Sí se puede aplicar retroactivamente la ley; lo exige el interés público
Francisco Rodríguez jueves 26, Jul 2018Índice político
Francisco Rodríguez
“Ya está muy viejo el loro pa’ enseñarlo a hablar”, dice el conocido refrán popular. Quizá se refiera, entre otras cosas a una vieja disputa que existe entre juristas y tinterillos sobre la interpretación y aplicación de las leyes. Y es que, en efecto, cualquiera puede recitar de memoria el contenido de las letras negras de la ley. Es el loro viejo que representa a los viejos intereses.
Lo que no cualquiera puede hacer es conocer el espíritu que anima a la ley, los motivos del legislador, el amplio y certero diapasón que resuelve el sentido de los mandatos. Saberse de corridito las leyes es simple erudición; conocer el contenido es materia de la cultura.
Interpretarla requiere de un vasto sedimento que implica historia, modos y maneras, costumbres, tradición legislativa, uso de la memoria colectiva y todo lo que hace que los principios del Derecho tengan siempre la solución a la vacíos y a las restricciones originales en la forma y en el esquema . No es tarea menor: siempre corresponde a los intereses de la mayoría.
El fin supremo de la ley es satisfacer el interés público, por encima de algún prurito individual… o de grupo. En función de ello, nadie debe obtener ventajas que, en justicia, no le corresponden cuando se aplasta el interés colectivo, que es el supremo. Tan fácil y tan difícil.
Una discusión zanjada hace siglos por Montesquieu, el Barón de Secondat, cuando explicó en El espíritu de las leyes los verdaderos motivos del fundamento de las democracias, cuando puso por encima de todos los poderes al equilibrio nacido de la interpretación de lo que buscaban siempre, en beneficio del pueblo.
Esto es lo que sólo las mayorías hacen posible. Pero, ojo, también es lo que pueden exigir, en los límites de lo extremo cuando las expectativas se truecan en frustraciones. El ritmo y el rumbo de cualquier gobierno lo imprime el sentido del mandato en las urnas. Casi siempre coincide con las necesidades insatisfechas de justicia.
Pueden los loros quedarse mudos. Pueden los represores imponer su particular concepción de la ley, pueden, mientras puedan, retorcer sus principios. El poder y el no poder se tocan. De nada sirven las decisiones que duran lo que un suspiro, como los gases de los facinerosos.
Torcer la aplicación de le ley ya viene siendo el espasmo, la contractura de los defenestrados. Lo mismo que sucede en Puebla, donde los poderes locales se esfuerzan por imponer una elección gubernamental viciada, que en Sonora, donde se dan los albazos para blindarse del Congreso local que viene.
O en Veracruz, donde los monarquitas locales dan los golpes de Estado necesarios para que las actuales mayorías del enjuague panperredista pongan al fiscal anticorrupción de contentillo, aunque sólo vaya a durar cuatro meses. Tratan de dar coletazos, de suplantar el mandato mayoritario. No saben lo que hacen.
Todo es inútil, forma parte de esas absurdidades que se resisten a morir, según Gramsci. Sólo prevalecerá el sentido común, porque el principio de la justicia social se basa en la posibilidad de aplicar las leyes aunque las decisiones puedan querer juzgarse retroactivas. He aquí el gran garlito. Lo demás es lo de menos.
El gran principio se encuentra, como siempre, en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Cuando sostuvo en el artículo 27, la gran fuente de las interpretaciones, que “la Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público”… toda discusión sobre retroactividad se agota ante el enunciado máximo.
Los loros viejos sostienen que nunca se debe dar retroactividad a la ley. Hasta ahí lo clama el derecho privado. Pero se les olvida conscientemente la segunda parte del principio: “en perjuicio de persona alguna”. Contrario sensu, esto quiere decir que en función del interés nacional, sí se puede. Siempre se ha podido.
Si no se hubiera podido, jamás se hubiera llevado a cabo la expropiación de la chatarra petrolera de los consorcios internacionales para cubrir el costo de las indemnizaciones por la apropiación de los recursos del subsuelo. Aunque Miguel Alemán haya usado los oficios de Manuel Gómez Morín, ícono del panismo trasnochado, para todo tipo de entrambuliques en Londres y quedarse con esa fortuna. Eso es sólo anécdota de vergüenzas.
Si no existiera la retroactividad en función del interés público, ninguna modernidad fuera posible, menos la construcción de cualquier nación. Para empezar, los derechos humanos no fueran constitucionales ni los tratados internacionales, tan despreciados, tendrían la misma obligatoriedad ante la sociedad. El Derecho público saldría sobrando.
El interés público que cobija la voluntad de la mayoría está por encima de cualquier cacique o aprendiz de dictador. Aunque se retuerzan. No hay pa’ dónde hacerse, aunque el loro esté demasiado viejo para enseñarlo a hablar y mentar madres, como reza el refrán popular. Aquí todos pasan por esa báscula.
La sociología y la ética, sostuvieron siempre tanto Kelsen como Heller, deben tener la mayor jerarquía en los procesos de elaboración e interpretación de las leyes. Lo demás es tangencial, esquemático, absurdo de toda absurdidad, pues sería como imponer el imperio de las formas a todas las expresiones sociales del progreso.
El principio de la retroactividad en beneficio de las mayorías anima la justicia social y el principio básico del Estado social y democrático de Derecho. Tutelar las prerrogativas de los indefensos, subsanar las deficiencias de la igualdad formal de los ciudadanos e instaurar el principio supremo de la equidad son cuestiones que no deben estar a discusión.
Son los motivos de los débiles: edificar una sociedad democrática que iguale a los desiguales y cuyo sistema político se convierta en el sistema de vida, donde el constante mejoramiento social y cultural del pueblo sea la única guía, como apunta el artículo tercero constitucional de los mexicanos. Hay que leer moralmente la ley. No recitar de corridito lo que no se entiende. Es la base para lograr la reconciliación y la concordia, no las palmadita en la espalda, ni las hipocresías protocolarias de las entregas – recepciones, que siempre esconden las manías represoras en contra de los triunfadores.
Ese es el objetivo superior de un gobierno democrático. No repartir el botín burocrático entre infiltrados, los francotiradores de siempre, los enviados del retroceso para impedir cualquier avance. Vale más un nuevo, supuestamente inexperto que sepa interpretar el sentido de la mayoría que un viejo experimentado y retorcido en los avatares y en las cañerías del poder que siempre obedecerá a sus impulsos primitivos.
Para obedecer al pueblo, primero está la mística popular. La emoción social que provoca el mandato amplio y generoso de un pueblo que se volcó en las urnas a pasar lista ante la historia. Los nuevos rostros que se esperan con pasión republicana.
Ojalá esto no se olvide. Los grandes juristas del país nos hacen demasiada falta, pues los diletantes creen que cualquier argumento puede hacer tambalear al nuevo régimen.
Urge que se imponga el lenguaje, la interpretación, el estilo del cambio, por el que los mexicanos han luchado toda la vida.
¿No cree usted?
Índice Flamígero: Aunque cobra sus dietas con la camiseta verde, el diputado a la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México es un Chucho perredista que ha servido a Jesús Ortega y a Jesús Zambrano, de lo que queda del PRD, para golpear y luego estirar la mano. Antes fue Alfa González a quien “vetó” para que ocupara el cargo de subsecretaria de Asuntos Metropolitanos y Enlace Gubernamental del gobierno que encabezó Miguel Ángel Mancera. Ahora le corrige la plana a EPN, diciéndole que no debió nombrar a Raymundo Collins como secretario de Seguridad Pública del gobierno de la capital nacional que encabeza José Ramón Amieva. + + + Vaya que Francisco Gil Díaz, el ex titular de la SHCP foxista, está en problemas. Y es que el ex presidente de la hispana Telefónica Móvil, husmeaba en todas aquellas empresas emproblemadas financieramente y, de inmediato, les concedía facilidades, contratos, exenciones, préstamos fiscales para sacarlas airosas de cualquier obligación constitucional con el gobierno… ¡y hacía el milagro! A cambio, exigía que su hijo y sus sobrinos carnales, Gonzalo Gil White, Martín Díaz Álvarez, Juan José Suárez Coppel y Alfredo Coppel Salcido se hicieran acreedores del diez por ciento de las acciones de cada empresa e ingresaran de pleno derecho a la cabeza de sus Consejos de Administración fraudulentos. Así fue como Juan José Suárez Coppel y su socio Luis Ramírez Corzo, directores de Pemex, secretarios de Energía, de Hacienda y Crédito Público y ex presidentes de la República ingresaron al salón de la fama de las grandes ligas de la corrupción institucionalizada y transexenal. Martín Díaz Álvarez manejó el Consejo de Administración de Oceanografía, Alfredo Coppel Salcido, el de la empresa Global Drilling Fluids de México, Gonzalo Gil White, la prestadora de servicios Oro Negro y el de Navix, S.A., Sofome fundada para la extorsión, el factoraje y el contratismo desaforado. Así fue como las fantasmales empresas Grupo Gasolinero Mexicano, Caja Libertad, Casinos Big Bola y todas las lavanderías de dinero utilizadas por órdenes de Francisco Gil Díaz sirvieron a los mismos propósitos de descobijar a Pemex… y a la CFE. Hoy Oro Negro, (mal) manejada por su hijo, está en la mira de Pemex, a la que demandó, y de instancias anticorrupción nacionales e internacionales. Ya nada más falta que Alberto Baillères cierre los salones de belleza que su esposa Margarita White tiene en las tiendas Palacio de Hierro. ¿O ya los cerró? ¡Qué bonita familia!
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