Subasta de las conciencias
Francisco Rodríguez martes 25, Ago 2015Índice político
Francisco Rodríguez
La identidad nacional es la única base que permite saber dónde estamos parados, qué somos en el mundo, a quién y para qué servimos, sin engaños ni alucinaciones. Los mexicanos siempre la habíamos tenido, gracias a empeños proverbiales de mexicanos bien nacidos, que se dedicaban a perfilarla y a hacerla permanente.
Confirmábamos a diario el viejo refrán vernáculo, demasiado nuestro: “No hay como lo bien parido, que ni trabajo da criarlo”.
El análisis crítico significó la necesidad de afirmar una imagen histórico-cultural que definía nuestra posición. Establecía una realidad nuestra, como posesión común. Enaltecía nuestros valores colectivos. Nos diferenciaba de otros Estados en gestación.
Gracias a su innegable presencia, siempre hemos tenido el conocimiento de un espíritu nacional, una conciencia de lo colectivo, antes que la búsqueda de una solución, que por los desastres no tiene plazo.
Eso es lo único que nos ha diferenciado sustancialmente de la mayoría de los países del área latinoamericana. Hemos sido el hermano mayor en el pasado, el referente cultural que siempre ha poseído el arma de combate para fijar la pauta cultural, como ultima ratio.
Díganlo si no los antecedentes. Ante un entorno de gente que suprimieron las libertades y masacraron a la población en los 60’s, resurgió una conciencia nacional de hombres de letras, artistas, pensamientos lúcidos, filósofos, periodistas y líderes de opinión que impidieron, como un dique cultural monumental el naufragio total.
Opositores contra el monolitismo retórico del poder
Todos coinciden en señalar que José Revueltas, Gustavo Sáinz, Salvador Elizondo, Juan Manuel Torres, Jorge Aguilar Mora, Ricardo Garibay, Jorge Ibargüengoitia, Sergio Pitol, Parménides García Saldaña, entre otros, definieron las grandes líneas literarias de la generación de protesta.
Convienen en que, pese a todos los detractores de ocasión, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, María Luisa Mendoza, Víctor Rico Galán, José Pagés Llergo, Francisco Martínez de la Vega, en un periodismo superior, hicieron la crónica del tiempo, el ejercicio imaginativo, la ruta de propuestas.
Jorge Fons, Luis Alcoriza, Sergio Olhovich, Salomón Latier, Alberto Isaac, José Bolaños, Felipe Cazals, Gonzalo Martínez, José Estrada y Carlos Velo, en el cine, abrieron nuevas vías de expresión frente a la intolerancia.
José Carlos Becerra, Gerardo Deniz, Eduardo Lizalde, Octavio Paz y Gabriel Zaíd, en la poesía. Vicente Leñero, en el teatro, y Julio Castillo en la dirección escénica. Julio Estrada en la música. Raúl Anguiano, Friedeberg y Francisco Toledo en las artes plásticas, lograron perdurar la aportación de la mexicanidad.
En la crónica social de vanguardia: Fernando Benítez, Gastón García Cantú, Francisco López Cámara, José Alvarado , Roberto Blanco Moheno, Luis Spota , José Natividad Rosales y Daniel Cosío Villegas.
Marco Antonio Montes de Oca y Tomás Segovia en la poesía, Ramón Xirau y Luis Villoro en el ensayo, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes y Emilio Carballido en la novela.
Todos ellos dieron fe, a un tiempo, de la diversidad imaginativa, de la madurez del pensamiento y de la pluralidad creativa de nuestro país. Fueron, a veces sin proponérselo, y casi siempre intencionadamente, opositores contra el monolitismo del poder.
Y esto pudo ser así porque, a partir de 1920, muchos intelectuales mexicanos prestaron sus servicios a la construcción de las bases del Estado posrevolucionario y renovador. Fueron el antecedente obligado.
Entre ellos, estuvieron José Vasconcelos, Narciso Bassols, Jesús Silva Herzog, Alfonso Reyes, Enrique González Martínez, Genaro Estrada, Jaime Torres Bodet, los muralistas Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, José Chávez Morado y Juan O’Gormann.
Hoy las conciencias se subastan
A medida que las contradicciones entre las palabras revolucionarias y las acciones conservadoras se ahondaron, nuevas generaciones racionalizaron y condicionaron su colaboración con el poder.
Se fue elaborando entre los más jóvenes una cultura crítica en que las falsas disyuntivas entre arte puro y arte comprometido se disolvían en la unidad inseparable entre creación y crítica. No podían tener derroteros diferentes la realidad y la expresión intelectual. Como ahora, que las conciencias se ofertan y subastan al mejor postor.
Se llegó a esta conclusión por muchos caminos, pero el principal quizá haya sido el que define la traición a México, encabezada por generaciones que asaltaron el poder con el único objetivo de alzarse con el santo y las limosnas.
El aparato político, creado por Plutarco Elías Calles en 1929 para procurar la unidad nacional ante la reacción interna y las presiones internacionales, someter las ambiciones de las facciones y partidos políticos militares, tuvo éxito.
Jerarquizar las demandas campesinas y obreras, supeditándolas a la meta del desarrollo económico, había degenerado en una estática maquinaria burocrática y electoral represora, preservadora de los intereses creados.
Incapaz de dar cabida al pensamiento o a la acción de los mexicanos que en los sesentas tenían 20 años de edad. Se consumó el divorcio entre la forma y la materia, el esquema y la vida, entre la inercia y la dinámica de nuestra vida política.
Los movimientos de protesta de finales de los sesenta significaron también un asalto juvenil contra las seculares fortalezas del paternalismo, de la divinización del Presidente de la República, de la abyección seudo-religiosa ante el jefe.
Las mentadas de la multitud de cientos de miles en las calles y en el estadio Azteca, marchando organizadamente y llamando “gorila” y asesino al Tlatoani, marca la fecha del rompimiento con el viejo sistema político revolucionario y paradójicamente, abre las puertas de la modernidad. La “estabilidad” requería de las fuerzas represivas
La represión fue una victoria pírrica del régimen y por eso pudieron celebrarse unos Juegos Olímpicos, y el gobierno pareció convertirse en dueño de la situación.
Pero el régimen se arruinó a sí mismo, porque demostró que carecía de respuestas a los problemas políticos y sociales; demostró la enorme fragilidad en que se sustentaban las bases de su poder.
Que éramos igual que los gorilas latinoamericanos, que no constituíamos un caso excepcional como frente de lucha, y que nos emparejábamos con todas las razones por las que luchaban nuestros hermanos en el continente.
Demostró que el Ejército, en cualquier momento, podía dejar su modorra, procurada mediante grandes contratos y negocios e intervenir en la vida política, a fin de preservar por la fuerza lo que la autoridad civil no podía conseguir por métodos políticos o por “negociación”, palabra inexistente en la agenda de los poderosos de aquellos años.
Demostró que la burguesía mexicana, cuyo único interés es hacer buenos negocios, no se opondría a ninguna dictadura militar si en ella viese una protección superior a la del sistema continuista del PRI.
Dicen que la historia es madre y maestra, desde la antigüedad clásica. Nosotros preferimos verla como recopiladora de una colección de ciclos en los que la culebra se muerde la cola, ciclos perfectamente circulares, con mayor o menor grado de perversidad e inconsciencia.
Los aparatos de poder, de contención y represión se hayan indefectiblemente al servicio de una casta gobernante corrupta, mendaz e ineficiente, desde cualquier ángulo que quiera “evaluarse”. La necedad de integrar gobierno con todas las gentes provenientes del mismo rancho ha roto el saco.
La pregunta que flota en el ambiente desde hace tres años es ¿dónde está la conciencia del país? ¿Dónde están los que hablaban por la identidad nacional y cultural? ¿Dónde el espíritu combativo?
¿Las calumnias, injurias y difamaciones culturales de gentes menores, sin autoridad moral, hablan por todos nosotros? Es tan avasallador el poder de la TV, que sólo los comentócratas del foro televisivo, los intelectuales con sus argumentos ñoños y provocativos, hablan por toda la diversidad cultural mexicana?