Locura en la administración
Francisco Rodríguez miércoles 21, Abr 2010Índice político
Francisco Rodríguez
SÓLO LA PARRANDA los convoca. Mariachis, tequila, un trovador… Estamos frente y bajo una administración que no sólo es fallida, sino a la que ya ha invadido la locura, la estupidez, la estulticia.
Una administración a la que el cantautor le entona cómo es que llegó borracho el borracho y, además, insiste en llamar -“por decir lo menos”- ingenua.
Estamos ante y bajo una administración que sigue una política de acción consistente o testaruda, a pesar de que esa política esté en contra de su propio interés: ya se le revirtió la “guerra” contra el narco… ya sufre sus errores económicos y financieros… ya ha sido -y volverá a serlo- electoralmente derrotada…
Estamos ante y bajo una administración de locos, a los que alguna sustancia tóxica les ha reblandecido el cerebro.
La locura, la falta de sentido y la perversión son parte de la naturaleza humana, cierto. Pero estas cualidades aparecen sublimadas en la administración del señor Felipe Calderón.
¿Todo a causa de la parranda?
Porque sorprende cómo es que el ocupante de Los Pinos puede seguir de manera consistente conductas que le son dañinas. Sobre todo, porque las acciones de su cada vez más fallida gestión afectan la vida de muchas personas. La chifladura individual afecta sólo a una persona, pero la chifladura del aparato burocrático afecta a un número demasiado grande.
La estupidez gubernamental incluye la noción de la terquedad como una razón del engaño auto inducido. Los gobernantes, por testarudos, creen en situaciones irreales. Esa testarudez consiste en evaluar una cierta situación real en términos de una noción preconcebida y fija, que ignora y rechaza realidades y signos contrarios. Es actuar de acuerdo con los deseos y no con las realidades. No sorprende que quien ignora la realidad tome decisiones equivocadas. Las cabezas duras rehúsan el beneficio de la experiencia.
Pero la estupidez de este simulacro de administración que padecemos no necesariamente tiene consecuencias negativas para todos. Por ejemplo, atacar al narcotráfico sólo en el frente de la violencia, no es mal visto por bancos, instituciones financieras, cresos empresarios que así pueden seguir “blanqueando” cuantiosos recursos sin temor a represalias. Tampoco los muchos corruptos incrustados en el aparato burocrático deben quejarse de las fracasadas e imperfectas campañas a favor de la honestidad.
La conclusión es dramática. La estupidez es hija del poder mal obtenido. El poder no solamente corrompe, también atonta. Sí, el poder corrompe. Pero no nos damos tanta cuenta de que el poder también produce tonterías, que el poder produce a menudo fallas de pensamiento y que la responsabilidad de ejercer el poder a menudo desaparece conforme la realidad crece. Las necedades del aparato burocrático proceden de la misma naturaleza del poder.
La responsabilidad general de cualquier gobierno democrático es ejercer el poder para gobernar razonablemente en interés del nación y de los habitantes. Un deber en ese proceso es estar bien informado, mantener el juicio abierto, resistir la testarudez. Y también, cambiar una política si ella no sirve, reconociendo que se ha cometido un error. Paradójicamente, el ejercicio mismo del poder lo impide.
Hay, pues, una asociación entre ejercicio de poder mal conseguido y pérdida del sentido: el poder atonta. Y atonta porque el gobernante está en una situación que por naturaleza se presta a la testarudez y a la terquedad. Calderón se engaña a sí mismo con más facilidad que otros. En esa pérdida del sentido de la realidad, el gobernante es capaz de intentar acciones que están en contra de su propio interés: como invitar a comer y hasta homenajear a quien le llama ingenuo, por decir lo menos.
Urge incorporar mecanismos de control del gobernante. Mecanismos para evitar en lo posible la pérdida del sentido de la realidad y mecanismos para impedir que el gobernante dañe a la sociedad.
Índice Flamígero: “Una tarde en Cartagena / a la hora de sestear / me invitaron a gozar / entre el almuerzo y la cena. / El corazón se desmanda / en la casa de Samper / cuando Pilar, su mujer, / te da güisqui con parranda… / Me arranqué por vallenatos / con permiso de mi socio / que es verraco en el negocio / de hallarle tres pies al gato. / En estas riñas de gallos / no protesta ni el vecino / yo aprendo, bebo y me callo / porque no soy gallo fino.”: Parranda cartagenera, de Joaquín Sabina.