María
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 4, Abr 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
Era medio día. El sol se posicionaba en el cenit con un calor cercano a los treinta grados. Eran una tarde más de julio en Cuautla, la segunda ciudad más importante en el Estado de Morelos, eso mencionaba el portal del gobierno municipal. Pero, para María, no era un día cualquiera, había recibido la noticia de la muerte de su madre, Doña Elvira quien a sus noventa y dos años se había despedido de la vida. Quizá como el viento se despide por momentos, algunas veces con una tolvanera, otras veces como brisa que refresca o por momentos como ese aire caliente y seco que quema las mejillas e incomoda a quien lo recibe. Esta última, era la representación de la despedida de Doña Elvira para ella.
María recibió la llamada telefónica de Claudia, la “niña” que fue adoptada por Doña Elvira, cuando todavía era una adolescente. Le dijo con una voz pausada, la cual buscaba no decir una palabra inapropiada: “María, se nos fue y creo que ahora fue para siempre. Haz un esfuerzo por venir, ahora sí no es una enfermedad ni una fantasía de mamá o mía”. Lo demás se fue perdiendo en el eco del auricular. Esas palabras le incomodaron. Escuchar la palabra mamá de parte de Claudia, a quien nunca consideró como su hermana, pero que se escuchó tan dulce de sus labios, le dio rabia. Además no dejó de molestarse por la fraternidad con la que le habló. Pero pasaron algunos segundos y un escalofrío recorrió su cuerpo. La palabra muerte, que no pronunció Claudia, la tomó por un momento desprevenida. Tenía seis meses que no visitaba a su madre. Temía escuchar sus quejas o sus alucinaciones que le fueron generando la edad y la pérdida de vista. Por las noches, en esos calurosos episodios en Cuautla, Doña Elvira, con su bastón caminaba hacia el traspatio de la casa de un piso, abría la puerta que rechinaba como si la puerta gritará con orgullo su vejez y su descuido. Con la mano señalaba hacia la parte posterior del limonero. Volteaba hacia María, le hacía un ligero pssst para que viniera hacia ella y cuando se acercaba sigilosamente para ver lo que le señalaba le decía: Mira María ahí está, sólo está esperando a que esto que parece muerto deje de respirar. Mírala cómo se ríe de mí. Pero también pudiera estar riéndose de ti. Así es ella ríe de lo que pasa, porque ha visto pasar todo lo que existe y cuando las cosas que existen, dejan de hacerlo, la alimentan. Nos ve como suyas. He pensado que quizá venimos de ella y por eso vamos a ella. Pero después de verla por tanto tiempo he pensado también que no se burla, quizá sólo se congratula de tenernos cada segundo que pasa más cerca. Ese era el escalofrío que ahora le invadía a María, el pensar que las alucinaciones eran realidad, el pensar que la muerte se puede ver cuando es inevitable o cuando tu aspecto se torna macabro para los ojos de la juventud. Esto le generó dolor, angustia y pesar en la espalda de su ser. Entonces sólo pudo tomar nota en una servilleta que tenía cerca y escribió:
Panteón Municipal… 12:30, Sábado
En ese momento, toda su vida hizo un recorrido fugaz por su mente, su cuerpo y su alma, sabía que a sus sesenta y siete años se enfilaba a un túnel largo que le tendría un final parecido al de su madre. Tal vez un poco menos alargado y menos obscuro al de ella. Llevaba diecisiete años que había enviudado de Joel, el maestro de primaria que conoció en la fiesta de Verónica, su mejor amiga, su compañera y confidente de varias etapas de su vida. Joel y María se juraron amor eterno quince noches después, como lo hacen los amantes, después de encontrar la pasión en los brazos del otro, desnudos, después de haber compartido la humedad de sus cuerpos, porque como todos los amantes saben que esos momentos podían durar segundos y jurarse amor eterno era una forma de mantenerlo presente. Invocaron el amor de tal forma que trajeron su fidelidad en todos los aspectos. Hasta se dieron el lujo de jurar no tener hijos que les estorbara la pasión, el deseo y principalmente que no les mermara este momento, que en el Volkswagen de Joel, no podía tener ningún distractor.
Y así vivieron casi veinte años, con altibajos, porque la pasión también toma porte de odio, de coraje, de melancolía y de dolor. Porque la pasión es tan grande, tan omnipresente que, como el Universo, por momentos deja de verse y se camina la vida viendo hacia el suelo, pateando piedras en el sendero, mientras se olvida el cosmos que nos cubre.
Este recuerdo de su marido (su gran amor) asociado con la muerte de su madre le hicieron recordar su soledad, le hicieron derramar unas lágrimas que no pudo contener. Se chorreaban de sus ojos por todas sus mejillas como si fueran de sangre y en verdad pensaba que era sangre, porque quería que así fuera, quería morir en su cama, en su habitación, porque sentirse tan sola era algo que ya no soportaba. Abrió las puertas del armario, con sus dos manos, sintió el olor a humedad de la madera. Apenas lo pudo distinguir y le dio un poco de asco. Y se apenó, porque de inmediato identificó que ese olor llegó un año después de la partida de Joel. Tomó una maleta de piel, que estaba un poco acartonada, sólo metió ropa interior y unas blusas. Se dio cuenta que cada vez que estos viajes la sorprendían y tenía que salir corriendo de su departamento en la San Rafael, en la Ciudad de México, salía con menos cosas… “He pensado, cada vez que salgo, que tengo menos oportunidad de volver y hasta para no volver debemos tener dignidad. Si quedo tendida en la calle no quisiera ver mis calzones, fondos y en general mis intimidades inventariadas en un ministerio público”. Así tardó diez minutos. Entre pensamientos, lágrimas, recuerdos, ropa interior, el escapulario de San Martín de Porres y el libro de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, por cierto este último, regalo clandestino de Javier, el chileno del piso cuatro que la anduvo cortejando por dos años hasta que tuvo que regresar a Santiago dos años antes de la muerte de Joel.
Después de tener todo listo para salir, volteó a cada parte del departamento y pudo identificar el orden que molestaba a su vista. Por haber cuidado cada detalle de manera innecesaria en su casa; los cuadros alineados, las carpetas donde se ponían los recipientes de cristal cortado, la veladora que cada mes compraba en la misa del día primero en la Iglesia de las Merceditas cerca del Metro Salto del Agua y cada rincón que brillaba con un resplandor que la cegaba y le hacía ver lo tan gris de su sentimiento. Se sentó en la esquina de la cama. Las lágrimas siguieron derramándose como buscando un camino más caudaloso. Así con ese dolor bajó la escalera del departamento, abrió la puerta, tomó el Metrobús, subió y bajó por las calles, pasillos y andenes, esperó ahora el Metro, llegó a la central de camiones en San Lázaro, compró el boleto hacia Cuautla. Esperó una hora en la estación. Sollozaba, leía, recordaba y sufría. Pero por momentos, reía y volvía a sufrir y quería morir, pero se daba cuenta que estaba viva. Por instantes se introducía en la plática de una pareja joven o en una plática de dos niños de diez años que hablaban de los juegos en su armatoste electrónico. En ese instante, con la mirada pérdida en la gente, que intentaba vivir, sintió una opresión en su pecho. Sintió lo que era tragarse el dolor o tal vez sintió lo que era que el dolor la devorara.
Fue llamado su autobús, subió en él. Justo en el momento de tomarse de uno de los tubos de la escalera lo asió con fuerza, sintió un leve mareo, notó como mojaba con su sudor la agarradera. Pudo dar dos pasos más para ponerse en el pasillo. Encontró su lugar y se sentó, con nostalgia. Como si hubieran pasado años de no haber realizado esta rutina, cuando sólo habían pasado algunos meses. Ahí empezó su cabeza a dar vueltas. Otra vez en los recuerdos, otra vez en las ideas y en los ideales. A su cabeza se le unió el corazón y ahora empezaron los sentimientos, los dolores, las lágrimas y a estos dos se unió su vida entera, ahora marchita por encontrarse lejos de algo de donde tomarse. Porque un marido puede ser un buen pretexto para no caer… o una madre, o un buen recuerdo. Pero ahora no contaba con ninguno de estos tres. Y durmió como quisiera descansar de vivir.
Pasaron algunas horas para llegar a Cuautla. El despachador de la estación de autobuses la tomó del hombro, con un poco de compasión y la acompañó a la salida del vehículo. Donde la vio perderse a lo lejos. “Justo esto me faltaba, la incomodidad del dolor y ahora la de este méndigo calor…” comentó María en un murmullo. Así pasó su día. Incómoda. Tomó un taxi y llegó al hotel, cerca del panteón municipal. Desdobló lo poco que tenía de ropa y lo volvió a guardar. Ahora las lágrimas se le confundían con el dolor.
Pasó Claudia a las 11:30 a su hotel, puntual como siempre lo había sido. También esto le incomodó. Caminaron en silencio al panteón, Claudia con su índice derecho señaló la entrada. Cruzaron la calle y caminaron los pasillos del lugar hasta llegar al nuevo hogar de Doña Elvira. Volteó a cada punto cardinal y ya estaban todos. El sacerdote, Claudia, Doña Alvarita, amiga de su mamá en Cuautla, ella y una señora que rezaba dos tumbas más allá con un Rosario en la mano. El calor a toda su potencia. Sobre la cabeza de todos. El sacerdote invocó un pasaje bíblico, habló de la bondad de Doña Elvira, como si hablara de algo abstracto. Tomó el agua bendita y la rocío sobre la tumba. El personal del panteón hizo su trabajo. María dibujó una sonrisa burlona. Recordó cuando tres años antes su mamá le había dicho “no permitas que desconocidos lleguen a mi funeral por favor. Tómalo como una orden…” Ahora la orden estaba cumplida. Sus pies al principio y todo su cuerpo después, se empezaban a humedecer, sintió como se evaporaba el sudor, pero también algunos sueños y recuerdos. Mientras escuchaba muy a lo lejos, como en eco, la tierra sobre la lápida. Entonces el llanto de Claudia le pareció que penetraban sus oídos, sus lágrimas empezaron a rodar, con un poco menos de dolor. Mientras los rezos de Doña Alvarita se volvían apocalípticos, por su contenido y por la fuerza con que los emitía. En ese instante coincidió en su mirada, al husmear el ambiente, con la señora que rezaba algunas lápidas aledañas. Ella no rezaba, invocaba y pudo ver una sonrisa en sus labios. En ese momento Claudia puso la última flor en la tumba y también su última lágrima. Una leve brisa refrescó el ambiente y María por primera vez ese día sintió un aire helado.