Patrimonios
Francisco Rodríguez lunes 4, Feb 2013Índice político
Francisco Rodríguez
Sólo en un país como México puede ser noticia el hecho de que los dirigentes políticos den a conocer a cuánto ascienden sus bienes.
Obedece a la costumbre de la mayoría de los políticos, sin excepción de partidos, que ocupan los cargos públicos, sólo con la finalidad de enriquecerse.
Vean cuánto tengo al llegar, pero no me pregunten cuánto me llevo al salir. Antes que desterrar sospechas, tales actos publicitarios confirman malicias.
Conocer que el secretario fulano es dueño de grandes extensiones de terreno y que la secretaria mengana renta el lugar donde vive es insustancial.
Y es que todos maliciamos que ambos dejarán sus cargos con más, mucho más de aquello con lo que llegaron a ocuparlos.
Y no, no se trata de la acumulación de sueldos y demás emolumentos equiparables a los de los administradores públicos de Estados Unidos -y que, claro, también son insultantes en un país donde el salario mínimo apenas rebasa los 5 dólares diarios-, sino de las muchas posibilidades de hacer negocios “en lo oscurito” vía el tráfico de influencias, la discrecionalidad al concursar obras o asignarlas directamente, y la de entregar permisos y concesiones, entre muchas, muchísimas otras. Acabamos de ver todo esto tras el desastroso y calamitoso paso de los panistas en la administración federal.
Los Fox, que vendían quesos, ella, y él pedía prestado hasta para la compra en el súper, se fueron de Los Pinos con los bolsillos repletos.
Casi igual pasó con los Calderón. Él vivía de lo que ella percibía como representante en la ALDF, y hoy las cuentas bancarias de ambos están de lo más nutridas.
Todo ello, amén de que los contribuyentes seguiremos manteniendo con holgura a los Fox y Calderón hasta que mueran.
NUEVA MORAL
Y no, no debería ser nota principal de los medios el hecho de que los dirigentes públicos declaren sus patrimonios personales y familiares.
Lo es porque vivimos, además de todo, una crisis de moral pública. Porque, además, si algo define a la moralidad mexicana es su ignorancia del sentido de lo público.
Hasta hace relativamente poco los valores éticos reconocidos en México se circunscribían a ser un buen católico –al “modo” de cada quién—, al honor familiar y a la defensa de verdades surgidas del confesionario.
En la high society que adornaba las planas “de sociales” de los periódicos de la segunda mitad del siglo anterior, se mostraban los ejemplos a seguir: un poco de integrismo también católico en materia sexual, caciquismo en lo económico y, por supuesto, distinción social.
Todos ellos meros valores privados que desdeñaban o de plano ignoraban el bien de la comunidad.
Y ha sido en esa cerrada alcoba que se incubaron la moderna corrupción administrativa, la malicia de los ciudadanos de a pie y la maña de los grupos dominantes, tanto políticos, como económicos y financieros, siempre tentados a considerar al Estado como su propio rancho o hacienda.
Esta idea patrimonialista de la política se atribuye a Lenin, pero acaba siendo igual a la de Kant, ilustre ideólogo de la burguesía, cuando decía que sólo los propietarios podían votar; o a la de la clásica derecha española, que votaba por hectáreas. Cuando la política es cosa de unos pocos, el Estado acaba siendo el feudo de una minoría.
Por eso es que, más allá de los publicitados eventos en los que los responsables de la res publica presentan sus declaraciones patrimoniales —amañadas o no— por lo que se debe pugnar es por el convencimiento generalizado de una nueva moral que, para empezar, aclare a los administradores públicos que la nación no es de su propiedad.
Tal representa una lucha verdaderamente fenomenal. Se trata de cambiar patrones.
De no festejar el regalo de un par de carísimas zapatillas en las redes sociales o, ahí mismo, de la fiesta que emula a otra que hasta llegó a convertirse en película o de la foto, con la novia al lado, en el avión privado a supervisar las obras en los terrenos recién adquiridos en un balneario internacional por papi que es gobernador de una empobrecida entidad federativa.
Pensar que ello puede desterrarse de la noche a la mañana es utópico. Pero hay que empezar ya. Y pronto, ¿no cree usted?