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Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 25, Abr 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
- “Cuando la muerte toca a la puerta sólo debes salir y acompañarla, por eso siempre debes tener a la mano lo que te quieres llevar”
El humo se esparcía por toda la habitación de Juventino. Cigarro a cigarro se iban consumiendo sus pensamientos, sus sentimientos y quizás alguno que otro ideal de juventud. De esos ideales que exaltan la soberbia de quien los abandera y hacen pensar que los problemas del mundo se resuelven con una actitud revolucionaria o como diría su abuelo “actitud echada pa’ delante”.
El reloj marcaba la una y veinticinco, estaba a minutos de cerrar la redacción del periódico, Juventino por diez años encabezaba la sección policiaca. Por esa razón se había vuelto el estrés natural del jefe de redacción, Juan Vicente, quien esperaba la última nota con las últimas fotos de Juventino para cerrar y mandar a imprimir. Las noticias de media noche “eran las que tenían mejor ponch” comentaba el director del periódico y tenía razón. “Pienso que las personas se transforman después de las doce de la noche” decía Juventino en las pláticas nocturnas en el café de la colonia Tabacalera en el centro de la ciudad de México donde se reunía con los compañeros del periódico. “El alcohol, la nostalgia combinadas con las maldades de la luna hacen que los asesinatos, accidentes y todo tipo de “fechorías” tomen un tinte dramático”. Si no hubiera sido por las fotos y las narraciones tan descriptivas de la sección policiaca, cualquiera hubiera pensado que lo que comentaba en esos cafés de la Tabacalera eran producto de las fantasías de un desquiciado o de un “lobo estepario” como lo describió Herman Hesse a mediados del siglo pasado. Pero no… Juventino había cubierto con su cámara, su libreta y sus ojos asesinatos realizados por locos de ira, de celos, por mediocres sin suerte que no tenían algo mejor qué hacer en esa noche. Violadores de mujeres, de niños, de monjas y todo tipo de espectáculos que sólo en la mente de Hitchcock podían surgir.
Así fue recorriendo las calles de la Doctores, de la Guerrero, de Tacubaya, del pueblo de Santa Fe, de Los Reyes La Paz o Texcoco con su Caribe modelo ochenta y cuatro. Esto de cubrir la nota roja le había generado una disciplina estricta en su actuar. Recibía la instrucción de la redacción para llegar al lugar indicado, en el trayecto le gustaba dibujar en su mente la escena. Aun cuando no lo aceptaba, tenía una predilección por los asesinatos de mujeres, esto le causaba un morbo inexplicable que le alteraba y que trataba de evadir. Tan así que buscaba fingir la voz de alegría cuando Juan Vicente le decía por teléfono: “Es por la avenida Jalisco, justo atrás del mercado de Tacubaya, anota por favor… Ana Jiménez, asesinada por su marido. Pero pélale, no vaya a ser que esos del Semefo la levanten y no traigas las fotos que los lectores esperan”. Así deambulaba todas las noches de evento en evento, o como decía él… de cita en cita. Con las imágenes en la cabeza se bajaba del carro, tomaba un frasco de aguardiente que llevaba siempre en la guantera del automóvil y sorbía unos tragos. Después encendía un cigarro y se dirigía hacia “los guardianes”, así les llamaba a los policías. Todos los días era ese ritual, porque después de ver la muerte cada noche y saludarla “casi de mano” impone una rutina que cansa, “pero que también genera obligaciones” decía Juventino a su esposa Valentina, quien lo esperaba impaciente cada noche. Lo único que rompía su rutina era comparar sus imágenes con lo que en realidad veía. “Mmm… esperaba ver más sangre” comentó una vez para sí mismo. Y lo dijo como con cierto desprecio al evento. Pero en uno de esos días, entre la decepción y “la rutina”, empató sus sentimientos laborales con sus sentimientos más personales que, esos sí, nunca compartió con persona alguna. Lo tomó por sorpresa el sentimiento de adolescencia de pensar que había un futuro fatídico para él, que su muerte era inminente y que esa muerte también podría dar nota en algún periódico amarillista. Por eso, a partir de ese día, se dedicó a colectar de cada víctima una parte de ellos: Empezó con un mechón de cabello, un trozo de tela de la ropa, un arete y terminó cortando parte de la piel y algunas muestras de sangre. Todo esto permitido por los “guardianes” que con doscientos pesos podían hacer estos macabros favores. Juventino en principio no entendía bien esta “excentricidad”; pero poco a poco se dio cuenta que armaba un rompecabezas de su vida; cuando después de más de cincuenta eventos empezó a hojear su “álbum” que iniciaba con una portada y una frase:
Buscarle sentido a la vida a espaldas de la muerte, porque están tan juntas que parecen una.
Será que la muerte, el aliento nos hurta.
Y la vida parece el juego de lucir siempre inerte…
Así se adentraba en los episodios y en cada una de las historias que había vivido, que había escrito para el periódico y que ahora también escribía para él, con un poco de fantasía, pero también con un tinte apocalíptico personal.
“Rosa Elena, cuarenta y dos años… encontrada muerta, con una ligera sonrisa pintada en sus labios. Pareciera que se burlaba del asesino, aún en su muerte. Como si quisiera hacer su venganza eterna. Tenía un cutis como si hubiera amado profundamente y unos ojos, que aún cerrados, mostraban el cansancio de amar y no ser correspondida…”.
“Felipe Juárez, veintisiete años, con la muestra del alcohol en la cara. Con la expresión de haber buscado y nunca haber encontrado. Creo que el abandono es su característica principal. Me llena el alma de nostalgia con solo verlo, me recuerda tanto a mí… que podría partirlo en pedazos y desaparecerlo. Creo que éste, parece más espejo que muerto”.
Esa noche, pasando cada hoja, recordó sus dolores, la muerte de su madre hace diez años con la enfermedad que carcome, primero el alma y luego todo aquello que está vivo o que aparenta estarlo. Después a su padre que todavía caminaba por las calles de Tlatelolco con una botella en la mano, como queriendo sostener la vida que se le iba a cada paso. Recordó a María, su hermana menor, a quien quería tanto pero no pudo ponerle atención cuando le platicaba de sus pensamientos, de sus dolores, de sus aspiraciones y un buen día la encontró tendida en la cocina con las venas cortadas, batida en el piso con su propia sangre. Tenía poco de haber sucedido, la sangre seguía caliente y con esto la necesidad de hacerla volver a la vida, pero no pudo. “Cuando la muerte toca a la puerta sólo debes salir y acompañarla, por eso siempre debes tener a la mano lo que te quieres llevar”. Esa idea nunca lo dejo de ahí en adelante.
Entre los cabellos, la ropa, la sangre, la piel, las fotografías, los epígrafes escritos por él, se pasó esta noche. Avanzaba una página y regresaba dos, era la lectura de su árbol genealógico, de su historia personal, sentimental. Era un rompecabezas de lo que había vivido hacia adentro, de aquello que no se platica con alguien, pero que se siente. Por momento se sintió leyendo el libro de los Buendía en Cien años de soledad. Y le hubiera gustado acabar con la misma espectacularidad. Con vientos que vuelen los techos, remolinos… pero no. Esta vez era Juventino con su génesis; era Juventino con su realidad y su depresión.
Tomó una pluma y escribió la última nota:
“Era la una veintisiete, en la madrugada, entré al departamento de Juventino García y lo encontré tendido sobre su mesa con una pluma en la mano y un libro de recuerdos personales. Parece que quiso forzar una sonrisa para su último momento pero no lo logró. Sostenía en su mano izquierda un cigarro que todavía humeaba. La sangre le corría por la sien derecha y corría por toda la mesa. En medio una nota que decía
“Y así como lo que empieza, termina.
Así también lo que vive, muere.
Estoy aquí para verte… de frente.
Muerte… tras de ti seguro hay vida”.
Puntualmente la redacción recibió la nota. La publicó con el nombre de Ernesto García. Esta vez sin foto. Y al final firmada por… Valentina.