Miguel Hidalgo se convierte en rehén de su horda
¬ Mauro Benites G. lunes 21, Jun 2010“Municiones”
Mauro Benites G.
El 16 de septiembre de 1810, el cura Miguel Hidalgo, que tuvo una respuesta entusiasta, no cabe duda, salió de Dolores, seguido de más de 400 hombres rumbo a San Miguel el Grande, pero llevando la idea de detenerse en Atotonilco para hacer de la imagen allí venerada la bandera del movimiento. Hasta Atotonilco, Miguel Hidalgo es el caudillo, el jefe de hombres, el que todo lo dispone y todo lo controla. Pero después que toma el estandarte guadalupano y los indios dejan la tierra y el arado para unirse, con sus mujeres y sus hijos, a lo que les parece maravilla del cielo, milagro de Dios, respuesta a millones de plegarias, el líder se torna prisionero. Lleva consigo a la plebe, que va engrosando por docenas a cada kilómetro y para cuando mira cerca la antigua preciosa parroquia de San Miguel, le sigue una horda por lo pronto alegre que hace palidecer a Ignacio Allende, que se pregunta: ¿qué va a pasar si alguien, cualquiera, comete el primer hecho violento? Porque está viendo que las exhortaciones, y luego las órdenes del cura ya no son obedecidas por la sencilla razón de que no son escuchadas, no pueden serlo por aquella multitud ignara, primitiva, el rencor corriéndoles por las venas y no sangre, que ha olfateado muchas posibilidades: la del saqueo, primero que nada; la de la destrucción de todas esas casonas lindas y caras que tienen los malditos gachupines, mientras ellos sufrían en sus casuchas el viento, la lluvia y el frío con varas, cañas, tierra y majada, pues hasta los adobes son un lujo para ellos; lo de coger gachupines. El cura ha gritado, en Dolores y se oyeron muy claramente sus palabras: ¡Vamos a coger gachupines!, pero para cuando entra en San Miguel El Grande la frase se ha transformado en ¡Vamos a matar gachupines!
A Ignacio Allende hay que agradecer que no empezaran las brutalidades, ya en esa población, porque se adelantó a la horda, buscó a sus amigos militares, los convenció de al menos proteger a los españoles y, por primera vez desde que lo conocía, estaba en desacuerdo con Hidalgo y le exigió una actitud más acorde con su condición eclesiástica: de acuerdo en poner a los gachupines en su lugar, en quitarles los empleos, pero había que proteger sus vidas, las de sus familias, sus casas, sus intereses todos. El cura convertido en general, exultante, trata de tranquilizarlo y sólo consigue espantarlo: se ha transformado, en efecto, ¡pero qué mal cambio el del señor Miguel! Ha sido cura en este pueblo, es cierto, y ahora entra al frente no de un ejército, sino de una horrible masa de “nacos” que ostentan en sus actitudes, pero sobre todo en sus gritos, todas las posibilidades del infierno. ¡Y Miguel Hidalgo! Sus facciones se han redibujado, expandiéndosele la fina nariz, los ojos bailarines triunfan, la actitud toda puede hacer la perfecta representación del triunfo combinado con la revancha, o, más bien, de la revancha que al fin triunfa. Preside, amenaza, perdona, discursea constantemente: ese hombre quiere ser rey, piensa Allende. Ese hombre, al menos por el momento, es rey, pero… ¿vale la pena ser rey de esos hombres, si es que así puede llamárselos? Embarrados todavía, pues muchos dejaron abandonada la tierra que trabajaban y cargando e! machete, la hoz que tenían en las manos cuando vieron el movimiento de hombres siguiendo a la Virgencita de Guadalupe descalzos, algunos borrachos, arrastrando a sus mujeres, primeras soldaderas no de soldados, sino de esclavos, y hasta a sus hijos, ¿qué piensa hacer este fatuo, soberbio nuevo don Miguel con esa masa a la que él, Ignacio Allende hombre de guerra, gran jinete, jefe nato, apenas puede contener? Por eso, ha encargado a sus amigos y compañeros que la hagan de dique mientras él sube a la casona en donde Hidalgo goza voluptuosamente de su precario triunfo. Allende es militar y sabe que esa horda, ya de miles de hombres, mujeres y niños, sería barrida en cuestión de minutos por un piquete de soldados profesionales. ¡No le gusta, decididamente no le gusta este malísimo comienzo! Es entonces la primera discusión y hasta los sanmigueleños que empezaban a aventurar la opinión de que Allende era el verdadero jefe, tienen que reconocer que es el cura el que domina a su compañero de conspiraciones.
Faltaba el choque emocional que sufriría el gallardo militar al ver los excesos criminales de la chusma incontrolada en Valladolid, Celaya, Guanajuato y finalmente en Guadalajara.
Ante los hechos de horror de la violencia incontrolable de la gente enardecida, el cura Hidalgo en un acto reflexivo, decide no entrar a la capital virreinal y seguiría su peregrinar a su final en Acatita de Baján para entrar a la historia como Padre de la Patria.