Un día más
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 2, May 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
Desde las cuatro de la mañana Don Fernando había salido de su casa, en el oriente de la ciudad de México. Esto era lo que diario hacía, levantarse, tomar una ducha con agua fría, revisar de manera rápida la lista de sus compras y de ahí partía a una velocidad moderada a la Central de Abasto en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal. Don Fernando heredó el negocio de su padre; la recaudería de Santa María la Ribera, a dos cuadras del Kiosco Morisco. Varias veces intentó dejar abandonado el local para dedicarse a sus sueños de músico que tuvo en su juventud hasta que tuvo que abandonar los estudios de preparatoria. Pero en algún momento aceptó para sí: “la rutina de la vida es como un salvavidas en medio del océano, o sigues pegado a él hasta que te mueras o lo abandonas para nadar e intentar encontrar la playa”. Y fue entonces que le empezó a tomar cariño a su salvavidas y empezó a volverse experto en esto de la fruta y la verdura. Las tomaba entre sus manos, las olía, revisaba la textura y pieza por pieza iba armando las cajas que depositaba en su “diablito” para llevarlas a su camioneta.
En el trayecto de la Central de Abasto a la Santa María la Ribera, a las seis y media de la mañana aproximadamente, le gustaba escuchar las noticias, más cuando se referían a asuntos internacionales, atentados en Chechenia, violaciones de derechos humanos en China o en Medio Oriente, excesos dictatoriales del presidente Maduro en Venezuela, del presidente Correa en Ecuador o de la presidenta Cristina Fernández en Argentina. Estos asuntos internacionales le hacían volar sus pensamientos hacia otros territorios. Pensaba en cada uno de los lugares que se mencionaban: la Casa Rosada, la Plaza Roja, la Moneda, los jardines de Campo David y de ahí le venían los aires de grandeza que la música le trajo durante el período que mantuvo el grupo de rock, pero que había abandonado hace mucho, que se habían desvanecido con los olores matutinos del día a día en la Central de Abasto, con el ir y venir de monedas hasta de cincuenta centavos que lo alejaban tanto de los millones de dólares que se escuchaban en la sección financiera. En estos trayectos aprendió lo que significaba la OTAN, la UNICEF, la OCDE y esto le reconfortaba. Pero cuando llegaban las noticias nacionales, más las de la ciudad de México con accidentes, asaltos, manifestaciones, asesinatos, obras mal construidas, fugas de agua y otras tantas realidades, se desesperaba y se daba cuenta que era él, con una camioneta que no había podido cambiar de modelo desde hace diez años, con un cargamento de fruta y verdura que le permitiría sobrevivir ese día y con una vida condicionada a la inercia de su padre.
Así, metro a metro, mientras los neumáticos de su camioneta recorrían el asfalto desde el oriente hasta la zona centro-norte de la ciudad de México, Don Fernando iba mezclando su rutina con sus sueños, sus pensamientos y sus fracasos silenciosos. Sin embargo, esto no le duraba mucho tiempo ya que arribaba a su local y Alberto ya lo esperaba, su ayudante en la recaudería. Ambos bajaban caja por caja, acomodaban la fruta y la verdura, iban también desechando aquella que se iniciaba su putrefacción y así en punto de las siete de la mañana abrían el local para atender a las madrugadoras amas de casa de la zona. Este era un día común, con la humedad del verano de la ciudad de México, con esos amaneceres de nubes pintadas por el Dr. Atl y un fresco matutino que daba bríos para seguir aun con los dolores causados por la vida, “aunque ésta fuera buena con uno.”
Empezaron a llegar las clientas y uno que otro cliente. Don Fernando era una persona amable, por momentos sus aspiraciones frustradas se le olvidaban y en verdad parecía que atender a la gente le gustaba. De esta forma, el día se fue desenvolviendo, el reloj marcaba los minutos que se desvanecían y también parecía que iba contando los pesos que llegaban a la caja del pequeño negocio. Esto lo animó y puso un disco compacto en su aparato de sonido. Era Queen, era Freddie Mercury, el que le inspiró a formar su grupo de rock. Empezó la música con Somebody to love y pudo recordar sus “veintes” y esa necesidad de ser amado que satisfizo en sus primeros diez años de matrimonio con Estela su esposa; después, al despachar a la señora Aurora llegó “I want to break free” y revivió los conciertos en Cuajimalpa donde entonaba esa canción sintiendo los vientos de la libertad… “Don Fernando, ¿cuánto le debo?”… “¿Disculpe?.. ¡Ah si!. Ciento cincuenta pesos” contestó de manera apresurada y tomó el billete de 200 pesos que le entregó doña Aurora. Disfrutaba, en verdad, la música de este grupo inglés hasta que llegó We are the champions y pensó que era un exceso los aires de grandeza inglesa que no compaginaban con él.
Todo este día parecía un día normal con tintes de “un buen día”. Las noticias internacionales del día de hoy, la música inglesa, las clientas, el dinero adicional que le había llegado a las manos producto de las buenas ventas era algo que lo mantenía de buen humor, además del buen clima del verano fresco.
Llegaron las siete de la noche y a punto de bajar la cortina metálica de su local recordó lavarse las manos y pasar a la trastienda donde se encontraba un pequeño baño que tenía un letrero de sanitario de restaurante que decía “le petit toillete”. Alberto se había quedado en la parte de enfrente escogiendo algunas manzanas que Don Fernando le había permitido tomar para llevar a su casa. Al caer el agua del lavabo, escucho caer algunas cajas en la parte de enfrente, todavía le dio tiempo de secarse las manos y cara y lentamente se asomó para ver qué pasaba. Apenas puso parte de su rostro fuera del baño, sintió en la mejilla derecha un metal que de reojo pudo observar un revólver calibre 22. “¿Llevas prisa cabrón?”… le preguntó el delincuente. “No para morir” contestó Don Fernando. “Hazte el chistoso pendejo, que ahorita sí te parto tu madre y no nada más me llevo tu pinche dinero, sino también tu jodida vida”. Don Fernando se quedó viendo los ojos de lumbre del que ahora se enteraba le decían “El Negro” y le recordaron tanto a los de su padre cuando le propinaba las palizas injustificadas con el cinturón de hebilla gruesa, trató de buscar algo para defenderse, pero fue innecesario. Sentía tan cerca el metal en el rostro que sabía que cualquier movimiento lo pondría fulminado con el mínimo apretón del gatillo de la calibre 22. “Deja de verme idiota y mejor dime donde está el dinero”. Trató de recordar y sintió como una gota le escurría de la sien hasta el cuello. Con voz entrecortada le dijo: “Debajo de la báscula, quita todo ese periódico y lo vas a ver y señaló de manera imprecisa porque no se sintió cómodo de levantar la mirada”. “El Negro” volteó hacia su otro compinche que husmeaba entre los periódicos, le hizo unas señas, el bandido empezó a agitar su respiración y le restregó la pistola en el pómulo izquierdo con un golpe que dejó escuchar la unión del metal con el hueso. Después le puso la pistola en el cuello y se acercó a un centímetro de su oído para susurrarle: “Estoy llegando a mi límite. ¿no te gustaría ver al “Negro” enojado? Espero no. Crees que vine a este pinche changarro por 2 mil pesos. No te hagas pendejo o estarás por dar el último aliento”. En eso, respiró; dos grandes lágrimas le resbalaron por la mejilla; era entre la humillación, el dolor, la pérdida de sus ahorros de un año para llevar a su esposa y sus tres hijos de vacaciones antes de que entraran a la escuela. También le vino a la mente la Rapsodia Bohemia… “…just killed a man, put a gun against his head, pulled my trigger, now he’s dead” y cuánto sentido le encontró ahora. Esta vez sí levantó la cara y señaló hacia una caja azul que se encontraba junto a la fruta seca en la parte superior de un anaquel. Tomaron la caja y se la llevaron. Hasta ese momento pudo identificar que Alberto estaba amordazado y amarrado con cinta canela de muñecas y tobillos. Lo abrazó como si fuera su hijo, no dijo nada sólo lo vio a los ojos con el fin de ver si tenía algún daño aparte del susto.
Se fueron en su camioneta en silencio como si fueran invisibles para todos, se pasó todos los semáforos en rojo, pasó a dejar a Alberto a su casa cerca de la Cabeza de Juárez en Iztapalapa y de ahí se enfiló a Texcoco. Parecía que su camioneta o él levitaban. Hasta ese momento se vio bañado en sangre del pómulo izquierdo. Sólo tomó una franela que humedeció con una botella de agua que llevaba cerca de él. La apretó y sintió un dolor que le recordó su desgracia.
Hace tiempo se veía como un músico consolidado, después decidió casarse con Estela y pensó que amarla era una gran moneda de cambio para dejar la música… pero el amor se esfumó, lo cual duele y ante esto tomó la figura de su padre en la recaudería lo cual le daba tranquilidad económica y también tranquilidad de saber que tenía al menos “algo qué hacer en el día”.
Llegó a su casa, por suerte su mujer y tres hijos habían ido con Georgina, la mamá de Estela, quien vivía a tres cuadras. Esto le permitió llegar, bañarse con todo y ropa para limpiar toda la sangre de su camisa blanca y sus jeans azules. Salió de bañarse y se recostó viendo al techo de su recámara. En ese momento se puso a llorar y recordó el suceso. Quiso rehacer los hechos tomando la mano del Negro y después de forcejear dispararle en la boca y de ahí desquitar no sólo este coraje sino el de toda su vida o quizás tomando el perfil de aluminio que tenía en el baño propinándole un golpe en la cabeza que le recuerde para toda su vida que el dinero requiere un esfuerzo para ganarlo. Pero fue inútil, el dolor y la pérdida de los treinta mil pesos, le recordaban que no tenía vuelta de hoja su historia. En ese instante, llegó su mujer y el murmullo de sus hijos, dos adolescentes y un niño de diez años. Estela entró al cuarto y le dijo: “¿Te has bañado?, hace mucho calor ¿no?” Don Fernando quedó callado. ¿Te pasa algo Fernando?. Él con la cara recargada en el pómulo izquierdo para no ser visto y fingiendo dormir le murmuró: Nada sólo un día complicado en esta ciudad. Estela se acercó a él, le besó la mejilla derecha, apagó la luz y se alejó de la recámara. Don Fernando sintió el dolor en el centro del abdomen, pero el beso le permitió recuperar la respiración y dormir por esa noche.