El último cuento
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 11, Abr 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
Eran las tres de la mañana. Ernesto se levantaba con dificultad de su cama. Parece que la botella de mezcal oaxaqueño había recorrido todo su cuerpo, de ida y vuelta. No recordaba bien cómo había llegado a ese momento. En su ligero recuerdo tenía algunas visiones; ella soltándose de su mano, gritando y manoteando como quien quisiera golpear al aire. Ese recuerdo le permitió penetrar en un recuerdo previo; la cena de cumpleaños de Andrea, su pareja de seis años. Esa cena había sido un ritual para ella durante ese tiempo. Esperaba el regalo de Ernesto, el cuento, la poesía, el ramo de flores y la conversación de él, quien con palabras rimbombantes persuadía y enamoraba o con esa forma de desarrollar las ideas y los sentimientos que por momentos la llevaban por un paseo mental histórico, político y literario o en algunos momentos la llevaba de la mano por un paseo interno a su intimidad, a su ser. Pero este encuentro fue distinto, Andrea había abierto los ojos ante Ernesto, el novio poeta que toda mujer quisiera tener, pero que se levantaba a las once de la mañana, el hombre que siempre tenía un piropo finamente estructurado, pero que vivía en una melancolía perenne, la cual robaba la energía de quien estuviera a su lado.
Se sentaron a la mesa. Ernesto la tomó de la mano y le dio un beso en la mejilla, mientras con la mano izquierda le entregó un rollo de papel con un cuento llamado “La soledad de mi compañía”. Eran cinco cuartillas. Como siempre Andrea lo leyó, por momentos parecía que estaba en el primer encuentro romántico con él. Empezó a leer y sus sentidos parecían percibir el entorno de manera delicada. Sudaron sus manos, tomó a Ernesto, le compartió el beso en la mejilla como si le hubiera regresado algo prestado. Y continuó leyendo hasta el párrafo que decía: “…y frente al espejo me vi y no me reconocí porque parece que uno no es el que es ni tampoco se es lo que uno esperaría ser. Y cuando uno no puede ser lo que espera ni tampoco ser lo que uno conoce, la vida se convierte en un infierno. Porque vivir con un desconocido de una forma tan cercana es algo que duele, es algo que incomoda. Empecé a desconfiar de mí mismo porque encontraba en mí a un intruso en mi vida. De ahí empezó el desquicio, de ahí mi soledad, generada por mi compañía…”
El cuento siguió y terminó. Se quedó un silencio que por momentos parecía durar de forma eterna. Se apretaron las manos, juntaron sus labios y entonces, la función nocturna estaba a punto de comenzar. Andrea tomó una copa de vino, mojo sus labios y dijo: “Ernesto, creo que ha sido un placer compartir estos años contigo y más estos cumpleaños. Te agradezco el amor, el tiempo, los regalos, los cuentos y tu incondicionalidad. Pero lo caminos se bifurcan, los caminos concluyen, los caminos se vuelven empedrados, los caminos se vuelven más rápidos pero…, que te quede muy claro, todos los caminos llevan a algún lugar y nuestro camino no lleva a lugar alguno. Terminamos dando círculos, nuestro camino por momentos termina en un acantilado. Ernesto, no podemos seguir juntos, yo he pensado en una familia, he pensado en seguir un camino conocido que me dé certidumbre. Entiende Ernesto… ¡No quiero amor, quiero una vida!
Ernesto no recuerda quién pagó la cuenta, no recuerda cómo salieron del restaurante, pero ya estaba de nueva cuenta ahí en el primer recuerdo, donde ella manoteaba y hablaba de sus ideales de mujer, de sus hijos, de sus nietos, de una casa, de un marido y de las sonrisas en los labios de su familia. Cómo le explicaba que en la melancolía las pasiones se viven de manera natural, cómo hacerle saber que este dolor natural de su existencia era su motor de vida. Cómo explicarle que la amaba con todo su corazón y que eso era importante. Pero no pudo, sus palabras se ahogaron antes de salir y sólo permitió el silencio.
Ella se fue perdiendo en esa noche por las calles de la ciudad, noche que a partir de ese momento parecía más melancólica, más oscura y una noche en verdad distinta. De ahí caminó, cabizbajo acompañado del viento frío de finales de otoño en la ciudad de México. Recorrió una buena parte de avenida Universidad desde Copilco hasta los Viveros en Coyoacán. De ahí bajó las escaleras del Metro, parece en el último tren de la noche. Salió a la superficie en la estación Etiopía y caminó ahora por las calles de la colonia Narvarte hasta llegar a su departamento. Abrió con dificultad, como siempre, más cuando la mano le temblaba, cuando algo le preocupaba o algo le dolía. Subió los dos pisos para llegar a su buhardilla. Tomó del librero algunas hojas, una pluma vieja y una botella de mezcal que había comprado en su última visita a Oaxaca, justo atrás de la catedral. Intentó poner música estruendosa de su época que le ayudara a escuchar su mundo interno, pero no pudo. Cuando la música lo fastidiaba, media botella había tomado su cuerpo y siguió la música y ahora empezó su sueño. Tenía la intención de hablar con Andrea pero no lo creyó prudente. Quería mandarla a la chingada y ese pensamiento le gustó, pero no lo iba a hacer como “esos gorilas que exigen los derechos arrebatados por nuestro género”. Entonces se levantó a la mesa, se sirvió otros tragos de mezcal y empezó a escribir lo que llamó “El último cuento”. Tomó la pluma, la cual le sorprendió porque estaba casi vacía y su aspecto, mordida y sucia, le hacían identificarse con ella. Esto le dio más valor para empezar a escribir. Antes de recargar la pluma en las hojas, hizo una pausa y cambió la música. Puso el disco pirata de los Beatles que había comprado en el Metro Miguel Ángel de Quevedo días atrás. Se dio tres minutos para armar la historia de su amor con Andrea.
Inició con el amor a primera vista. Sabía que ahí podía desarrollar una novela o un tratado sobre la belleza. Andrea lo merecía. Mientras, a lo lejos, se escuchaba Something… “something in the way she moves…” la música lo inspiró. De manera repentina un golpe en el corazón lo dejó helado. Nunca lo había sentido. Del corazón el dolor se extendió al brazo derecho. Trató de no ponerle importancia y siguió… “y pensé que era una especie de hipnosis cuando pasaste junto a mí, yo desentendido del mundo real y tu tan de aquí. Cuando caminabas frente a mí parecías como burlándote de lo que nunca podría tener y me aferré a tenerte porque eras diosa entre los hombres, y tan real entre mis sueños”.
Siguieron las palabras y la tinta de la pluma ya parecía imperceptible, le extrañó a Ernesto, nunca se había terminado una pluma en su vida. Siempre las perdía.
Ahora el cuento recorría parques, encuentros sexuales apasionados, besos, caricias y como fondo “All you need is love”. Ahora si “esto, es el paraíso” pensó Ernesto y por primera vez su semblante se hizo más ligero, más natural. Pero el dolor del pecho lo volvió a detener en su fluida escritura. Se paró al baño y quiso tomar unas pastillas, pero no estaban en su lugar. El dolor se acompañó de una pérdida de aire y así regresó a escribir. Tuvo que agitar la pluma que también había perdido casi toda la tinta. Volvió a leer lo que llevaba del cuento. En ese momento se partió en dos; uno se reconfortaba de la crónica de su amor, otra parte de él se molestaba por no tener ingenio literario y sólo haber replicado lo vivido. Pero no tomó atención a este segundo y siguió escribiendo lo que “alguien” le dictaba. Pasaron encuentros y desencuentros, pasaron ausencias y cercanías todo lo escribió y vivió con intensidad. Así también lo acompañaron “Lucy in the sky of diamonds”, “I am the walrus” y “Across the universe”.
Pero llegó la cena de cumpleaños, la describió como si estuviera en un set de televisión, empezó a ver que las letras se movían. El dolor en el pecho seguía y parecía que la vida se iba. Tuvo que exagerar el acto de Andrea para mostrar su sentimiento.
“Y caminaste por la vereda de asfalto, la noche llenó todos los espacios, hasta los del sentimiento y se hizo de noche por tu obra y gracias. Así como Dios hizo la luz tú has hecho la oscuridad… y lo peor es que me gusta y pasaría en tinieblas la vida junto a ti porque la luz sin ti…”.
En ese momento la pluma dejó de escribir, Ernesto quiso agitarla, pero no pudo levantarla; se hizo de plomo, como todo él. Se nubló su vista y cayó sobre la mesa con la última gota de tinta en el papel, con el último aliento de vida y el último cuento que nunca supo, se llevó su amor y su ser. A lo lejos “A day in the life”.