunos de tus lectores me recuerden como la loca. O como la mujer inmadura que no pudo soportar la pérdida de sus padres. Te has puesto a pensar el dolor de una niña de perder a su padre y ver como su madre poco a poco se desvanece y entrega su cordura a sus recuerdos. ¿En qué estabas pensando genio escritor cuando me diste esta trama para actuar, acaso te habrías dado ese guión si el destino de éste hubiera sido tu vida? Seguro no, porque parece que todas las estupideces que escribes tienen como fin hacerte vivir las múltiples vidas que no te atreves a recorrer. Porque segura estoy que no tendrías los pantalones para tomar una pistola, una navaja o cualquiera de los artefactos que ocupas en tus cuentos o novelas para quitarte la vida. Te falta mucho valor para vivir y nos pones a nosotros en medio para que te contemos el dolor o el placer, en algunos casos, de quitarse la vida o de arrancarle la vida a mordidas a otro con el sentimiento de ira en los ojos.
Bernardo, en un principio sintió miedo que se transformó en dolor, por la verdad de las palabras pronunciadas por Graciela. Pero, poco a poco, ambos sentimientos se fueron acumulando en una rabia, por la facilidad con la que esta mujer lo criticaba y lo despreciaba con su mirada altiva. Entonces, respiró profundamente y le dijo: “Graciela, cuan ciertas son tus palabras. Y son tan ciertas que no solo me tomo la libertad de decidir sobre tu vida, sino sobre tu aspecto. Sólo me extraña que tengas unos ojos más agresivos que los que imaginé para ti. Pero en verdad espero que puedas asimilar que eres nadie sin mi. Pero más allá debes aceptar que esta vida que tienes es gracias a mi imaginación. Y como los hombres le rinden tributo a su Dios así deberías guardar respeto por quien te dio vida” En ese momento, la silueta de Graciela dio dos pasos atrás y parecía como si se diluyera entre el humo del cigarro. En ese momento se escuchó una voz a su espalda. “¡Qué banal eres Bernardo!, ¿o debo llamarte escritor, o quizás Dios? En verdad quisiera reír a carcajadas pero ¿qué crees? Se te ocurrió escribir un personaje lleno de miedos y de dolor. Lleno de lágrimas y de frustración. Por eso no puedo reír como quisiera y hoy necesito burlarme de ti.”
“Pero no tengas esa cara de estúpido. ¿Me recuerdas? soy Luisa o quizás Ana, como también quisiste llamarme. Esa mujer de la cual sólo escribías de sus pesadillas, nunca dibujaste sus sueños tiernos o eróticos y mucho menos su vida real. Y ¿sabes por qué?, seguramente porque soy el espejo de alguien o de ti. Y eso me duele porque me diste una parte de ti y creo me diste la peor parte. Pero no te preocupes tienes el síndrome de los Dioses. ¿Recuerdas a Judas Iscariote? Con todo el poder de Jehová y a éste se le ocurrió dignificar a su hijo con el odio a él o igual pasó con Caín quien ayudó a resaltar la bondad de Abel. ¿Acaso crees que a Caín y a Judas les gusta el papel que tomaron en el libro de historias que Dios ha creado para entretenimiento de los hombres? Parece que no. Y te lo podría asegurar porque es mi caso. Me siento usada por ti y cuando alguien toma tus libros quisiera cambiar mi destino, pero he sido sentenciada a vivir en una melancolía perenne y lo peor es que al final nunca sé si he muerto o no. Porque tampoco tienes el valor de concluir tus historias y dejas el morbo del desenlace a la imaginación de cada uno de los lectores. Es por esto que te detesto, juegas con los personajes y juegas con tus lectores. Pero lo que no sabes es que terminarás jugando contigo. Eres un Dios venido a menos, eres un Dios terrenal que mira al cielo pero con los pies anclados al piso.”
Por otro momento siguieron los reproches y los “envalentonamientos” de los personajes. Esa noche tomaron vida. No sólo fueron Graciela y Luisa o Ana. También habló el homicida, la prostituta, el niño abandonado desde los tres años en una casa hogar y cada una de las imágenes que Bernardo creó pero que ahora se revelaban. Eran sus criaturas y a la vez sus hijos. Abandonados a su suerte y a su imaginación. El reloj había detenido su andar, o eso parecía. El humo del cigarro se empezó a esfumar y entre el humo diluido, las siluetas se iban perdiendo y con éstas, la grandeza del creador en su papel de escritor, que ahora después de mucho tiempo seguía con una pluma en mano y frente a muchas hojas de papel. Sólo una en blanco, todas las demás ya escritas. Sin embargo, una resaltaba por tener letra distinta y estar separada de las demás. Volteó la hoja y pudo leer: “somos uno solo. Tu imaginación, tus personajes; son tus verdaderos sentimientos. Trata de vivir sólo una pequeña parte de lo que imaginas y te darás cuenta cuán poco has vivido. Camina por esos senderos oscuros, toma el arma y apúntate en la sien derecha, miéntale la madre a Dios para sentir después de esto lo tan solo que te encuentras…” Cerró los ojos, tomó la hoja y la apretó con toda su fuerza y la hizo rodar por el piso del departamento. Después tomó la hoja en blanco, de manera arrebatada y escribió: “la tormenta pasó. Pareciera como si las nubes abrieran el paso a los rayos del sol de forma solemne. El día aclaraba y ella, Graciela, tomó la carta de su padre recordando cuánto la amó. Volteó a su derecha y su madre la acompañaba. Se tomaron de la mano y caminaron juntas por el jardín de la ciudad. Después se perdieron en el horizonte con un reconfortante fresco de la tarde…” Y así… inició otra historia más.