Los días de Laura
Cultura, ¬ Edgar Gómez Flores viernes 28, Mar 2014Cuéntame algo para no morir
Edgar Gómez
Los setentas corrían por su mitad, el siglo pasado, el letargo del movimiento estudiantil hacía daño al ambiente. Se empezaban a petrificar las palabras libertad, dolor, lucha, guerrilla. Todo el sistema estaba listo para iniciar otra historia a partir de soslayar la que había pasado o vivido el México de algunos años atrás, principalmente el de la ciudad de México.
En este duelo social, se desarrollaban historias personales que se aletargaban en su realidad económica, social, familiar y lo que es peor estas historias se adormilaban sin que sus protagonistas lo pudieran identificar. Así pasaban los días de Laura que bien podía haber sido protagonista de la lucha estudiantil. Había nacido en el cuarenta y cinco, seguramente habría terminado su carrera de medicina y seguiría los pasos de Ernesto Guevara; o quizá, habría preparado las bombas Molotov que, aun cuando no hacían daño real a sus oponentes, sí daban un espectáculo urbano en el espejismo de los medios de comunicación que podían filtrar alguna nota morbosa. Pero Laura desde los dieciocho supo que no podía hacer algo más que entregarse a la “maldita inercia de la vida”… Se embarazó y con esto, hasta pensó haberse enamorado de Juan Carlos, su marido, el auxiliar de mecánico de Tacubaya. Qué razón tenía Conchita su amiga del barrio de la Escandón. “No Laura, si piensas que te has enamorado estás fregada, porque el amor no se piensa, se siente y no sólo debes sentirlo entre las piernas, debes sentirlo bonito, cómo si te hubieran puesto una madriza y no puedas reaccionar. No pienses si te has enamorado de Juan Carlos, menos cuando estás embarazada. Ahora no tienes tiempo de saber si es amor o no, si debes seguir o no… tienes que vivir para él, para el niño… pasarás unos años para dejar de pensar en ti.
Ya tendrás tiempo para ti y si no lo tienes ya te abandonarás sin preguntarte por qué y seguro avanzarás mejor, voltea hacia tu derredor, ve a mi mamá, a tu abuela… ¿o no?”.
Laura la escuchaba y no podía entenderlo del todo y pasaron algunos años con esto, dándole vueltas por la cabeza, y así, con la cabeza revoloteando como en un sueño de opio, tuvo al segundo y al tercer hijo. Entonces se puso su grillete muy cerca de la cocina — por cierto– y empezó a desentenderse de sí misma. Pasó su vida entre jabones, ropa, acelgas, lágrimas, radionovelas y música. Porque ¡cómo le gustaba la música! Escuchaba a la Sonora Santanera que por momentos competía con Rigo Tovar en la vecindad y a veces hasta competía con algún exótico que escuchaba a los Carpenters y unos mexicanos nostálgicos que oían a José Alfredo Jiménez con todo el dolor que puede generar el vivir en este país y también el dolor de esa época que hipócritamente se guardaba detrás de esta cultura.
Uno de esos días, llegó Laura de la escuela de los niños con varias mochilas sobre el hombro, casi con la incomodidad de su existencia y también cargaba su somnolencia que se perdía con los acordes de la música tropical. Con algunas monedas en la bolsa compró la comida del día: tomates, tortillas, sopa de letras y unas ganas de mantener una rutina por un momento más. Los niños gritaban, hablaban y reían de las estupideces divinas que sólo los niños pueden generar, compartir, escuchar y hacer suyas. Justo entró Laura por la puerta, claro después de haber entrado su descendencia (como siempre había sido) y se programó como robot para cocinar, limpiar las loncheras de los niños, limpiarle los mocos a Ernesto, el más chico de los niños de tres años y también se dio tiempo para educar con “una bofetada en el hocico” a Pedro, el segundo, por haberle dicho pendejo al mayor, Juan Carlos, sólo por haberse tropezado al cruzar el marco de la puerta.
Empezó el espectáculo de día a día; los cuatro en la mesa: manoteos, risas, llantos de los niños cuando eran reprimidos o cuando uno de ellos se avivaba y le ponía una patada en la espinilla al otro por debajo de la mesa. Así pasaron los minutos, Laura no sabía por qué parecían gustarle estos momentos. Quizás llegó a pensar que podía tener una peor realidad y eso le incomodaba y disfrutaba la rutina, sin pensar que realmente vivía lo sentenciado por Conchita: “Ya te abandonarás sin preguntarte por qué”. Todos se levantaron, llevaron su platos y vasos a la cocina y como hormigas continuaron en sus tareas. Laura sentía que por momentos el murmullo, las preguntas, las risas y la radio encendida le invadían su intimidad. Respiró lento y con entereza gritó: “¡Lárguense a la calle condenados escuincles y traten de no volver hasta que vengan arrastrándose de sueño!”. Los niños corrieron por el pasillo de la vecindad y salieron huyendo en el juego diario de ser azotados por su mamá si no la dejaban sola, lo cual en algunos momentos fue cierto. De hecho es la explicación de la cicatriz de Juan Carlos, el mayor, en el párpado izquierdo. Sólo le preguntó a Laura, ¿Te pasa algo mamá? Cuando lloraba en un ataque de ansiedad, que seguro tendría una explicación de tantas de sus frustraciones, pero que, para el caso específico, no tuvo respuesta y la pregunta le incomodó de principio y le encabronó de final hasta extinguir su ardor interno con el golpe vertido en su hijo con el vaso de cristal que traía en la mano.
Ahora, sola nuevamente, con “las luces del Nueva York” en las venas, dándole esperanza de un mundo mejor, se levantó con el histrionismo que siempre le acompañó. Parecía formar parte del centro nocturno. Caminó hacia la cocina, cojeando ligeramente, por el grillete que ella no podía ver, pero que era evidente a los ojos de quien la veía pasar. Llegó y empezó a limpiar los primeros platos, después vinieron los vasos, los tenedores, cucharas, las palas de madera y al final los sartenes que requieren mayor concentración para despojar el cochambre. Y mientras tallaba y exprimía la fibra en sus manos, apretaba los dientes con dolor, con esperanza, con frustración y con una maldita necesidad de destrozar algo. Y después la esperanza. Sintió un vaho en su cuello, un aroma a agua de colonia, después un beso, una cercanía de hombre sobre su pierna, una mano rodeaba su cintura. Se empezó a agitar, entonces la orquesta levantó su volumen. Se agachó y pudo ver el grillete que sin trabajo alguno se quitó. Lo tomó del brazo a él y bailó con ese vestido hermoso que siempre había soñado, con ese hombre, varonil y delicado que siempre quiso acompañar. Por momentos despojó su vida, sus hijos y al idiota de Juan Carlos, el que le había engendrado la esclavitud en su vientre; para bailar, cantar, escuchar, oler, respirar y vivir. Todo el centro nocturno los veía, todos tenían envidia de verla tan feliz, ahí estaba su mamá, su tía, sus hermanas, la vecinas “esas envidiosas del siete” así decía, y bailaron la Sonora Santanera y en ese éxtasis escucharon una canción de los Platters y cantó al oído de él Only You y parece que el inglés le fluía como su primera lengua. Con esto mostraba que también podía ser refinada como quien oía a los Carpenters en el vecindario.
Todo el espectáculo se fue apagando a cada beso que recibía y en un momento quedó desnuda frente a él, que la veía con un morbo seductor; situación que le incomodaba en un inicio, mas no en estos momentos de desesperación por sentir que había un espacio para llorar bailando. Lo tomó de los hombros y se dejó ir con él, se acompañaron, porque ella pensaba que también él la necesitaba. Creo que le recordaba a Efraín, el novio del primer año de secundaria (único año que concluyó) cuando se decidió por Juan Carlos y con un beso en la mejilla lo dejó llorando en la acera por cinco días de agosto donde llovió día y noche.
Nunca supo cuánto duraban estos momentos, pero la señal se la daba la orquesta que concluía su melodía después entonar danzones y sones cubanos. Después escuchaba a lo lejos las trompetas, el piano y las percusiones que le marcaban el ritmo agitado de su corazón.
Así regresaba a su otra vida, la que para ella no era real, la de la rutina, la de Juan Carlos, la de los tres hijos, la del grillete, la de la frustración, la de las lágrimas y fregó lo pisos como queriendo encontrar oro debajo de ellos y con esto mandar a la chingada su miseria. Limpió los vasos de las fiestas de 15 años y bodas que había coleccionado desde los 19. Se fue a una esquina de su casa, lloró por el dolor de vivir, se recargó en la escoba que había tomado segundos atrás y poco a poco se fue desvaneciendo en el suelo. Donde siempre el frío le congelaba el coraje que parecía se posicionaba en sus nalgas. Ahí se fue reconfortando y tomó otra pieza de música para tomar fuerza vespertina. Preparó la cena. Llegó Juan Carlos, la besó, se bañó y se sentó a la mesa para probar bocado, platicó con los niños, tomó el protagonismo de la noche familiar. Como si nada pesara en él. Le puso unos billetes en la mano a Laura, como siempre, era lo que había ganado y le permitía tomar los servicios de ella, hasta los sexuales. Todo parecía tranquilidad y desparpajo a los ojos de él y a los ojos de Laura todo se nublaba al compás de la música. Así se fueron a dormir todos. Ellos, Juan Carlos y sus hijos con un sabor de boca de pensar que algo mejor vendría para todos o quizás para cada uno. Eso ya era lo de menos.
Laura se fue al baño, se tomó una ducha para aguantar el verano de la ciudad de México, quiso con el baño quitarse parte de vida, pero no pudo, quiso bajarse el coraje con el agua helada y sólo logró un resfrío. Salió del baño y él ya estaba dormido, roncando; como ganando batallas contra los monstruos de sus sueños. Ella se metió entre las sábanas, cerró los ojos, con la música tropical en su piel, con los labios llenos de él. Sólo cruzó las piernas lo sintió cerca por un momento y durmió con una sonrisa discreta de haber terminado un día más.
A todas aquellas mujeres que en silencio sufren la vida sin parecerlo…